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Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

Alicia ANOTADA (14 page)

BOOK: Alicia ANOTADA
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—Se limpian con betún. Creo.

—Pues bajo el mar —prosiguió el Grifo con voz profunda—, las botas y los zapatos se limpian con pescadilla. Ahora ya lo sabes.

—¿Y de qué están hechos? —preguntó Alicia con gran curiosidad.

—De sollos y cazones, naturalmente —replicó el Grifo, algo irritado—; cualquier gamba habría sabido decírtelo.

—Yo en lugar de la Pescadilla —dijo Alicia, cuyos pensamientos aún estaban en la canción—, le habría dicho al delfín: «¡Vete, por favor! ¡No te queremos con nosotros!».

—No tienen más remedio que llevarlo con ellos —dijo la Falsa Tortuga—. Ningún pez prudente anda por ahí sin un delfín.

—¿Es verdad eso? —dijo Alicia con tono de gran sorpresa.

—Pues claro —dijo la Falsa Tortuga—. Si me viniese un pez y me dijese que iba a hacer un viaje, le preguntaría: «¿Con qué Delfín?».

—¿No querrás decir «con qué fin»? —dijo Alicia.

—Yo quiero decir lo que digo —replicó la Falsa Tortuga en tono ofendido. Y el Grifo añadió:

—Venga, oigamos alguna de tus aventuras.

—Podría contaros mis aventuras… empezando por esta mañana —dijo Alicia con cierta timidez—; no vale la pena retroceder hasta ayer, porque entonces era yo una persona muy distinta.

—Explícanos todo eso —dijo la Falsa Tortuga.

—¡No, no! Las aventuras primero —dijo el Grifo impaciente—; las explicaciones son horriblemente largas.

Así que Alicia empezó a contarles sus aventuras desde el momento en que vio al Conejo Blanco por primera vez. Al principio, la ponía un poco nerviosa tener a los dos animales tan pegados, uno a cada lado, con los ojos y la boca
muy
abiertos; aunque fue cobrando valor, a medida que avanzaba. Sus oyentes se estuvieron completamente callados, hasta que llegó al momento en que tuvo que recitarle «
Eres viejo, Padre William
» a la Oruga, y le salieron las palabras completamente diferentes; entonces la Falsa Tortuga aspiró profundamente y dijo:

—¡Es curiosísimo!

—Tan curioso que no puede serlo más —dijo el Grifo.

—¡Y le salían todas diferentes! —repitió pensativa la Falsa Tortuga—. Me gustaría que probara a recitar algo ahora. Dile que empiece —miró al Grifo como si considerase que éste tenía alguna autoridad sobre Alicia.

—Levántate y recita: «
Es la voz del holgazán
» —dijo el Grifo.

«¡Qué manera de mandar y de hacerle a una repetir lecciones tienen estos bichos!», pensó Alicia. «¡Igual que si estuviese en el colegio!». Sin embargo, se levantó y empezó a recitarla; pero tenía la cabeza tan puesta en la Contradanza de los Bogavantes, que apenas sabía lo que decía; en efecto, le salió una letra muy rara
[6]
:

«Es la voz del Bogavante; le oí que declaraba:

"Muy moreno me has tostado, tendré que endulzarme el pelo".

Como el pato con sus párpados, así él, con su nariz,

se ajusta el cinturón y los botones, y tuerce las puntas de los pies.

Cuando se secan las arenas, disfruta como un Lirón,

y habla con desprecio del Tiburón;

pero cuando sube la marea, y el Tiburón merodea,

su voz se vuelve un tímido, un tembloroso son.»

—Es muy diferente de como solía recitarla yo, cuando era niño —dijo el Grifo.

—Vaya;
yo
nunca la había oído —dijo la Falsa Tortuga—; pero parece una solemne tontería.

Alicia no dijo nada; se había sentado con la cara entre las manos, preguntándose si
alguna
vez volverían a suceder las cosas de manera natural.

—Quisiera que la explicases —dijo la Falsa Tortuga.

—No la puede explicar —se apresuró a decir el Grifo—. Continúa con la siguiente estrofa.

—Pero, ¿y lo de las puntas de los pies? —insistió la Falsa Tortuga—. ¿Cómo
podía
torcerlas con la nariz?

—Es la posición inicial en el baile —dijo Alicia; pero estaba terriblemente asombrada por todo aquello, y deseando cambiar de conversación.

—Continúa con la siguiente estrofa —repitió el Grifo—, la que empieza: «
Al pasar por su jardín
».

Alicia no se atrevió a desobedecer, aunque estaba convencida de que le saldría todo mal; y prosiguió con voz temblorosa:

«Al pasar por su jardín, pude observar de reojo

cómo el Búho y la Pantera se repartían un pastel:

para la Pantera la miga, la salsa y lo de dentro;

en cuanto al Búho, la fuente fue su parte en el banquete.

Terminado el pastel, al Búho, como favor,

se le permitió quedarse con la cuchara;

mientras la Pantera cogía gruñendo el cuchillo y el tenedor;

y el banquete concluyó…»
[7]

—¿De qué sirve recitar todo eso —interrumpió la Falsa Tortuga—, si no lo vas explicando al mismo tiempo? Es lo más confuso que
he
oído en mi vida.

—Sí, creo que es mejor que lo dejes —dijo el Grifo; y Alicia lo dejó encantadísima.

—¿Probamos a bailar otra figura de la Contradanza de los Bogavantes? —dijo a continuación el Grifo—. ¿O prefieres que la Falsa Tortuga cante otra canción?

—¡Oh, prefiero la canción, por favor!, si a la Falsa Tortuga no le importa —replicó Alicia, con tanta ansiedad que el Grifo dijo en tono algo ofendido:

—¡Hum! ¡Sobre gustos no hay nada escrito! Anda, cántale «
Sopa de Tortuga
», ¿eh, muchacha?

La Falsa Tortuga suspiró hondamente, y empezó a cantar con la voz ahogada por los sollozos
[8]
:

«¡Hermosa Sopa, rica y verde;

que esperas en la sopera caliente!

¿Quién ante su exquisitez no se rinde?

¡Sopa de la noche, hermosa Sopa!

¡Sopa de la noche, hermosa Sopa!

¡Hermo… oosa Soo… oopa!

¡Hermo… oosa Soo… oopa!

¡Soo… oopa de la noo… oo… oche,

hermosa, hermosa Sopa!»

«¡Hermosa Sopa! ¿Quién apetece el pescado,

la caza o cualquiera bocado?

¿Quién no lo daría todo por dos

peniques de Hermosa Sopa?

¿Por dos peniques de Hermosa Sopa?

¡Hermo… oosa Soo… oopa!

¡Hermo… oosa Soo… oopa!

Soo… oopa de la noo… oo… oche,

¡Hermosa, hermo… SA SOPA!»

—¡Repite el estribillo! —exclamó el Grifo.

Pero no había hecho más que empezar la Falsa Tortuga, cuando se oyó a lo lejos el grito de: «¡Está empezando el juicio!».

—¡Vamos! —exclamó el Grifo; y cogiendo a Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar a que acabara la canción.

—¿De qué juicio se trata? —jadeó Alicia mientras corría; pero el Grifo se limitó a repetir:

—¡Vamos!

Y corrió más deprisa aún, mientras oían cada vez más débiles, arrastradas por la brisa que soplaba en la misma dirección que ellos, las melancólicas palabras:

«Soo… oopa de la noo… oo… oche,

¡Hermosa, Hermosa Sopa!»

CAPÍTULO XI

¿Quién robó las tartas?

Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en su trono, con una gran multitud congregada a su alrededor: toda clase de pajarillos y bestezuelas, así como un mazo entero de cartas; la Jota estaba de pie delante de ellos, encadenada, con un soldado a cada lado custodiándola; y junto al Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano, y un rollo de pergamino en la otra. En el centro mismo de la sala había una mesa, y encima de ella una gran fuente con tartas: tenían tan buena pinta, que a Alicia le entró hambre sólo de verlas: ¡«Ojalá terminen el juicio», pensó, «y pasen al refrigerio»! Pero parecía que no había posibilidad de que ocurriese tal cosa; así que empezó a mirar a su alrededor para pasar el rato.

Alicia no había estado nunca en un tribunal de justicia, pero había leído cosas sobre ellos en los libros, y se sintió contenta al comprobar que se sabía el nombre de casi todo lo que había allí: «Ése es el Juez —se dijo—, según se ve por su enorme peluca».

El Juez, dicho sea de paso, era el Rey: y como llevaba la corona encima de la peluca (mirad el frontispicio si queréis saber cómo la llevaba) no parecía estar nada cómodo, ni desde luego le sentaba bien.

«Eso debe de ser la tribuna del jurado», pensó Alicia; «y esos bichos» (no tenía más remedio que llamarlos bichos, porque unos eran bestezuelas y otros eran pájaros), «supongo que son los miembros del jurado». Este último término se lo repitió a sí misma dos o tres veces, orgullosa, porque pensaba, y con razón, que muy pocas niñas de su edad sabían lo que significaba. Sin embargo, podía haber dicho simplemente «jurados».

Los doce miembros del jurado escribían afanosamente en sus pizarras. «¿Qué hacen? —susurró Alicia al Grifo—. No pueden escribir nada mientras no empiece el juicio».

—Están escribiendo sus nombres —contestó el Grifo en voz baja—, por temor a que se les olviden antes de terminar el juicio.

—¡Qué estúpidos! —empezó Alicia en voz alta, indignada; pero se calló apresuradamente, porque el Conejo Blanco gritó: «¡Silencio en la sala!», y el Rey se puso los lentes y miró ansiosamente por el recinto para averiguar quién estaba hablando.

Alicia pudo ver, como si mirase por encima del hombro de todos ellos, que los miembros del jurado escribían: «¡Qué estúpidos!» en sus pizarras; incluso descubrió que uno de ellos no sabía escribir la palabra «estúpidos», y había tenido que pedirle a su vecino que se la deletreara. «Vaya embrollo van a tener en sus pizarras antes de que termine el juicio!», pensó Alicia.

Uno de los jurados tenía un pizarrín que chirriaba. Naturalmente, esto Alicia
no
lo podía soportar; así que dio la vuelta a la sala, se colocó detrás de él, y no tardó en encontrar ocasión de quitárselo. Lo hizo con tanta habilidad que el pobre jurado (era Bill, el Lagarto) no se enteró de qué había pasado con su pizarrín; así que después de buscarlo alrededor suyo, no tuvo más remedio que seguir escribiendo con el dedo durante el resto del día; lo que servía de bien poco, ya que no dejaba señal alguna en la pizarra.

—¡Heraldo, lee la acusación! —dijo el Rey.

A lo que el Conejo Blanco dio tres trompetazos, desenrolló después el pergamino, y leyó lo siguiente
[1]
:

«La Reina de Corazones hizo unas tartas,

un buen día de verano;

la Jota de Corazones ha cogido esas tartas,

¡sin más se las ha llevado!»

—Considerad vuestro veredicto —dijo el Rey al jurado.

—¡Todavía no, todavía no! —interrumpió apresuradamente el Conejo—. ¡Aún falta mucho para eso!

—Llama al primer testigo —dijo el Rey, y el Conejo Blanco tocó la trompeta tres veces, y llamó: «¡Primer testigo!».

El primer testigo era el Sombrerero. Entró con una taza de té en una mano y una rebanada de pan con mantequilla en la otra. «Os ruego que me perdonéis, Majestad —empezó—, por traer estas cosas; pero aún no me había terminado el té cuando me han llamado».

—Debías habértelo terminado —dijo el Rey—. ¿Cuándo lo empezaste a tomar?

El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo que había entrado tras él en la sala, cogida del brazo del Lirón. «El catorce de marzo, creo que fue», dijo.

—El quince —dijo la Liebre de Marzo.

—El dieciséis —dijo el Lirón.

—Anotad eso —dijo el Rey a los jurados; y éstos escribieron afanosamente las tres fechas en sus pizarras; luego las sumaron, y redujeron el resultado a chelines y peniques.

—Quítate tu sombrero —dijo el Rey al Sombrerero.

—No es mío —dijo el Sombrerero.


¡Lo has robado!
—exclamó el Rey, volviéndose hacia los jurados, los cuales tomaron instantáneamente buena nota de esto.

—Los llevo para venderlos —añadió el Sombrerero como explicación—. No tengo ninguno de mi propiedad. Soy sombrerero.

Aquí la Reina se puso los lentes, y empezó a mirar con severidad al Sombrerero, que se puso pálido y nervioso.

—Haz tu declaración —dijo el Rey—, y no te pongas nervioso, o te mando ejecutar sin más.

Esto no pareció animar al testigo ni mucho menos: siguió basculando sobre un pie y sobre otro, mirando con desasosiego a la Reina; y en su confusión, arrancó de un bocado un gran trozo de taza, en vez de morder la rebanada de pan con mantequilla.

En ese preciso momento Alicia tuvo una sensación muy extraña que la dejó perpleja, hasta que averiguó qué era: estaba empezando otra vez a aumentar de tamaño; al principio pensó levantarse y abandonar la sala, pero luego cambió de parecer y decidió seguir donde estaba mientras cupiese.

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