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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (4 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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Lo que alcanzó a distinguir le dejó estupefacto.

Incrédulo y anonadado tuvo que apoyarse en una roca porque advirtió que las piernas le fallaban.

Su rostro, por lo general impasible, mostró por primera vez la magnitud de su desconcierto.

Lo que estaba contemplando superaba lo más remotamente imaginable.

Respiró hondo, cerró los ojos como si creyera que se trataba de una pesadilla, pero cuando los volvió a abrir la espantosa visión no había desaparecido: un mar de luces de todos los colores se extendía casi hasta el horizonte.

La mítica ciudad de Las Vegas, capital mundial del juego, construida como por arte de magia en el centro del desierto de Nevada, se alzaba ante él con su incesante tráfico de automóviles, aviones que aterrizaban y despegaban, e incluso helicópteros que la sobrevolaban continuamente.

Tardó casi un cuarto de hora en reaccionar pero cuando al fin lo consiguió tomó el teléfono para señalar:

—Padre... He llegado a lo alto de la montaña que me indicaste, y lo que veo no es nuestras jaimas sino millones de luces de lo que parece una enorme ciudad.

El anciano Kabul tardó en replicar puesto que no daba crédito a lo que su primogénito le estaba diciendo.

—¿Cómo que millones de luces? —inquirió con voz trémula—. ¿Qué quieres decir con eso de millones de luces y una ciudad? La capital, que es la ciudad más grande que existe, no tiene más que tres mil habitantes.

—¿Estás seguro?

—Te lo dice tu padre, que estuvo allí.

—No es que yo sepa contar mucho —fue la respuesta—. Pero aquí debe haber cientos de miles de personas.

—Lo que ocurre es que has sufrido una insolación y debes estar teniendo alucinaciones.

—¡Es posible! —admitió Alí Bahar—. Pero te recuerdo que estoy acostumbrado al sol, y lo que veo, lo veo. Y veo montones de luces de colores brillantes que se encienden y se apagan. Algunas incluso diría que vuelan.

—¿Cómo puedes ver luces de colores que se encienden y se apagan con un sol que ciega los ojos? —quiso saber su padre.

—¡Es que es de noche!

El incrédulo Kabul giró el rostro hacia la entrada de su tienda de campaña, comprobó que en el exterior brillaba un sol de justicia, y masculló fuera de sí:

—¿Cómo que es de noche? ¿Es que te has vuelto loco, hijo? El sol está a mitad de camino y raja las piedras.

Un perplejo Alí Bahar alzó el rostro hacia el cielo y buscó en todas direcciones, pero lo único que distinguió fueron estrellas y la luna que había surgido en la distancia.

Como su mente no podía hacerse a la idea de que le habían trasladado al otro lado del planeta, y ni siquiera tenía claro el concepto de que el mundo fuera redondo por lo que, cuando en una parte era de día en las antípodas era de noche, acabó por dejarse resbalar hasta quedar sentado, fláccido y derrotado, para musitar con apenas un hilo de voz:

—¡Pues yo no veo el sol! Se debe haber dividido en esos millones de luces que distingo desde aquí. —Tragó la escasa saliva de la que disponía para inquirir a duras penas—: ¿Qué significa eso, padre?

Su sabio padre meditó largamente, se acarició la espesa y luenga barba blanca, asintió repetidas veces con sincero pesar, y acabó por señalar seguro, como siempre, de sí mismo:

—¡Ay, hijo querido! Me temo que eso significa que estás muerto... —Se volvió a Talila, que se había llevado una vez más las manos a las orejas recordándole los pendientes para negar con evidente pesimismo—: ¡Olvídate de los pendientes, pequeña! Tu hermano ha muerto.

—Pero ¿cómo que he muerto? —protestó un indignado Alí Bahar al otro lado del teléfono—. Respiro, tengo sed, los pies me sangran, me pellizco y me duele, veo miles de luces y oigo ruido de motores... ¿Acaso es eso estar muerto?

—¡Hijo! —fue la dolida respuesta—. ¡Amadísimo hijo...! Si en lugar del sol de mediodía estás viendo millones de luces de una ciudad en un lugar en el que yo sé positivamente que nunca ha existido más que el desierto, resulta evidente que estás en el otro mundo, y que yo sepa al otro mundo tan sólo van aquellos que están muertos...

—¿Y cómo van? ¿Pateando durante horas el desierto?

—¡No! Suelen ir volando... ¿No has sentido como si volaras?

—¡Pues ahora que lo dices, anoche tuve una sensación muy rara...!, —se vio obligado a reconocer muy a su pesar el confundido Alí Bahar—. Era como si me encontrara suspendido en el aire, colgando de una especie de enorme tienda de campaña...

—¡Lo ves...! Volaste al paraíso. ¡Bendito seas, hijo, que estás en el paraíso! —El pobre hombre se volvió una vez más hacia su anonadada hija, que no parecía entender nada de lo que estaba ocurriendo con el fin de aclararle—: Tu hermano está en el paraíso y debemos dar gracias a esos extranjeros, probablemente ángeles, porque por medio de este maravilloso aparato que nos dejaron se nos permite seguir en contacto con él aun después de muerto.

—Pues con todo el respeto que me merece tu inmensa y reconocida sabiduría, amado padre —argumentó su primogénito—, yo no tengo en absoluto la sensación de estar muerto.

—Supongo que ningún muerto ha tenido nunca la sensación de estar muerto —fue la lógica respuesta.

—¿Y eso por qué?

—Porque están muertos.

El supuesto difunto meditó un largo rato sobre tan sorprendente forma de ver las cosas, y por último masculló:

—Ni creo que aquel par de sinvergüenzas fueran ángeles, ni mucho menos que yo haya volado al paraíso sin motivo alguno. Quizá lo que me dieron a beber y la larga caminata me han producido estas extrañas alucinaciones, pero te juro que el cansancio, el calor, la sed, el hambre y todo lo que he padecido para llegar hasta aquí no tiene nada que ver con alucinaciones. Ha sido real y muy real.

—Bien, hijo... —admitió Kabul Bahar armándose de paciencia—. Ya que insistes en estar vivo haremos una última prueba: intenta orinar. Todo el mundo sabe que los muertos no orinan.

Alí Bahar se puso en pie, se alzó la chilaba, encaró la pared de roca y comenzó a orinar tan larga y sonoramente que al fin optó por colocar el teléfono de modo que se captase el sonido al tiempo que inquiría: —¿Te suena a muerto?

—¡Me temo que no! —admitió el desconcertado anciano—. Ciertamente todo esto es tan extraño que escapa incluso a mis conocimientos, por lo que te aconsejo que bajes a esa ciudad y busques a un imán que te explique lo que ocurre.

—¿Y dónde voy a encontrar a un imán?

—Donde están siempre: en la mezquita.

—Y con tanto edificio, ¿cómo voy a encontrar la mezquita? Te recuerdo que yo nunca he visto una mezquita.

—En las ciudades la mezquita es siempre la edificación más alta, hijo... ¡La más alta!

—Es que vistas desde aquí todas las edificaciones de esa ciudad parecen muy altas...

La hacendosa y por lo general silenciosa Talila, que permanecía con la oreja pegada al auricular, lo tomó de manos de su progenitor para aconsejar en un tono de infinita dulzura:

—¡Haz caso a nuestro padre, querido Alí! Él nos ha enseñado todo cuanto sabemos y siempre nos ha aconsejado bien. Busca la mezquita y que el imán, que suele ser un hombre muy sabio, te aclare lo que ocurre. —Hizo una corta pausa para añadir—: Y olvídate lo que me prometiste. Lo único que importa es que regreses sano y salvo.

—Pero tú no crees que esté muerto, ¿verdad?

—¡Naturalmente que no! —replicó Talila de inmediato—. Yo no soy tan inteligente ni tan culta como nuestro padre, pero tan sólo os tengo a ti y a él, y si hubieras muerto, la mitad de mí lo estaría de igual modo. Las mujeres podemos captar eso mucho mejor que los hombres.

—Pero si no estoy muerto, ¿qué es lo que me ocurre? —quiso saber su atribulado hermano.

—Eso no lo tengo muy claro, querido Alí —admitió honestamente la muchacha—. Pero recuerda que nuestra llorada madre nos contaba cómo su hermano había viajado a un lugar en el que el suelo era más blanco que la arena más blanca, y tan frío que si te dormías encima, te quedabas muerto. También aseguraba que había montañas cien veces más altas que las que vemos desde aquí, y caudales de agua dulce tan anchos que incluso tenían que construir enormes pasarelas para cruzarlos de lado a lado. —Hizo una corta pausa para añadir con desconcertante sencillez—: Si alguno de tales prodigios fuera cierto, ¿qué tiene de extraño que te encuentres ahora en un lugar en el que la oscuridad y la luz sean distintas de lo que lo son aquí?

—Ciertamente, la misma diferencia existe entre la noche y el día, que entre la arena que abrasa y la que mata de frío —puntualizó un meditabundo Alí Bahar al que el simple tono de voz, sereno y pausado de la pequeña Talila, solía tener la virtud de relajarle—. Haré lo que nuestro padre ha dicho, pero puedes estar segura de que no me olvidaré de tus aretes. ¡Que Alá te proteja!

—¡Que Él te acompañe!

Una vez hubo colgado el teléfono, Alí Bahar Mahad decidió, no obstante, que lo mejor que podía hacer por el momento era quedarse en lo alto de la montaña hasta que la luz del día si es que en verdad en aquel sorprendente lugar amanecía de nuevo le permitiese hacerse una idea de qué era en realidad lo que se extendía ante el, y dónde podría encontrarse la mezquita entre aquel océano de altos edificios.

No era hombre que creyera en la sabiduría de los imanes, pero tenía clara conciencia de que en aquellos momentos necesitaba toda clase de ayuda, viniera de donde viniese.

A diferencia de su padre y su hermana, nunca había sido un creyente convencido, tan sólo cuando el anciano le insistía rezaba sus oraciones, y vivía con el convencimiento de que un ser supremo que había tenido el estúpido capricho de castigarle con el terrible defecto que se veía obligado a soportar no merecía ni adoración ni respeto.

Había pasado toda su vida cuidando cabras y sufriendo hambre, calor y sed, y cuando en cierta ocasión alcanzó por breve espacio de tiempo la ansiada felicidad que todo ser humano anhela, su amada esposa había muerto en el momento de dar a luz un precioso niño que por desgracia apenas sobrevivió dos semanas.

Arrodillarse una y otra vez a dar gracias por tan miserable existencia se le antojaba casi una burla, y pese a que en presencia de los suyos se comportaba de un modo natural con el único fin de no herir sus sentimientos, durante sus largas horas de soledad, sin más compañía que los camellos, las cabras y un viejo perro ya difunto, se planteaba a menudo por qué razón nadie en su sano juicio se había molestado en crear un mundo en el que no existían más que arena, piedras, matojos, polvo y un sol que abrasaba el cerebro.

Amén de serpientes, alacranes, moscones, chinches, piojos y miríadas de mosquitos.

Según le había contado su padre, también existían verdes bosques, mares y ríos, pero por más que el anciano había tratado de explicarle docenas de veces cómo era un verde bosque, un mar o un río, le resultaba del todo imposible visualizarlos puesto que jamás había conseguido ver más de dos árboles juntos, ni más agua que la que pudiera contener un sucio y profundo pozo de un par de metros de diámetro.

Su concepto del mundo más allá de los horizontes del desierto podía considerarse semejante al concepto de los colores que consiguiera tener un ciego de nacimiento.

Por todo ello, en aquellos momentos, sentado allí, en la cima de la montaña, aguardaba impaciente la llegada de un amanecer del que no estaba del todo seguro, y se mostraba tan excitado como pudiera estarlo ese mismo ciego de nacimiento que confiara en que al despojarle de las últimas vendas tras una compleja operación iba a poder ver cuanto nunca había visto.

Por la ancha llanura se extendían más luces que estrellas distinguía en el firmamento, y empezaba a estar convencido de que tras cada una de aquellas luces se escondía un mundo diferente y maravilloso que tal vez le sirviera para descubrir al fin qué era lo que el buen Dios se había propuesto a la hora de ponerse a la tarea de crear el universo.

Le venció la fatiga y se quedó dormido convencido de que aquel manto de luces ocultaba los frondosos bosques, los caudalosos ríos y los extensos mares de los que su padre tanto le había hablado.

3. Despertó con la primera claridad

Despertó con la primera claridad del alba, descubrió que las luces de incontables colores y fascinantes movimientos se iban apagando una tras otra, pero ante sus ojos no hicieron su aparición frondosos bosques, caudalosos ríos o extensos mares, sino tan sólo un árido desierto sobre el que se desparramaban miles de edificios de todas las alturas, formas y tamaños, que a plena luz carecían por completo del casi mágico encanto que durante la noche le proporcionaban los continuos movimientos de sus gigantescos anuncios luminosos.

Alí Bahar Mahad no podía saberlo puesto que jamás había visto anteriormente una ciudad, pero a la fascinante Las Vegas nocturna le sucedía como a la mayor parte de sus miles de emplumadas coristas, deslumbrantes sobre las tablas de un escenario, que por las mañanas ofrecían un aspecto deplorable, cansadas y con el maquillaje corrido, huyendo de la luz natural como si de auténticos vampiros se tratase.

Desde donde el desconcertado nómada se encontraba apenas conseguía distinguir en la distancia los altos edificios de los grandes casinos, pero sí las interminables urbanizaciones aledañas, a las que solían retirarse a dormir de amanecida los miles de agotados croupiers, camareros, cocineros, barmans, vigilantes jurados o bailarinas ligeras de ropa que cada anochecer volvían a convertir el en aquellos momentos muerto corazón de la ciudad en la capital mundial del vicio.

Lo observó todo con infinita paciencia, casi sin mover un músculo, buscando el camino que podría conducirle hasta la mezquita de la que su padre le había hablado y estudiando el modo de evitar tener que atravesar aquellas anchas cintas negras por las que miles de hermosos automóviles y gigantescos camiones se desplazaban a increíble velocidad.

La ruta que seguían los vehículos era sin duda la más directa para acceder a la ciudad, pero sabía muy bien que nunca podría seguirla si no quería correr el riesgo de que lo aplastaran a las primeras de cambio.

El desierto que nacía justo donde terminaban las anchas cintas de asfalto se le antojaba sin lugar a dudas mucho más seguro.

Al caer la tarde comenzó por tanto a descender con toda parsimonia de la montaña, y con las primeras sombras inspiró profundamente para iniciar, un tanto atemorizado, su andadura llanura adelante.

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