Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—¡Qué rabia! —exclamó—. ¡Jamás había visto una casa que se interpusiese tanto en el camino! ¡Jamás!
Sin embargo, la colina estaba completamente a la vista, de manera que lo único que se podía hacer era volver a empezar. Esta vez llegó a un gran macizo de flores, con una bordura de margaritas, y un sauce en medio.
—¡Oh Azucena Atigrada!
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—dijo Alicia, dirigiéndose a una que se cimbreaba graciosamente con el viento— ¡Cómo me
gustaría
que pudieses hablar!
—Nosotras
podemos
hablar —dijo la Azucena Atigrada—, cuando hay alguien con quien vale la pena.
Alicia se quedó tan estupefacta que durante un minuto no pudo pronunciar palabra: parecía como si se hubiese quedado sin respiración. Por último, mientras la Azucena Atigrada seguía balanceándose, Alicia volvió a hablar, y preguntó con voz tímida… casi en un susurro: «¿Y pueden hablar
todas
las flores?».
—Igual que
tú
—dijo la Azucena Atigrada—. Y mucho más fuerte.
—No está bien que hablemos primero nosotras —dijo la Rosa—; y la verdad es que me estaba preguntando cuándo empezarías tú. Me decía: «Tiene un
poco
cara de juiciosa; ¡aunque no se la ve muy lista!». Sin embargo, tienes el color adecuado, y eso ya es mucho.
—A mí me da igual el color —comentó la Azucena Atigrada—. Si se le curvasen los pétalos un poco más hacia arriba, sería perfecta.
No le gustó a Alicia que se pusiesen a criticarla, así que empezó a hacer preguntas:
—¿No os da miedo a veces estar plantadas aquí fuera, sin nadie que cuide de vosotras?
—Tenemos el árbol de en medio —dijo la Rosa—. ¿Para qué sirve, si no?
—Pero, ¿qué haría él, si surgiese algún peligro? —preguntó Alicia.
—Podría llorar —dijo la Rosa.
—Gritaría: «¡Ay, ay!» —exclamó una Margarita—. ¡Por algo se llama llorón!
—¿No sabías tú todo
eso
? —exclamó otra Margarita. Y aquí empezaron a alborotar todas a la vez, hasta que el aire se pobló de vocecitas escandalosas. «¡Silencio todas!», exclamó la Azucena Atigrada, agitándose enfadada de un lado a otro, y temblando de excitación. «¡Saben que no puedo alcanzarlas!», jadeó, inclinando su cabeza temblorosa hacia Alicia; «¡de lo contrario, no se atreverían a gritar!»
—¡Ahora verás! —dijo Alicia en tono tranquilizador; e inclinándose hacia las margaritas, que en ese momento empezaban otra vez, susurró—: ¡Si no os calláis, os arrancaré!
Instantáneamente se hizo el silencio, y varias margaritas de color rosa se volvieron blancas.
—¡Bien dicho! —dijo la Azucena Atigrada—. Las margaritas son las peores. Cuando una quiere decir algo, se ponen todas a la vez; ¡es como para secarse, la algarabía que arman!
—¿Cómo es que habláis todas tan bien? —dijo Alicia, esperando aplacarle el mal genio con un cumplido—; he estado en muchos jardines, pero ninguna de las flores podía hablar.
—Baja la mano y toca la tierra —dijo la Azucena Atigrada—. Entonces sabrás por qué.
Alicia obedeció. «Está muy dura», dijo; «pero no comprendo qué tiene eso que ver».
—En la mayoría de los jardines —dijo la Azucena Atigrada—, preparan lechos demasiados mullidos… de manera que las flores están siempre dormidas.
Parecía una buena razón, y Alicia se alegró de saberlo.
—¡Nunca lo habría pensado! —dijo.
—Me parece que tú nunca piensas
nada
—dijo la Rosa en tono bastante severo.
—En la vida he visto a nadie más estúpido —dijo una Violeta
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, tan de sopetón, que Alicia dio un respingo, ya que no había hablado antes.
—¡Calla la boca! —gritó la Azucena Atigrada—. ¡Cómo si hubieses visto a nadie alguna vez! ¡Te pasas la vida con la cabeza metida entre las hojas, roncando, y te enteras de lo que ocurre en el mundo tanto como un capullo!
—¿Hay más personas en el jardín, aparte de mí? —dijo Alicia, prefiriendo ignorar el último comentario de la Rosa.
—Hay otra flor en el jardín que puede andar por ahí, como tú —dijo la Rosa—. Me pregunto cómo lo hacéis… («Tú siempre preguntándote», dijo la Azucena Atigrada)—; es más frondosa que tú.
—¿Es cómo yo? —preguntó Alicia interesada, ya que le cruzó por el pensamiento la idea: «¡Hay otra niña en algún lugar del jardín!».
—Bueno, tiene la forma lacia como tú —dijo la Rosa—; pero es más roja… y con los pétalos más cortos, creo.
—Los tiene para arriba como una dalia —dijo la Azucena Atigrada—; no caídos como tú.
—Pero no es culpa
tuya
—añadió la Rosa con amabilidad—. Estás empezando a marchitarte, y en esa situación, una no puede evitar que se le desordenen un poco los pétalos.
A Alicia no le hizo ninguna gracia esta idea; así que para cambiar de conversación, preguntó: «¿Suele venir por aquí?».
—Puede que no tardes en verla —dijo la Rosa—. Es de las que tienen nueve puntas.
—¿Dónde las tiene? —preguntó Alicia con cierta curiosidad.
—Pues alrededor de la cabeza, por supuesto —replicó la Rosa—. A mí me ha extrañado que no las tuvieras
tú
también. Yo creía que era lo normal.
—¡Ahí viene! —exclamó la Espuela de Caballero—. Oigo sus pasos: bum, bum, por el paseo de grava.
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Alicia se volvió ansiosa a mirar, y descubrió que era la Reina Roja.
—¡Ha crecido una barbaridad! —fue su primer comentario. Y así era, en efecto: la primera vez que la vio Alicia en la ceniza medía sólo tres pulgadas… ¡en cambio, ahora, le sacaba media cabeza a la propia Alicia!
—Es lo que hace el aire libre —dijo la Rosa: el aire maravillosamente agradable que tenemos aquí.
—Creo que voy a salirle al encuentro —dijo Alicia; pues aunque las flores eran bastante interesantes, le pareció que sería muchísimo más distinguido trabar conversación con toda una Reina.
—No podrás —dijo la Rosa—:
yo
te aconsejaría que fueses en sentido contrario.
Esto le pareció a Alicia una tontería; de modo que no dijo nada, pero salió inmediatamente al encuentro de la Reina Roja. Para su sorpresa, un momento después la había perdido de vista, y descubrió que ella misma estaba entrando de nuevo por la puerta.
Retrocedió un poco irritada, y después de buscar con la mirada a la Reina (a la que divisó finalmente a lo lejos), decidió probar esta vez a caminar en dirección contraria.
El resultado fue magnífico.
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Todavía no llevaba andando un minuto, cuando se encontró cara a cara con la Reina Roja y frente a la colina, a la que hacía tanto rato que trataba de llegar.
—¿De dónde vienes? —dijo la Reina Roja—. ¿Y adónde vas? Levanta los ojos, habla con discreción y deja de jugar ya con los dedos.
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Alicia cumplió todas estas instrucciones, y explicó lo mejor que pudo que se había extraviado en su camino.
—No sé qué quieres decir con eso de tu camino —dijo la Reina—; todos los caminos que hay aquí son
míos
… Pero ¿por qué has venido? —añadió en tono más amable—. Haz una reverencia mientras piensas lo que vas a decir. Ahorra tiempo.
A Alicia le asombraron un poco estas palabras; pero le tenía demasiado temor a la Reina para ponerlas en duda. «Lo probaré en casa», pensó, «la próxima vez que llegue un poco tarde a cenar».
—Ya es hora de que contestes —dijo la Reina, consultando su reloj—: abre la boca
algo
más cuando hables, y di siempre: «Majestad».
—Sólo quería ver cómo era el jardín, Majestad…
—¡Así me gusta! —dijo la Reina, dándole unas palmaditas en la cabeza, lo que a Alicia no le hizo ninguna gracia—; aunque, cuando dices «jardín»… Yo
he
visto jardines, al lado de los cuales, éste sería un desierto.
Alicia no se atrevió a rebatir esta opinión, y prosiguió: «… Y se me ha ocurrido intentar subir a lo alto de aquella colina…».
—Aunque dices «colina» —interrumpió la Reina—,
yo
podría enseñarte colinas al lado de las cuales a ésta la llamarías valle.
—No, no lo haría —dijo Alicia, sorprendida de encontrarse contradiciéndola al fin—; porque una colina
no
puede ser un valle. Sería un sinsentido…
La Reina Roja movió negativamente la cabeza.
—Llámalo «sin sentido» si quieres —dijo—; pero
yo
he oído sin sentidos al lado de los cuales éste tiene tanto sentido como un diccionario.
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Alicia hizo otra reverencia, temerosa, ante el tono de la Reina, de que estuviera un
poco
ofendida; y siguieron andando en silencio hasta que llegaron a lo alto de la pequeña colina.
Durante unos minutos, Alicia permaneció callada, contemplando el campo en todas direcciones: era un campo de lo más singular. Tenía numerosos arroyuelos que lo recorrían de parte a parte en línea recta, y el terreno que quedaba entre uno y otro estaba dividido en cuadros mediante pequeños setos verdes, que iban de un arroyo a otro.
—¡Vaya, está trazado exactamente como un gran tablero de ajedrez! —dijo Alicia por fin—. Debería haber hombres deambulando por él… ¡y los hay! —añadió en tono entusiasmado, y el corazón empezó a latirle violentamente de emoción, mientras proseguía—: Están jugando una inmensa partida de ajedrez que abarca todo el mundo
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, si es que esto
es
el mundo. ¡Ah, qué divertido! ¡Cómo me
gustaría
ser uno de ellos! No me importaría ser Peón, con tal de poder jugar… aunque naturalmente, me gustaría más ser Reina.
Miró con cierta timidez a la verdadera Reina al decir esto; pero su compañera se limitó a sonreír complacida, y dijo: «Eso se puede arreglar fácilmente. Puedes ser el Peón de Reina Blanca, si quieres; ya que Lily
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es demasiado pequeña para jugar; y para empezar, estás en la Segunda Casilla; cuando llegues a la Octava Casilla te convertirás en Reina…». En ese momento, sin saber cómo, echaron a correr.
Alicia nunca ha podido entender, al pensar después en ello, cómo empezaron; todo lo que recuerda es que corrían cogidas de la mano, y que la Reina iba tan deprisa que ella tenía que correr con todas sus fuerzas para no quedarse atrás; sin embargo, la Reina seguía gritando: «¡Más deprisa! ¡Más deprisa!»; pero Alicia veía que
no podía
correr más, aunque estaba sin aliento y no podía decírselo.
Lo más curioso de todo era que los árboles y las cosas que tenían a su alrededor no cambiaban de lugar: por deprisa que corrieran, no parecían dejar nada atrás. «¿Se moverán las cosas a la vez que nosotras?», pensó la pobre Alicia, perpleja. Y la Reina pareció adivinar sus pensamientos, porque exclamó: «¡Más deprisa! ¡No trates de hablar!».
Pero Alicia no tenía intención de hacerlo. Le daba la impresión de que no volvería a poder hablar nunca más, tan sin aliento se sentía; y la Reina seguía gritando: «¡Más deprisa! ¡Más! y tirando de ella. «¿Estamos ya cerca?», consiguió preguntar Alicia, jadeando.
—¿Cerca? —repitió la Reina—. ¡Eso lo hemos pasado hace diez minutos! ¡Más deprisa! —y siguieron corriendo en silencio durante un rato, con el viento silbándole a Alicia en los oídos, y casi arrancándole el cabello de la cabeza, según le parecía.