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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (5 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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Se esforzó por evitar las primeras casas marchando siempre a campo traviesa, pero llegó un momento en que no le quedó más opción que adentrarse entre ellas hasta que de improviso se detuvo asombrado puesto que una gran masa de agua le cortaba el paso.

Y es que Alí Bahar no había visto tanta agua junta desde que era un niño; desde aquel ya muy lejano año de las grandes inundaciones en que sus padres le llevaron a admirar la gran laguna en que se había convertido el viejo cauce de la Sekia-Eldora.

Pero el agua de la Sekia-Eldora era un agua agitada, sucia y barrosa, mientras que la que ahora le cerraba el paso era una masa cristalina e iluminada interiormente, tan quieta y transparente que por un momento llegó a pensar que no se trataba de un líquido, sino de simple aire que por algún sorprendente hechizo hubiera conseguido solidificarse.

Tras contemplar, casi con devoción, tan extraño prodigio, Alí Bahar se arrodilló a dar gracias a Alá, y a continuación alargó tímidamente el brazo hasta rozar apenas la quieta superficie con el fin de cerciorarse de que se trataba realmente de agua.

Lo era, y al formar un cuenco con las manos advirtió cómo un espasmo de placer le partía de la base de la columna vertebral y le recorría la espalda, puesto que nunca, jamás en su vida, había experimentado la maravillosa sensación de llevarse a los labios un agua tan limpia y fresca como aquélla.

Bebió despacio, esforzándose por luchar contra la acuciante sed, puesto que tenía conciencia de que semejante manjar, el más amado del Señor, aquel que impartía la felicidad y la vida, merecía ser saboreado hasta en sus más mínimos detalles.

Algo tan vulgar a los ojos del resto de los mortales como una pequeña piscina familiar de una urbanización de clase media en las afueras de una de tantas ciudades del mundo, se convertía para aquel pobre hombre, nacido y criado en el más remoto rincón del planeta, en un tesoro de incalculable valor.

Calmada la sed se sentó a contemplar semejante prodigio como si se tratara de la más hermosa mujer que pudiera existir, preguntándose cuán felices deberían sentirse los habitantes de la hermosa casa que en aquellos momentos aparecía silenciosa y casi en penumbras, si cada vez que salieran al porche se enfrentaban a semejante panorama.

Quizá en el fondo su padre tenía razón, estaba muerto, y aquél era el paraíso prometido.

Eso le hizo recordar que tenía que encontrar a un imán que le aclarase su situación, así que muy a su pesar reanudó la marcha, pero tan sólo fue para encontrarse con una prodigiosa cantidad de piscinas, algunas incluso más grandes que la primera, y que tan sólo contribuyeron a aumentar su desconcierto.

Aquél era sin duda el país del agua.

El país de Dios.

El país en el que nadie tendría razón alguna para sufrir.

Un par de horas más tarde penetró en la ciudad por oscuras callejuelas de escaso tránsito en las que se sintió perdido, pero los altos edificios que destacaban profusamente iluminados sobre los tejados le iban marcando el rumbo, hasta que desembocó en una avenida muy ancha en la que muy pronto se detuvo ante una gigantesca vidriera al otro lado de la cual una treintena de extrañas cajas cuadradas mostraban una prodigiosa cascada de imágenes en continuo movimiento que le dejaron prácticamente boquiabierto.

Aunque no percibía sonido alguno, distinguía a gente que hablaba, gente que bailaba, gente que mostraba infinidad de productos de consumo, hermosas mujeres provocativamente ligeras de ropa, escenas de guerra y violencia, y tantas cosas diferentes que su mente no se sentía capaz de asimilar tal derroche de mensajes visuales y en cierto modo agresivos absolutamente diferentes los unos de los otros.

Poco después reparó en el a su modo de ver absurdo hecho de que desde la mayor de las cajas, la que se encontraba justo frente a él, un hombre le espiaba con extraña fijeza.

Al observarlo con mayor atención descubrió que aquel hombre era idéntico al que solía mirarle desde el desconchado espejo de su hermana Talila, las pocas veces que se recortaba la barba.

Se aproximó para estudiarle más de cerca y advirtió que el hombre de la caja se aproximaba de igual modo.

Se rascó la nariz desconcertado, y le asombró descubrir que el hombre se la rascaba de igual modo.

Tras unos instantes de perplejidad llegó a la conclusión de que tal vez se trataba de un enorme espejo, puesto que cada vez que hacía un gesto, el desconocido le imitaba.

Trató de sorprenderle, pero no lo consiguió puesto que era tan rápido como él mismo.

Al fin meditó, extrajo el enorme Magnum 44 que había pertenecido a Marlon Kowalsky y le apuntó con él, pero el hombre de la caja había hecho lo mismo, por lo que se quedaron allí el uno frente al otro, apuntándose, pero sin decidirse a disparar.

Tan absorto se encontraba, que no advirtió que al final de la calle había hecho su aparición un policía a bordo de una enorme y sonora Harley Davidson.

Se trataba de un personaje en verdad impresionante, de casi dos metros de altura, ancho de espaldas, manos como mazas, calzado con botas negras y enfundado en un uniforme también negro, con gafas negras, casco blanco y un impresionante pistolón de cachas de nácar pendiente de un cinturón cuajado de balas. Al percatarse de las imágenes de una hermosa muchacha en una de las pantallas de televisión, el motorista detuvo su máquina en el bordillo, se despojó del casco dejando ver su cuadrada mandíbula y su dura expresión de pocos amigos, para complacerse en la refrescante imagen de la chica que correteaba por la playa luciendo un minúsculo traje de baño del que sobresalían dos rotundos pechos.

Al poco, Alí Bahar cayó en la cuenta de que alguien se había colocado a sus espaldas, ligeramente a su derecha y se volvió a mirarle.

Fue entonces cuando el policía reparó por primera vez en quién se encontraba ante él, y que se había vuelto a mirarle.

Alí Bahar le dedicó la más amable de sus sonrisas.

El gigantón le observó desde su enorme altura, y de improviso bizqueó, sufrió un vahído y cayó como fulminado por un rayo, golpeándose la cabeza contra una farola.

El casco rodó por la acera mientras su dueño parecía encontrarse en otro mundo.

Alí Bahar permaneció unos instantes atónito sin saber qué decisión adoptar, pero al advertir que se aproximaban varios transeúntes charlando y riendo animadamente decidió limitarse a saltar sobre el despatarrado cuerpo del policía y alejarse en la noche.

Nadie le prestó una especial atención mientras avanzaba por Charleston Boulevard, ni cuando llegó a Las Vegas Boulevard, lo cual le permitió extasiarse ante la magnificencia de los espectaculares edificios que se abrían a uno y otro lado de la calle, a cuál más alto o más llamativo, hasta el punto de que le resultaba del todo imposible decidir cuál de ellos podría ser la mezquita que estaba buscando.

Luces de colores que a menudo se movían a un ritmo frenético formando figuras de personas o animales, apareciendo y desapareciendo de un minuto al siguiente, anunciaban que en el interior de cada uno de aquellos locales se jugaba a todo lo jugable en este mundo, pero lógicamente Alí Bahar no podía ni imaginar el significado de tales reclamos.

Se sobresaltó cuando a su derecha una especie de enorme volcán evidentemente ficticio explotó arrojando al cielo un chorro de algo que simulaba ser lava y que se desparramó por sus laderas, y a continuación no pudo evitar seguir con la vista y un extraño cosquilleo en la boca del estómago las desnudas piernas de una muchacha en minifalda.

Una señora de aire ausente tropezó con él, le observo con ojos de miope, pareció sorprenderse, como si aquel barbudo rostro le recordara a alguien, pero acabó por encogerse de hombros para penetrar apresuradamente en la sala de juegos más próxima.

Cruzó una ambulancia atronando la calle con su sirena.

Alí Bahar dudó una vez más pero al fin decidió seguir a la señora de aire ausente hasta el interior del alto edificio.

Nadie le impidió el paso, por lo que muy pronto avanzó por entre filas de máquinas tragaperras, incapaz de asimilar lo que estaba viendo, aturdido por el ruido, las voces, la pegadiza musiquilla, los millones de luces, el girar de las ruedas, el tintinear de las monedas y las exclamaciones de alegría o decepción de la masa de jugadores.

En un principio, absortos en sus respectivas máquinas, ninguno de los presentes le prestó la más mínima atención, pero al fin una anciana que se encontraba de espaldas olfateó el aire como un sabueso para exclamar indignada:

—¡Qué peste! ¡Ese hombre no se ha bañado en años!

De inmediato otra anciana teñida de rubio aferró a Alí Bahar por el brazo para obligarle a volverse.

—¡Es cierto! —corroboró furiosamente—. Este hombre apesta y no deberían permitirle la entrada a un...

Pero de improviso enmudeció, dio un paso atrás, se apoyó en la máquina tragaperras que tenía más cerca y tras unos instantes de duda acabó por lanzar un alarido de terror:

—¡Dios santo...! —exclamó—. ¡Que el Señor se apiade de nosotros...!

Lógicamente, Alí Bahar no la entendió, pero sí advirtió cómo poco a poco la mayor parte de los jugadores se volvían a mirarle, por lo que las máquinas dejaron de funcionar y se fue haciendo un tenso silencio.

Un murmullo de espanto recorrió la inmensa sala.

—¡Qué horror...!

—¡No es posible!

—¿De dónde ha salido?

—¡Que alguien avise a la policía!

Cuando el rumor se extendió, tres guardias armados se aproximaron intentando averiguar qué era lo que ocurría, y cuando al poco consiguieron enfrentarse al intruso se diría que se habían quedado de piedra.

Por su parte Alí Bahar se volvió a todos lados y recorrió con la vista los ansiosos rostros, incapaz de comprender por qué razón su persona despertaba semejante interés.

Siguieron momentos de insoportable tensión, puesto que los guardias habían echado mano a sus armas, empuñándolas, aunque sin decidirse a extraerlas de sus fundas, por lo que al percatarse de tan agresiva actitud Alí Bahar decidió extraer del bolsillo de la chilaba su sofisticado teléfono con la evidente intención de pedirle consejo a su experimentado padre.

—¡Lleva una bomba! —exclamó uno de los jugadores que se encontraba más próximo—. Es el detonador de una bomba...

—¡Que el cielo nos ayude! —insistió la devota anciana.

—¡Quietos...! —suplicó uno de los guardias—. ¡Que nadie se mueva...! ¡Y usted, señor...! —añadió dirigiéndose directamente a Alí Bahar—. ¡No apriete el detonador, por favor...! ¡Por favor!

Pero Alí Bahar, que a cada momento que pasaba se sentía más acorralado, observó las manos sobre las culatas de los revólveres, reparó en la hostilidad de las miradas y decidió llevarse el teléfono al oído presionando la tecla que le proporcionaría una inmediata conexión con un anciano y sabio padre que sabría mejor que nadie cómo salir de semejante embrollo.

La mayor parte de los presentes cerraron los ojos y se encogieron sobre sí mismos temiendo lo peor, pero lo que sucedió a continuación resultó imprevisible puesto que en lugar de producirse una destructiva explosión, el teléfono envió una orden a un satélite de la NASA, éste la devolvió multiplicada, inhibió las señales de radió en cien metros a la redonda, y al instante todas las máquinas tragaperras comenzaron a aullar y brillar anunciando que se había acertado el premio mayor al tiempo que escupían monedas en auténtica catarata.

Tras un primer momento de desconcierto todos los presentes, incluidos los guardias, se lanzaron a recoger el dinero, rodando por el suelo y peleándose en una algarabía y una confusión que asustaron aún más al pobre Alí Bahar, que decidió aprovechar que los ansiosos jugadores se habían desentendido de él, para salir a la calle aunque para ello tuviera que pasar sobre docenas de cuerpos que se entremezclaban gritando y peleándose en confuso revoltijo.

Uno de los guardias disparó al aire ordenándole que se detuviera, por lo que se limitó a remangarse la chilaba y salir corriendo hasta perderse de vista en la noche.

Poco más de media hora más tarde, en la lejana ciudad de Washington, Philip Morrison, un hombre que vivía eternamente malhumorado pese a ocupar un inmenso y lujoso despacho repleto de fotografías en las que se le veía en compañía de mandatarios de los más variopintos países, y que sostenía entre los labios un cigarrillo apagado mientras repasaba con gesto aburrido un grueso fajo de documentos, alzó la cabeza molesto cuando advirtió que golpeaban discretamente a la puerta.

Rápidamente ocultó el cigarrillo en el bolsillo superior de su camisa, y casi de inmediato hizo su entrada Helen Straford, una madura secretaria de voz aguardentosa y gesto adusto.

—Perdone que le moleste, señor —dijo—. Pero lamento comunicarle que acaban de llegar malas noticias.

—Raro sería lo contrario —replicó su jefe en tono de reconvención—. Hace años que no atraviesa usted esa puerta con una buena noticia.

—No es culpa mía.

—Si lo fuera ya la habría despedido. Empiece por la menos mala para que pueda ir haciendo boca.

—La menos mala es que los agentes Nick Montana y Marlon Kowalsky han desaparecido.

—A mi modo de ver ésa se convertiría en una magnífica noticia con tal de que ese par de imbéciles desaparecieran para siempre —fue la desagradable pero evidentemente sincera respuesta—. Pero por desgracia no caerá esa breva... ¿Qué les ha sucedido?

—No lo sabemos exactamente, pero su avión se ha perdido.

—¿Qué pretende decir con eso de que «se ha perdido»? Un Hércules no se pierde como si fuera un paraguas. Se supone que tiene que estar en continuo contacto con nuestra torre de control.

—Se supone, pero no lo está. Volaba sobre el desierto de Nevada cuando súbitamente desapareció todo contacto por radio aunque no se sabe que se haya producido ningún accidente por las proximidades.

—¡De acuerdo! —admitió su interlocutor—. De momento hemos perdido un avión especialmente preparado para servicios muy especiales incluida toda su tripulación y a dos de nuestros agentes supuestamente especiales. ¿Qué más?

—Que al parecer alguien está utilizando los teléfonos que pertenecían a Montana y Kowalsky. Se dedican a enviar una gran cantidad de mensajes en un idioma incompresible o una clave secreta que nuestros expertos se sienten incapaces de descifrar.

—¿No podemos descifrarla pese a disponer de más de tres mil traductores oficiales y docenas de expertos en descifrar claves? —se escandalizó Philip Morrison.

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