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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (13 page)

BOOK: Alta fidelidad
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—Llévatelo si quieres —le digo, aunque no me atrevo a mirarla, al tiempo que ella tampoco me mira—. Así me ahorras tener que devolverlo al remitente.

Pero ella termina por dejarlo en el montón de sobres, que luego coloca entre las cartas de los restaurantes con servicio a domicilio y las tarjetas de taxis que hay en el alféizar, para subir luego la escalera.

Cuando llegamos al piso me resulta muy raro verla ahí. Pero lo que más raro resulta de todo es que procura no hacer las cosas que antes hacía siempre; se ve que intenta controlarse. Se quita el abrigo; antes lo dejaba de cualquier manera sobre uno de los sillones, pero esta noche no quiere hacer ese gesto. Se queda con el abrigo entre las manos unos momentos, así que se lo quito y lo tiro encima de uno de los sillones. La veo ir hacia la cocina, no sé si para preparar un té o para servirse una copa de vino, así que le pregunto con toda cortesía si le apetece una taza de té, y ella me pregunta, con toda cortesía, si no tengo algo un poco más fuerte, y cuando le digo que queda media botella de vino en la nevera, se contiene y no comenta que cuando ella se marchó la botella estaba entera, y que la había comprado ella. En cualquier caso, ya no es suya, o no es la misma botella, o lo que sea. Y cuando se sienta, escoge el sillón más próximo al aparato de música —mi sillón—, en vez del que está más cerca del televisor, que es el suyo.

—¿Qué, ya la has hecho? —pregunta, señalando con un gesto las estanterías repletas de discos.

—¿El qué? —contesto, y eso que sé muy bien el qué, por descontado.

—La Gran Reorganización. —Se le nota que lo dice con mayúsculas.

—Ah, pues sí. La otra noche. —No quiero decirle que la hice a la noche siguiente de que se marchara, a pesar de lo cual esboza una de esas sonrisitas de suficiencia, como si dijera «fíjate, lo que hay que ver»—. ¿Qué? —le digo—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Nada. Bueno, sólo que no te ha llevado mucho tiempo.

—¿No te parece que tenemos cosas de que hablar, cosas más importantes que mi colección de discos?

—Sí, Rob. Siempre me lo ha parecido.

Se supone que soy yo el que moralmente está en ventaja sobre ella (que es la que se ha acostado con los vecinos al fin y al cabo), pero no consigo pensar siquiera en cómo aprovechar esa baza.

—¿Dónde has pasado la semana?

—Creo que eso ya lo sabes —dice ella con toda calma.

—Pero he tenido que averiguarlo por mi cuenta, ¿no?

Me vuelvo a sentir enfermo, casi con ganas de vomitar. No sé si se me notará en la cara, pero de pronto veo que Laura afloja un poco: parece cansada, triste; mira al frente con esfuerzo, para no ponerse a llorar.

—Lo siento. Tomé algunas decisiones que no han sido de lo más acertado. Es verdad, no he sido muy justa contigo. Por eso fui a la tienda esta tarde, porque pensé que había llegado el momento de portarse con valentía.

—¿Y ahora tienes miedo?

—Sí, claro que sí. Me siento fatal. Esto es dificilísimo, no sé si te das cuenta.

—Está bien.

Silencio. No sé qué decir. Hay cientos de preguntas que quisiera hacerle, pero son todas preguntas que en realidad no quiero que me conteste: para empezar, ¿cuándo empezaste a salir con Ian? ¿Fue quizá por los ruidos que oíamos a través del techo? Dime, ¿es mejor con él? (¿el qué?, me preguntaría ella, y yo contestaría sencillamente: todo, ¿qué va a ser?). ¿Es realmente definitivo, o es tan sólo una especie de etapa por la que estás pasando? Y, además —hay que ver qué grado de flaqueza empiezo a tener—, ¿me has echado de menos alguna vez, aunque no sea más que un poquito? ¿Me quieres? ¿Le quieres a él? ¿Quieres terminar emparejada con él, quieres tener hijos con él? Y sobre todo, ¿es mejor con él?
¿Es mejor con él?
¿ES MEJOR CON ÉL?

—¿Es por mi trabajo?

¿De dónde habrá salido ésa? Está más claro que el agua: no tiene nada que ver con mi trabajo, qué coño. ¿Por qué se lo habré preguntado?

—Oh, Rob, pues claro que no.

Por eso se lo he preguntado. Porque yo mismo me doy pena, porque quería un consuelo barato: quería que me dijera «pues claro que no», pero dicho con ternura, quitándole toda importancia, mientras que si le hubiese hecho la pregunta del millón quizá me hubiese encontrado con una embarazosa negativa, o con un silencio embarazoso, o con una embarazosísima confesión, y no estoy para ninguna de las tres respuestas posibles.

—¿Es eso lo que piensas, que te he dejado porque no estás a mi altura? Hombre, Rob, dame la credibilidad que me merezco, por favor. —Sólo que vuelve a decirlo con toda simpatía, con un tono de voz que reconozco desde hace un montón de tiempo.

—No lo sé. Pero sí es una de las cosas que había pensado.

—¿En qué otras cosas habías pensado? Dime...

—Vaya, en las obviedades de turno.

—¿Qué son las obviedades de tumo?

—Yo qué sé.

—Entonces resulta que no es tan obvio, ¿no?

—No.

Nuevo silencio.

—¿Te va bien con Ian?

—Venga, Rob. No seas pueril.

—¿Qué tiene eso de pueril? ¿No estás viviendo con ese tío? Sólo te lo pregunto porque me apetecía saber cómo te va, eso es todo.

—No estoy viviendo con él. He pasado unos días con él, hasta que decida qué voy a hacer. Mira, una cosa quiero que te quede bien clara: esto no tiene nada que ver con ningún otro, con nadie más. Y lo sabes, ¿o no?

Siempre dicen lo mismo. Siempre, siempre dicen que no tiene nada que ver con otro. Me juego lo que quieras a que si Celia Johnson se hubiese largado con Trevor Howard al final de
Breve encuentro
, le habría dicho a su marido que no tenía nada que ver con ningún otro. Es la primera ley del trauma romántico. Se me escapa un ruido un tanto repulsivo y desde luego inapropiado, una especie de bufido cómico, para manifestar mi incredulidad, y Laura está a punto de echarse a reír, pero parece que se lo piensa dos veces.

—Te dejé porque la verdad es que no nos entendíamos nada bien, porque ya ni siquiera hablábamos casi nunca, y porque tengo una edad en la cual creo que tengo todo el derecho del mundo a aclararme, y no me pareció que eso estuviese a mi alcance si seguía contigo, sobre todo porque tú pareces del todo incapaz de aclararte tú solito. Y es verdad que más o menos me había empezado a interesar otra persona, y ocurrió que eso se me fue de las manos, fue más allá de lo que debería haber ido, así que me pareció que era un momento apropiado para dejarte. Pero no tengo ni idea de lo que puede pasar con Ian a la larga. Lo más probable es que se quede en nada. A lo mejor, hasta es posible que tú madures un poco y que podamos enderezar las cosas, vete a saber. A lo mejor no os vuelvo a ver nunca más a ninguno de los dos, yo qué sé. Lo único que tengo muy claro es que éste no es un buen momento para vivir aquí contigo.

Más silencio. ¿Por qué son así las personas? Mejor dicho, porque ya es hora de afrontarlo, ¿por qué son así las mujeres? Ver las cosas de esa forma, pensar de esa forma, es algo que no sale a cuenta: todo es demasiado lioso, dudoso, gris; todo son líneas borrosas, en vez de la imagen nítida y clara que debería verse. Estoy de acuerdo, necesitas conocer a una persona nueva para prescindir de la que se te ha quedado vieja; tienes que ser increíblemente valiente y muy adulto para poner punto final a una historia solamente porque no funciona demasiado bien que digamos. Pero eso no lo puedes hacer a medias tintas, ni hablar, que es como lo está haciendo Laura ahora mismo. Cuando empecé a salir con Rosie, la de los orgasmos simultáneos, yo no era así: por lo que a mí se refiere, Rosie era una perspectiva seria, era la mujer que me iba a guiar sin sufrimiento alguno de una relación terminada a otra nueva, y si eso no llegó a suceder así, si finalmente Rosie resultó ser lo que se dice zona catastrófica, fue mera cuestión de mala suerte. Al menos, tenía en mente un plan de batalla bien claro, y no me anduve nunca por las ramas con esas irritantes excusas del estilo de «Oh, Rob, es que necesito tiempo». ¿Vale?

—Así que no has tomado la decisión definitiva de romper conmigo. Entonces, ¿queda aún una posibilidad de que volvamos a estar juntos?

—No lo sé.

—Bueno, pues si tú no lo sabes, está claro que tiene que haber alguna posibilidad.

—No sé si hay alguna posibilidad.

Joder.

—Es lo que te estoy diciendo, que si tú no sabes si hay alguna posibilidad, está claro que tiene que haberla, ¿no? Mira, es como si una persona está en el hospital, gravemente enferma, y el médico dice: pues no sé si tendrá alguna posibilidad de salir con vida. Eso no significa que el paciente se vaya a morir de todas todas, ¿no? Quién sabe, puede que salga con vida, aunque no sea más que una posibilidad remota.

—Supongo que sí.

—Por eso, tenemos una posibilidad de volver a estar juntos.

—Anda, Rob, calla de una vez.

—Solamente quiero saber en qué terreno me encuentro, qué posibilidades me quedan.

—No tengo ni puta idea de qué puta posibilidad te queda, ¿me explico? Lo que intento decirte es que estoy confusa, que hace siglos que no soy feliz, que nos hemos metido los dos en un marrón monumental, que he estado saliendo con otro. Y ésas son las cosas que cuentan.

—Lo entiendo. Pero si me lo pudieras precisar, aunque sólo fuese por aproximación, a mí al menos me vendría muy bien.

—Vale, vale. Tenemos un nueve por ciento de posibilidades de volver a estar juntos. ¿Te aclara eso la situación?

Está tan harta de todo esto, tan a punto de estallar, que tiene los ojos cerrados con fuerza, y habla con un susurro furioso, envenenado.

—Te estás portando como una imbécil.

En el fondo de mi ser, en alguna parte, sé muy bien que no es ella la que se está portando como una imbécil. A un determinado nivel, creo que entiendo que ella no lo tiene claro, que todo está en el aire. Pero eso no me sirve para nada. ¿Sabes qué es lo peor de que te rechacen? La falta de control sobre lo que sucede. Si pudiera al menos controlar el cuándo y el cómo del abandono, no sería ni la mitad de terrible. Claro que en ese caso no sería un rechazo, es evidente. Sería consentimiento mutuo. Sería mera cuestión de diferencias musicales: yo dejaría la relación mutua para emprender una carrera de solista. Ya sé que es increíble, que es patéticamente pueril presionar de este modo, para lograr solamente un mínimo grado de probabilidad, pero es lo único que sé hacer para conseguir alguna forma de control sobre la situación, o para quitarle parte del que ella tiene.

Cuando vi a Laura delante de la tienda, supe con toda seguridad, sin la menor sombra de duda, que la quería de nuevo a mi lado. Pero eso probablemente se deba a que es ella la que lleva a cabo el rechazo. Si consigo que admita que todavía existe una posibilidad, por pequeña que sea, de que podamos arreglar las cosas, todo me resultará mucho más llevadero: si no tengo que ir por la vida sintiéndome dolido, incapaz, hecho una pena, creo que podré sobrevivir sin ella. Dicho de otro modo, soy infeliz porque ella no me quiere; si logro convencerme de que me quiere un poco, volveré a estar en condiciones, porque entonces yo no la querré, y así podré seguir en busca de otra.

Laura ha adoptado una expresión que he terminado por conocer muy bien durante estos últimos meses, una mirada que denota a un tiempo una paciencia infinita y una frustración irremediable. No sienta nada bien saber que se ha inventado esa forma de mirar solamente para mí. Antes no la había echado en falta. Suspira, apoya la cabeza en una mano y se queda mirando la pared.

—De acuerdo, puede ser que arreglemos las cosas. Puede que haya una posibilidad. Yo no diría que es una posibilidad así como muy viable, pero es una posibilidad a pesar de todo.

—Estupendo.

—No, Rob. De estupendo no tiene nada. Aquí no hay nada estupendo. Todo esto es una mierda.

—Pero dejará de serlo, ya lo verás.

Menea la cabeza con aparente incredulidad.

—Estoy demasiado cansada. Ya sé que es mucho pedir, pero ¿te importaría ir al pub y tomarte algo con los otros mientras yo recojo mis cosas? Necesito pensar mientras lo hago, y si estás aquí no puedo.

—No hay problema, pero déjame hacer una pregunta más.

—De acuerdo, sólo una.

—Te va a parecer una estupidez.

—No importa.

—Y no te va a gustar lo que se dice nada.

—Tú... hazla, y ya veremos.

—¿Es mejor?

—¿Que si es mejor el qué? ¿Mejor que qué?

—Bueno, el sexo. ¿Es mejor con él, te gusta más con él?

—Por lo que más quieras, Rob... ¿Es eso lo que te trae a mal traer?

—Pues claro que es eso.

—¿Y tú crees que cambiaría algo si fuera así?

—No lo sé. —Y la verdad es que no lo sé.

—Bueno, pues la respuesta es que yo tampoco lo sé. Todavía no lo he hecho con él.

¡Sí!

—¿Nunca?

—No, no he tenido ganas.

—¿Y tampoco antes, cuando vivía en el piso de arriba?

—Vaya, muchas gracias. No, tampoco antes. Antes vivía contigo, no sé si te acuerdas.

Me siento un poco avergonzado, y no digo más.

—Hemos compartido cama, pero no hemos hecho el amor. Todavía no. Pero te voy a decir una cosa: dormir con él sí es mejor que dormir contigo.

¡Sí, sí, señor! ¡Eso es! ¡Fantástica noticia! ¡El de los sesenta minutos sin parar aún no ha dado la hora! La beso en la mejilla y me voy al pub, a reunirme con Dick y Barry. Me siento como un hombre nuevo, aunque tampoco mucho. Me siento tanto mejor, de hecho, que voy a acostarme directamente con Marie.

10

UNA REALIDAD: en este país hay más de tres millones de hombres que se han acostado con diez mujeres al menos, o con más de diez. ¿Y tienen todos la planta de Richard Gere? ¿Son tan ricos como Creso, tan encantadores como Clark Gable? ¿Están tan absurdamente dotados como Errol Flynn, tienen el ingenio desbordante de Oscar Wilde? Para nada. No tiene nada que ver con todo eso. Es posible que haya media docena, entre esos tres millones, que tengan alguno de esos atributos, quizá todos ellos, pero así quedan..., bueno, pues tres millones, media docena más o menos. Y son todos tíos corrientes y molientes. Somos tíos corrientes y molientes, porque hasta yo mismo, nada menos que yo, soy miembro de ese exclusivo club de los tres millones. Diez no son tantas, si eres soltero y tienes treinta y tantos. Si uno se para a pensarlo, haber tenido diez compañeras de cama a lo largo de dos décadas de actividad sexual es en realidad bien poca cosa: sale a una compañera cada dos años, y si alguna de dichas compañeras fue lo que se llama un asunto de una sola noche, y si ese asunto de una sola noche se produjo en medio de una sequía de dos años, no es que uno esté exactamente en aprietos, pero difícilmente podrá ser el Amante Número Uno de su distrito postal. Diez no son tantas, al menos para un soltero con treinta y tantos. Bien mirado, veinte tampoco son tantas. Con cualquier cifra que pase de las treinta, calculo, su poseedor sí estará en su pleno derecho de salir en un programa televisivo sobre la promiscuidad.

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