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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (8 page)

BOOK: Alta fidelidad
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La mujer a la que hemos venido a ver se llama Marie LaSalle; sacó un par de discos en solitario en un sello independiente, y Nanci Griffith grabó una versión de uno de sus temas. Dick comenta que ahora vive aquí; ha leído en alguna parte que Inglaterra le parece más abierta al tipo de música que hace, y eso querrá decir seguramente que somos más indiferentes que activamente hostiles. Hay un montón de tíos solos, y no quiero decir solteros, sin pareja, sino solos, sin amigos. Con semejante compañía, los tres (Dick, tímido y nerviosillo; Barry, atento a censurar lo que sea; yo, monosilábico y reservado) parecemos compañeros de trabajo en una salida nocturna oficial y en masa.

No hay teloneros, sino un destartalado equipo de música por el que suena bastante mal música de country-rock escogida con gusto, eso sí. La gente anda por ahí, con las jarras de cerveza en la mano, hojeando los folletos que les han dado a la entrada. Marie LaSalle aparece en escena (aunque eso es mucho decir: sólo hay una pequeña tarima con un par de micrófonos, pocos metros delante de nosotros) a las nueve en punto; a las nueve y cinco, con intensa irritación y no menos vergüenza por mi parte, se me escapan las lágrimas y se volatiliza ese mundo en el que no sentía nada, en el que he estado viviendo los últimos días.

Hay un montón de canciones que he procurado evitar desde que se fue Laura, pero la canción con la que abre Marie LaSalle su actuación, la canción que me hace llorar, no es una de ellas. La canción que ahora me hace llorar nunca me había hecho llorar así; la verdad es que la canción que me hace llorar es de las que antes me daban ganas de vomitar. Cuando fue un éxito yo estaba en el politécnico; cuando sonaba en la gramola del bar (la ponía invariablemente un estudiante de geografía o una chica que estudiaba magisterio) Charlie y yo nos quedábamos con los ojos en blanco y nos metíamos los cuatro dedos en la boca. No creo que se nos pueda acusar de esnobs por afirmar una verdad como la copa de un pino. Total, la canción que me hace llorar es la versión que hace Marie LaSalle de «Baby, I Love Your Way», el tema de Peter Frampton.

Imagínate: ahí de pie con Barry y con Dick, éste con su camiseta de los Lemonheads, escuchamos una versión de Peter Frampton y se me escapan las lágrimas. ¡Peter Frampton, joder! «Show Me the Way!» ¡Qué horterada! ¡Y aquella especie de bolsa en la que soplaba, de modo que la guitarra le sonaba como la voz del Pato Donald!
¡Frampton Comes Alive,
aquel doble directo que fue número uno en las listas de Estados Unidos durante más o menos setecientos veinte años! ¡Un disco que seguramente compraron todos los cabezas huecas pasados de rayas que había entonces en Los Ángeles! Ya comprendo que estaba necesitadísimo de algún síntoma que me indicase el tremendo trauma sufrido por los últimos acontecimientos, coño, pero no había por qué llegar a estos extremos, digo yo. ¿No podía haberse conformado Dios con algo igual de horroroso, pero al menos tolerable, como un viejo éxito de Diana Ross o incluso un tema de Elton John?

Además, la cosa no quedó así. A resultas de la versión que hace Marie LaSalle de «Baby, I Love Your Way» («Ya sé que no debería gustarme esta canción, pero me gusta», dice con una sonrisa descarada cuando termina), me encuentro de golpe metido en dos estados de ánimo aparentemente contradictorios: por un lado echo de menos a Laura con una pasión que no había sentido para nada en estos cuatro días; por otro, me acabo de enamorar de Marie LaSalle.

Son cosas que pasan. Bueno, al menos les pasan a los tíos. O a este tío en particular. Sí, a veces me pasa. Es difícil explicar cómo y por qué te ves de pronto arrastrado en dos direcciones distintas; está claro que hace falta una buena dosis de irracionalidad, de ensoñación, aunque de todos modos existe en ello una lógica. Marie es bien bonita, muy de ese estilo de americana casi bizca, sin llegar a serlo: se parece a Susan Dey tal como era después de
La familia Partridge y
antes de
La ley de Los Ángeles,
sólo que está un poco más rellena. Si te va a dar la ventolera de enamorarte rendida y espontáneamente de una chica, te podría salir mucho peor. (Un sábado por la mañana, nada más levantarme, puse la tele y de pronto me quedé chiflado por Sarah Greene, la de
Going Live.
No se me ocurrió decir ni pío sobre ese enamoramiento, claro.) Además, tiene encanto, al menos por lo que he podido ver hasta ahora: cuando por fin se le pasa el cuelgue que tiene con Peter Frampton y se pone a tocar sus canciones, descubro que son buenas, que te llegan, que tienen gracia y que son delicadas. Durante toda la vida he tenido ganas de acostarme —no, de tener una relación amorosa— con una cantante: me gustaría que compusiera sus canciones en casa, que me preguntase qué opinión me merecen, que quizás incluyese alguna de nuestras bromas privadas en la letra de una, que me diera las gracias en los créditos del disco, que incluyese, por qué no, una foto mía en la funda, perdida entre otras muchas, y que me dejara ver sus actuaciones desde el
backstage
o desde un lateral del escenario, aunque es verdad que en el Lauder parecería un perfecto gilipollas, porque la tarima carece de laterales: estaría de pie, solo, a la vista de todo el mundo.

Así pues, lo de Marie es fácil de comprender. Lo de Laura requiere más explicaciones, aunque en el fondo creo que se trata de esto: la música sentimental tiene la especial cualidad de llevarte hacia atrás en el tiempo a la vez que te lleva hacia delante, y por eso te sientes nostálgico y esperanzado a la vez. Marie es la parte positiva y esperanzada; puede que no sea ella necesariamente, pero sí alguien que se le parezca, alguien que sepa transformarme. (Es exactamente eso: siempre pienso que las mujeres me van a salvar, me van a conducir a una vida mejor que esta que llevo, que me van a transformar y a redimir.) Y Laura es la parte retrospectiva, la última chica a la que amé, así que al oír esos acordes de guitarra acústica tan dulces y pegadizos me vuelvo a inventar el tiempo que estuvimos juntos. No me doy ni cuenta, y de pronto nos veo a los dos en el coche, intentando cantar los coros de «Dove Hurts», riéndonos al comprobar lo mal que nos salían las armonías. En la vida real, eso es algo que no hicimos nunca. Nunca cantamos en el coche, nunca nos reímos —faltaría más— cuando algo nos salía mal. Por eso no debería estar escuchando música pop en estos momentos.

Esta noche, la verdad es que no importa ni lo uno ni lo otro. Marie podría acercárseme cuando ya estuviera a punto de marcharme, proponerme que comiésemos algo juntos; si no, podría irme a casa, y Laura estaría allí sentada, tomándose un té y esperando el perdón hecha un manojo de nervios. Los dos sueños pintan igual de atractivos. Cualquiera de los dos me haría muy feliz.

Marie hace un descanso al cabo de una hora. Se sienta en la tarima y se bebe a morro una botella de Budweiser.

Un tío aparece a su lado y coloca una caja de cintas sobre la tarima. Las vende a cinco libras y noventa y nueve peniques, pero como no tiene cambio cuestan en realidad seis libras. Los tres le compramos una, y nos entra el pánico cuando ella nos dirige la palabra.

—¿Lo estáis pasando bien?

Los tres asentimos con un gesto.

—Estupendo, porque yo me lo estoy pasando en grande.

—Qué bien —digo. Parece que por ahora no sabría decir nada mejor.

Sólo tengo un billete de diez libras, así que me quedo esperando como un pasmarote a que el tío de las cintas saque del bolsillo cuatro libras en monedas.

—Tengo entendido que vives en Londres, ¿verdad? —le pregunto.

—Pues sí. Bastante cerquita de aquí.

—¿Y te gusta? —pregunta Barry. Qué idea: a mí no se me hubiese ocurrido.

—Sí, está bien. Eh, colegas, seguramente vosotros tenéis que saber si hay por aquí alguna tienda de discos de las buenas. ¿O tengo que ir al centro?

¿De qué serviría molestarse? Está claro que somos de los que saben seguro si hay o no tiendas de discos. Se nos tiene que ver en la cara, y es verdad.

Barry y Dick casi se caen de la prisa que se dan en contestar.

—¡Éste tiene una!

—¡Éste tiene una, sí!

—¡En Holloway!

—No tiene pérdida; está al final de Seven Sisters Road.

—¡Se llama Championship Vinyl!

—¡Nosotros trabajamos en la tienda!

—¡Seguro que te encanta!

—¡Tienes que ir a verla!

Ella se ríe a gusto por ese arranque de entusiasmo.

—¿Qué música tenéis?

—Un poco de todo lo bueno. Blues, country, soul añejo, nueva ola...

—Qué guapo.

Hay otro que quiere hablar con ella, así que nos dedica una simpática sonrisa y se vuelve a atenderle. Volvemos los tres a donde estábamos viendo su actuación.

—¿Para qué le habéis hablado de la tienda? —les pregunto a los dos.

—Vaya, no sabía que fuera un secreto —contesta Barry—. Ya sé que no nos sobran los clientes, pero supuse que eso era mejor no decírselo, ¿no? No creo que sea la mejor estrategia para el negocio.

—Seguro que si viene no compra nada.

—Seguro, tío. Por eso nos ha preguntado si conocemos alguna buena tienda de discos, porque lo que quiere es venir a hacernos perder el tiempo.

Me doy perfecta cuenta de que me estoy portando como un idiota, pero no quiero que Marie LaSalle vaya a mi tienda. Si va, a lo mejor empieza a gustarme de verdad, y entonces me pasaría los días esperando a que viniese, y cuando por fin viniese me portaría como un bobo, con los nervios de punta, probablemente terminaría invitándola a una copa no sin dar antes muchos rodeos, como un patoso, y ella no me seguiría el juego, con lo cual sí que me sentiría como un gilipollas, o bien rechazaría de plano mi invitación, y me sentiría como un gilipollas. Al volver a casa después de la actuación ya me voy preguntando si vendrá mañana mismo, si eso querrá decir algo; y si quiere decir algo, me pregunto a cuál de los tres le dirá algo, aunque seguramente Barry no tiene nada que rascar.

Coño. Cómo me jode todo esto. ¿A qué edad hay que llegar para que deje de pasarte?

Cuando llego a casa me encuentro dos mensajes en el contestador: uno de Liz, la amiga de Laura, y otro de la propia Laura. Van como sigue:

1) Rob, soy Liz. Te llamaba para saber, vaya, para saber qué tal te va, si estás bien. Llámanos un día de éstos, ¿vale? Eeeh... Conste que no pienso ponerme de parte de uno ni de otro, al menos por ahora. Un besazo, adiós.

2) Hola, soy yo. Necesito un par de cosas. ¿Me puedes llamar al trabajo mañana por la mañana? Gracias.

Un demente podría interpretar miles de cosas en cualquiera de las dos llamadas; los cuerdos llegarían a la conclusión de que la primera llamada es afectuosa y cálida, y que la segunda es la llamada de una persona a la que le da lo mismo. Yo no soy un demente.

5

Llamo a Laura a primera hora. Al marcar el número me pongo enfermo, y me pongo peor aún cuando la telefonista pasa la llamada. Antes me reconocía, pero ahora no noto nada en su voz. Laura quiere pasar por casa el sábado por la tarde, cuando yo esté trabajando, para recoger más ropa interior. Me parece perfecto. Ahí tendríamos que haber dejado la conversación, pero yo intento entablar otra conversación distinta, cosa que a ella no le agrada, porque está trabajando, a pesar de lo cual yo insisto, hasta que me cuelga el teléfono cuando poco le falta para echarse a llorar. Me siento como un imbécil, pero son cosas que no sé evitar. Nunca he sabido cómo.

Me pregunto qué diría si supiera que estaba simultáneamente tenso ante la posibilidad de que Marie visite la tienda. Acabamos de tener una conversación por teléfono en la cual le he insinuado que me ha jodido la vida, cosa que, mientras dura la llamada, me he creído del todo. Ahora, en cambio, me preocupa qué ropa me voy a poner, cosa que puedo hacer sin asomo de desconcierto, sin una gota de insatisfacción; me preocupa más si estoy mejor con barba de tres días o bien afeitado; me pongo a pensar en la música que pondré hoy en la tienda.

A veces parece que si la única manera que tiene un hombre de juzgar si es o no agradable, si tiene o no decencia, es mediante sus relaciones con las mujeres o, mejor dicho, con las mujeres con que ha tenido o puede tal vez tener una relación sexual. Es muy fácil ser agradable con tu compañera. La invitas a una copa, le regalas una cinta hecha especialmente para ella, la llamas para preguntarle qué tal está... Hay muchísimos métodos rápidos e indoloros de convertirse en un buen chico. En cambio, cuando se trata de tu novia es mucho más espinoso ser constantemente delicioso. Un buen día caminas sin hacer ruido, limpias la taza del retrete, expresas tus sentimientos y haces todas esas cosas que se supone que ha de hacer un tío moderno; al día siguiente, eres un manipulador, estás malhumorado, eres un tramposo, andas de mentira en mentira incluso con las mejores. Yo no lo entiendo.

Llamo a Liz a primera hora de la tarde; me contesta con simpatía. Me dice que lo siente muchísimo, que qué buena pareja hacíamos, que a Laura yo le había hecho mucho bien, que la había ayudado a centrarse, a salir de sí misma, a pasárselo bien y a dejarse de preocupaciones; me dice que la había convertido en una persona más simpática, más tranquila y relajada, que la había llevado a interesarse por cosas distintas de su trabajo, que era lo único que le importaba antes. No es que Liz use exactamente estas palabras; ésa es mi interpretación. Entiendo que quiere decir eso cuando comenta que hacíamos una buena pareja. Me pregunta cómo estoy, si me cuido; me dice que el tío ese, el tal Ian, no le parece gran cosa. Quedamos en vernos la semana próxima para tomar una copa. Cuelgo.

¿Quién cojones es el tal Ian?

Marie llega a la tienda poco después. Estamos los tres dentro. Estaba sonando su cinta, y cuando la veo entrar intento quitarla antes de que se dé cuenta, pero no lo hago con suficiente rapidez, así que termino quitándola cuando ella iba a decir algo a propósito, la vuelvo a poner, se me suben los colores. Ella se ríe. Me voy a la trastienda y ya no salgo. Barry y Dick se encargan de atenderla; compra cintas por valor de setenta libras.

¿Quién cojones es el tal Ian?

Barry explota al entrar en la trastienda.

—Marie nos ha incluido en la lista de invitados de la actuación que va a dar en el White Lion, ¿qué me dices? Nos ha invitado a los tres.

En el transcurso de la última hora me he humillado delante de una persona por la que estoy interesado, y he descubierto que mi ex tenía un lío con otro. No quiero saber nada de la lista de invitados del White Lion.

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