Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—¡Vamos a verle! —gritaron los dos hermanos; y cada uno le cogió una mano a Alicia, y la llevaron adonde estaba durmiendo el Rey.
—¿No es una visión
encantadora
? —dijo Patachunta.
Alicia no pudo decir sinceramente que lo fuera. Tenía puesto un largo gorro de dormir de color rojo con una borla, y estaba en el suelo, encogido, como una especie de bulto desordenado; y soltaba unos ronquidos sonoros… «¡capaces de hacerle saltar la cabeza!», según comentó Patachunta.
—Me temo que se va a resfriar, tumbado ahí en la yerba húmeda —dijo Alicia, que era una niña muy precavida.
—Ahora está soñando —dijo Patachún—; ¿Con quién dirías tú que está soñando?
—Eso no se puede saber —dijo Alicia.
—¡Pues
contigo
! —exclamó Patachún palmoteando triunfalmente—. Si dejase de soñar contigo, ¿dónde crees que estarías tú?
—Donde estoy ahora, naturalmente —dijo Alicia.
—¡Ni mucho menos! —replicó Patachún con desprecio—. No estarías en ninguna parte. ¡Vamos, tú no eres más que un objeto soñado por él!
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—Si ese Rey se despertase —añadió Patachunta—, ¡paf!, te apagarías como una vela.
—¡No me apagaría! —exclamó Alicia indignada—. ¡Además, si
soy
un objeto soñado por él, me gustaría saber qué sois
vosotros
!
—Idem —dijo Patachunta.
—¡Idem de idem! —exclamó Patachún.
Lo gritó tan fuerte, que Alicia no pudo por menos de decirle:
—¡Chitón!; le vas a despertar, si armas tanto alboroto.
—¡Bah!, es inútil que hables de despertarle —dijo Patachún—, cuando no eres más que uno de los objetos soñados por él. Sabes muy bien que no eres real.
—¡Sí
soy
real! —dijo Alicia, y se echó a llorar.
—No te vas a hacer ni una pizca más real por llorar —comentó Patachún—; no hay ninguna razón para llorar.
—Si yo no fuese real —dijo Alicia, casi riendo en medio de las lágrimas, dado que todo aquello le parecía de lo más ridículo—, no me sería posible llorar.
—Supongo que no creerás que esas lágrimas son
reales
, ¿verdad? —intervino Patachunta con tono de enorme desprecio.
«Sé que estáis diciendo tonterías», pensó Alicia para sí: «y es una estupidez llorar por eso». Así que se enjugó las lágrimas, y prosiguió, lo más animadamente que pudo: «De todos modos, será mejor que salga del bosque, porque la verdad es que se está poniendo muy oscuro. ¿Creéis que va a llover?
Patachunta abrió un enorme paraguas por encima de él y de su hermano y, mirando hacia arriba desde allí, dijo: «No, no creo que llueva; al menos
aquí
debajo. Ni mucho menos».
—Pero, ¿lloverá
fuera
?
—Puede ser… si le da por ahí —dijo Patachún—: por nosotros, no hay inconveniente. Al revés.
«¡Qué seres más egoístas!», pensó Alicia; y estaba a punto de decirles «¡Buenas tardes!» y dejarles, cuando de repente salió Patachunta de debajo del paraguas, y la agarró por la muñeca.
—¡Mira eso! —dijo con una voz ahogada por la indignación, mientras los ojos se le dilataban y se le ponían súbitamente amarillos, al tiempo que señalaba con dedo tembloroso un pequeño objeto blanco que había debajo del árbol.
—No es más que un cascabel —dijo Alicia tras observar atentamente el blanco objeto—. O sea, no es
una
cascabel —se apresuró a añadir, creyendo que estaba asustado—; sino sólo un cascabel… completamente viejo y roto.
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—¡Lo sabía! —gritó Patachunta, poniéndose a patalear frenéticamente y a mesarse los cabellos—. ¡Está roto, por supuesto! —y miró a Patachún, quien inmediatamente se sentó en el suelo, y trató de ocultarse debajo del paraguas.
Alicia posó una mano sobre su brazo, y le dijo en tono conciliador: «No debes enfadarte tanto por un viejo cascabel».
—¡
No
es viejo! —gritó Patachunta, más furioso aún—. Es nuevo, nuevo; lo compré ayer… ¡mi precioso CASCABEL NUEVO! —y su voz se elevó hasta convertirse en un grito.
A todo esto, Patachún trataba de plegar el paraguas lo mejor posible consigo dentro, lo que era un empeño tan extraordinario, que desviaba por completo la atención de Alicia del irritado hermano. Pero no lo consiguió del todo, y terminó rodando envuelto en el paraguas, asomando tan sólo la cabeza; y allí se quedó, abriendo y cerrando la boca y sus grandes ojazos, «con pinta más de pez que de otra cosa», pensó Alicia.
—Como es natural, estarás de acuerdo en que tengamos un duelo. ¿No? —dijo Patachunta en tono más calmado.
—Claro que sí —replicó el otro de mal talante, saliendo a rastras de debajo del paraguas—; pero
ella
tiene que ayudarnos a vestirnos.
Así que los dos hermanos se metieron en el bosque cogidos de la mano, y regresaron un minuto después con los brazos cargados de objetos: colleras, mantas, alfombrillas, manteles, tapaderas y cubos del carbón.
—Espero que tengas buena mano para atar y prender alfileres —comentó Patachunta—. Tenemos que ponernos todas estas cosas como sea.
Alicia contó más tarde que en la vida había visto armar tanto jaleo por tan poca cosa: afanándose de aquí para allá, poniéndose toda aquella cantidad de chirimbolos, y cargándola a ella con la molestia de atarles cordeles y abrocharles botones… «¡La verdad es que van a parecer más dos bultos de ropa vieja que otra cosa, cuando estén preparados!», se dijo para sus adentros, mientras le colocaba una collera a Patachunta «para evitar que le cortaran la cabeza», como dijo él.
—Como sabes —añadió éste muy serio—, es una de las cosas más graves que le pueden ocurrir a uno en un combate… eso de que le corten la cabeza.
Alicia se echó a reír; pero consiguió hacer que su risa pareciese un acceso de tos, por temor a herir sus sentimientos.
—¿Estoy muy pálido? —dijo Patachunta, acercándose para que le atara el yelmo (él lo
llamaba
yelmo, aunque la verdad es que parecía mucho más un cazo).
—Bueno… sí… un
poco
—replicó Alicia con amabilidad.
—Por lo general, soy muy valeroso —prosiguió él en voz baja—; pero hoy precisamente me duele la cabeza.
—¡Y yo tengo dolor de muelas! —dijo Patachún, que había oído el comentario—. ¡Estoy muchísimo peor que tú!
—Entonces será mejor que no luchéis hoy —dijo Alicia, juzgando que era una buena ocasión para que hiciesen las paces.
—
Tenemos
que luchar un poco, aunque no me importaría que fuese un rato nada más —dijo Patachunta—. ¿Qué hora es?
Patachún consultó su reloj, y dijo: «Las cuatro y media».
—Luchemos hasta las seis; luego nos iremos a cenar —dijo Patachunta.
—Muy bien —dijo el otro algo triste—;
ella
que se quede a vernos…, pero no te pongas muy cerca —añadió—; por lo general, le doy a todo lo que veo… cuando me acaloro.
—¡Y
yo
, a todo lo que se pone a mi alcance —exclamó Patachunta—, tanto si lo veo como si no!
Alicia se echó a reír. «Pues le habréis tenido que dar a los
árboles
bastante a menudo, me parece», dijo.
Patachunta miró en torno suyo con sonrisa complacida.
—¡No creo que quede un solo árbol en pie a nuestro alrededor —dijo—, cuando hayamos terminado!
—¡Y todo por un cascabel! —dijo Alicia, todavía con la esperanza de que se sintieran un
poco
avergonzados de luchar por semejante pequeñez.
—No me habría importado tanto —dijo Patachunta— si no hubiese sido nuevo.
«¡Ojalá viniera el cuervo monstruoso!», pensó Alicia.
—Sólo hay una espada —dijo Patachunta a su hermano—: aunque
tú
puedes usar el paraguas…, es bastante puntiagudo. Pero debemos empezar en seguida. Está oscureciendo a toda prisa.
—Y más aún —dijo Patachún.
Estaba oscureciendo tan repentinamente que Alicia pensó que se avecinaba una tormenta. «¡Qué nubarrón más negro!», dijo. «¡Y qué deprisa llega! ¡Vaya, si me parece que tiene alas!»
—¡Es el cuervo! —exclamó Patachunta con voz chillona y alarmada; y los dos hermanos pusieron pies en polvorosa, y desaparecieron en un santiamén.
Alicia corrió hacia el bosque, y se detuvo debajo de un gran árbol. «
Aquí
no me podrá coger», pensó: «es demasiado grande para poder meterse entre los árboles. ¡Pero ojalá no diera esos aletazos…!; ahí va un chal que le ha arrebatado a alguien!».
Lana y Agua
Cogió el chal mientras hablaba, y buscó con la mirada a su propietaria: un instante después apareció la Reina Blanca corriendo alocadamente por el bosque, con los brazos abiertos, como si volara
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; y Alicia, muy cortésmente, fue a su encuentro con el chal.
—Me alegro muchísimo de haber pasado por aquí —dijo Alicia, mientras la ayudaba a ponérselo otra vez.
La Reina Blanca se limitó a mirarla con expresión de desamparo y temor, y siguió repitiendo en voz baja, para sí misma, algo así como: «Pan-con-mantequilla, pan-con-mantequilla»; y Alicia comprendió que si quería trabar conversación, tenía que ser ella quien la iniciara. Así que empezó con cierta timidez: «¿Es a la Reina Blanca a quien tengo el honor de abordar?».
—Pues sí, si llamas a esto «abordar» —dijo la Reina—. Aunque no es ésa en absoluto la idea que tengo yo de la cuestión.
Alicia pensó que no convenía ponerse a discutir desde el principio mismo de la conversación, así que sonrió y dijo: «Si vuestra Majestad se digna a decirme la forma correcta de empezar, lo haré lo mejor que pueda».
—¡Pero es que precisamente no quiero que lo hagas! —gimió la pobre Reina—. Acabo de pasarme dos horas poniéndome alfileres…
Habría sido mucho mejor, según le pareció a Alicia, haber tenido a alguien que se los pusiese, ya que iba horriblemente desarreglada. «Todo lo lleva mal puesto», pensó Alicia para sí, «¡y va plagada de alfileres…! ¿Puedo poneros bien el chal?», añadió en voz alta.
—¡No sé qué le pasa! —dijo la Reina, con voz triste—. Me parece que está de mal humor. Lo he prendido aquí, lo he prendido allá, ¡pero no hay manera de contentarlo!
—No
puede
quedar bien si lo prendéis todo de un lado —dijo Alicia, mientras se lo colocaba bien—; ¡y válgame Dios, cómo lleváis el pelo!
—¡Se me ha quedado el cepillo enredado en él! —dijo la Reina con un suspiro—. Y perdí el peine ayer.
Alicia le desenredó cuidadosamente el cepillo, y trató de arreglarle el pelo lo mejor posible. «¡Bueno, ahora tenéis bastante mejor aspecto!», dijo, tras cambiarle de sitio la mayoría de los alfileres. «¡Pero la verdad es que deberíais tener doncella!»