Alta fidelidad (3 page)

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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
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Phil empezó a trabajar los sábados en una
boutique
de ropa para hombres, y yo aproveché el momento. Los que aún no trabajábamos, o los que trabajábamos después de clase, pero librábamos el sábado, nos encontrábamos los sábados por la tarde paseando de una punta a otra de la calle mayor; pasábamos demasiado tiempo y perdíamos demasiado dinero en Harlequin Records, y «nos dábamos el gustazo» (es imposible saber cómo se nos pudo pegar ese vocabulario de la abstinencia de posguerra, el de nuestras madres) de tomar un buen café expreso, que nos parecía entonces el no va más de la moda francesa. A veces pasábamos por la tienda a ver a Phil; a veces me dejaba aprovechar su descuento de empleado para hacer alguna compra. Y eso no me impidió follarme a su novia a sus espaldas.

Como Alison y Penny me habían enseñado, yo ya sabía que romper con una chica puede ser de lo más triste. Lo que no sabía aún es que salir con alguien puede ser igual de penoso. Lo que pasa es que Jackie y yo tuvimos una relación triste y penosa, sí, pero de una manera apasionante, adulta. Nos veíamos en secreto, nos llamábamos en secreto y nos acostábamos en secreto; nos decíamos en secreto cosas como «¿Qué vamos a hacer ahora?», y hablábamos de lo agradable que sería todo cuando ya no estuviéramos obligados a guardarlo en secreto. Nunca llegué a pensar en serio si eso tenía trazas de ser verdad o no. No hubo tiempo para pensar en eso.

Procuré no hacer papilla a Phil: bastante mal me sentía con las cosas como eran, follando con su novia y todo lo demás. Lo que pasa es que fue inevitable, porque cuando Jackie comentó las dudas que tenía acerca de él, a mí no me quedó más remedio que alimentar aquellas dudas como si fuesen minúsculos y enfermizos cachorros de gato, hasta verlas crecer y convertirse primero en quejas y agravios dotados de una salud excelente, luego en resquemores de pelaje atigrado, cada uno de ellos con su propia gatera, lo cual les daba pie a entrar y salir a su antojo de nuestras conversaciones.

Y entonces, una noche, en una fiesta, vi a Phil y a Jackie en un rincón; vi que Phil estaba visiblemente intranquilo, pálido, a punto de echarse a llorar. Al poco se marchó a su casa, y a la mañana siguiente me llamó ella y me propuso que fuésemos a dar un paseo, y le dije que sí, encantado de la vida, y dejamos de hacer las cosas en secreto. Aguantamos juntos unas tres semanas más.

Dirás que es de lo más pueril, Laura. Dirás que es una estupidez por mi parte comparar a Rob y a Jackie con Rob y Laura, que estos dos ya tienen treinta y tantos, que están asentados, que viven juntos. Dirás que el adulterio entre adultos deja a la altura del betún cualquier adulterio entre adolescentes, pero debo decir que te equivocas del todo. Desde entonces he estado varias veces en una de las tres puntas de un triángulo, pero aquella primera punta fue la más punzante de todas. Phil no me volvió a dirigir la palabra; la gente con la que íbamos de compras los sábados tampoco tenía muchas ganas de andar con nosotros dos. Mi madre incluso recibió una llamada telefónica de la madre de Phil. Ir a clase, por espacio de unas semanas, fue un martirio.

Compáralo con lo que pasaría si ahora me metiese en un lío parecido. Fíjate qué contraste: ahora podría ir a pubs y a discotecas distintas, dejar puesto el contestador automático a todas horas, salir bastante más, quedarme todo lo que quisiera donde me diera la gana, enredar con mi compás de relaciones sociales, trazar un nuevo círculo de amigos (en todo caso, mis amigos nunca han sido los amigos de ella, al margen de quién fuese ella), ahorrarme el contacto con unos padres molestísimos por mi conducta. Esa clase de anonimato era inasequible entonces. Había que aguantar el chaparrón, cayera lo que cayese.

Lo que más perplejo me dejó de todo, las cosas como son, fue la sensación de aplanamiento y de desilusión que me entró cuando Jackie me llamó aquel domingo por la mañana. No pude entenderlo. Llevaba meses planeando aquella captura, y cuando llegó el momento de la capitulación no sentí nada, o incluso menos que nada. Lógicamente, esto no pude decírselo a Jackie; por otra parte, fui del todo incapaz de manifestar el entusiasmo que ella sí necesitaba, así que decidí tatuarme su nombre en el brazo derecho.

No lo sé; dejarme una marca de por vida me pareció en su momento mucho más fácil que tener que decirle a Jackie que todo había sido una grotesca metedura de pata, que había vuelto a hacer el bobo. Si en cambio le mostraba el tatuaje, según mi peculiar lógica, ya no tendría que molestarme en pronunciar unas palabras que ni por el forro estaban a mi alcance. Quizá deba explicar que no soy de esos tipos que se hacen un tatuaje en un momento u otro: ni era entonces ni tampoco soy ahora el tipo de rocanrolero decadente, ni el musculitos de turno. Pero la verdad es que en la escuela estaban de moda los tatuajes, y sé perfectamente que hay por ahí varios tipos de treinta y tantos tacos, asesores fiscales y maestros de escuela, directores de personal y programadores de ordenador, que llevan inscritos en la piel terribles mensajes muy de aquella época, del estilo de «MANCHESTER UNITED A MUERTE», «LYNYRD SKYNYRD», con todos los adornos de rigor.

Yo había pensado en hacerme un sencillo y discreto «J
R» en el brazo, pero Victor, el tío de los tatuajes, no me lo iba a poner nada fácil.

—¿Quién es ella? ¿Jota o Erre?

—Jota.

—¿Y cuánto tiempo dices que llevas saliendo con esa chati?

Me dio miedo la agresiva masculinidad de su salón de tatuajes, el resto de los clientes (que sí eran unos cachas de mucho cuidado, y que inexplicablemente parecían la mar de divertidos de verme por allí), los pósters de mujeres desnudas en las paredes, los escabrosos ejemplos de los servicios ofrecidos, la mayor parte de los cuales estaban convenientemente colocados en los antebrazos de Victor, e incluso el lenguaje levemente ofensivo de Victor.

—Tiempo de sobra.

—Eh, chaval, eso soy yo el que lo tiene que juzgar, no me jodas, ¿vale?

Me pareció una curiosa manera de atender a un cliente, pero decidí ahorrarme el comentario para mejor ocasión.

—Bueno, un par de meses.

—Y tienes pensado casarte con ella, ¿no? ¿O es que la has dejado preñada?

—No, ni lo uno ni lo otro.

—¿Así que solamente salís? ¿No le has prometido el matrimonio?

—Eso es.

—¿Cómo la conociste?

—Antes salía con un amigo mío.

—No fastidies. ¿Y cuándo rompieron?

—El sábado.

—Joder. —Soltó una carcajada que pareció el ruido de un desagüe—. Mira, no quiero que tu mami venga a quejarse por aquí, así que hazme un favor y quítatelo de la cabeza, ¿entendido?

Perfectamente. Me lo quité de la cabeza en un santiamén.

Victor había dado en el clavo: la verdad es que algunas veces me he sentido tentado de acudir a él, sobre todo cuando me agobiaba algún que otro mal de amores. Seguro que en diez segundos hubiera sabido decirme si una chica determinada merecía que me hiciese un tatuaje por ella o no. De todos modos, incluso después de que Phil y Jackie hicieran las paces, después de que en un enorme éxtasis y en medio de un río de lágrimas volvieran a estar juntos, las cosas ya no fueron como antes. Algunas chicas de su escuela, y también algunos compañeros de la mía, fueron diciendo que Jackie me había utilizado para negociar de nuevo los términos de su relación con Phil, y las compras de los sábados por la tarde ya nunca más fueron como antes. Dejamos de sentir admiración por las parejas que llevaban muchísimo tiempo saliendo juntas, e incluso hablábamos de ellas con sarcasmo. En muy pocas semanas, aquel estatus casi de casados dejó de ser algo a lo que se podía aspirar; se convirtió en motivo de burlas. A los diecisiete años, íbamos volviéndonos tan amargados y tan poco románticos como nuestros padres.

¿Lo entiendes, Laura? Es imposible que lo cambies todo, y Jackie sí que lo cambió. Ya nos ha pasado demasiadas veces a los dos; volveremos a tratar a los amigos, volveremos a los pubs, a la vida que llevábamos antes. Lo dejaremos todo como estaba, y seguramente nadie se dará cuenta de la diferencia.

4. CHARLIE NICHOLSON (1977-1979)

Conocí a Charlie cuando estaba en el politécnico; yo hacía un curso sobre medios de comunicación y ella estudiaba diseño, y nada más verla caí en la cuenta de que era el tipo de chica que había tenido ganas de tratar desde que tenía edad de tratar con chicas. Era alta, tenía el pelo rubio y lo llevaba muy corto, desigual (dijo que conocía a no sé quién, que estudiaba en Saint Martin, que era amiga de Johnny Rotten, pero nunca me lo llegó a presentar), y sobre todo parecía diferente, llamativa, exótica. Hasta su nombre me parecía llamativo, diferente y exótico, porque hasta entonces yo había vivido en un mundo en el que las chicas tenían nombre de chica, y muchas veces nombres que no eran nada interesantes. Hablaba por los codos, así que con ella no se producían esos terribles, tensos silencios que habían caracterizado de algún modo las relaciones que tuve con las chicas el año anterior, pero es que cada vez que hablaba decía además cosas notablemente interesantes, ya fuese sobre su curso de diseño, o sobre el mío, o sobre música, películas, libros y política.

Además: yo le gustaba. Quiero decir que yo le gustaba. Yo le gustaba, ¿eh? Por lo menos, creo que le gustaba. Creo que
yo
le gustaba. Etcétera. Nunca he estado totalmente seguro de qué es lo que ven las mujeres en mí, de qué es lo que les gusta, pero sí tengo claro que la pasión siempre viene bien (hasta yo mismo sé que es muy difícil resistirse a alguien que te encuentra irresistible), y yo era desde luego apasionado: nunca fui una molestia, al menos hasta muy al final, ni tampoco abusé de su hospitalidad, no mientras había hospitalidad de la que abusar, pero fui amable, sincero, atento, cuidadoso, y me acordé de sus cosas en todo momento, y le dije que era una chica preciosa, y le compré pequeños regalos que muchas veces remitían a una conversación que habíamos tenido poco antes. De todo esto, nada me supuso el menor esfuerzo, las cosas como son, y tampoco hice nada con la menor idea de cálculo: me resultaba fácil acordarme de sus cosas, de lo que le importaba, de lo que ella era, porque en realidad no pensaba en nada más, y porque de hecho estaba convencido de que era preciosa, y tampoco habría podido controlarme y dejar de comprarle pequeños regalos, y nunca tuve que fingir la menor dedicación. No me costó ningún trabajo. Por eso, cuando una de las amigas de Charlie, una chica que se llamaba Kate, dijo un día mientras almorzábamos, con un punto de melancolía en la voz, que ojalá pudiera ella encontrar a alguien como yo, me quedé tan sorprendido como muerto de gusto. Muerto de gusto, claro está, porque Charlie estaba oyendo lo que ella dijo, y fue algo que a mí no me iba a perjudicar, ni mucho menos; sorprendido, en cambio, porque todo lo que yo había hecho con ella era actuar en interés propio, así de fácil. Y sin embargo fue suficiente, al parecer, para convertirme en una persona deseable. Qué raro, ¿no?

De todos modos, al irme a vivir a Londres me fue mucho más fácil gustar a las chicas. Antes, en casa, la mayor parte de la gente que me había conocido, o que había conocido a mi padre y a mi madre, o que había conocido, si no, a alguien que me conocía a mí, o a mi padre y a mi madre, me había conocido cuando yo era pequeño; en consecuencia, siempre había tenido yo esa inquietante sensación de que mi adolescencia estaba a punto de ser desvelada al mundo entero. ¿Cómo ibas a llevar a una chica a tomar unas cervezas a un pub, cuando aún no teníamos la edad de que nos sirvieran nada en un pub, si además sabía que en el armario de casa tenías colgado un uniforme de boy-scout? ¿Por qué iba a tener una chica ganas de besarte, si sabía (o si conocía a alguien que sabía) que pocos años antes tú insistías en coserte parches con escudos de recuerdo de los Norfolk Broads o de Exmoor en el anorak? Para colmo, en casa de mis padres había miles de fotografías mías en las que salía invariablemente con orejas de soplillo y con una ropa realmente lamentable, sentado en un tractor o dando palmadas de alborozo mientras un tren de juguete llegaba a la estación de juguete; aunque años más tarde, pese a ser motivo de gran desazón, a mis novias les pareciesen una monada esas fotos, por entonces eran algo demasiado próximo a mí para servirme de consuelo. Sólo me había costado seis años pasar de ser un chavalito de diez años a ser un chaval de dieciséis. Seguro que seis años no era tiempo suficiente para justificar una transformación de semejante magnitud. Cuando tenía dieciséis años, aquel anorak de los parches me quedaba pequeño sólo por un par de tallas.

Charlie no me conocía cuando yo tenía diez años, lo cual era un alivio, y tampoco conocía a nadie que me hubiese conocido entonces. Me conoció cuando ya era un joven adulto. Cuando la conocí, ya tenía edad de votar; tenía edad suficiente para pasar la noche con ella, la noche entera, en su colegio mayor, y tenía una opinión formada sobre muchas cosas, y la invité a una copa en un pub, plenamente seguro de mí mismo por saber que mi carné de conducir, gráfica demostración de mi edad, estaba a salvo en mi bolsillo... y que tenía edad suficiente para iniciar una historia personal. En casa yo carecía de una historia personal: solamente tenía trozos sueltos que todo el mundo conocía, y que por tanto no valía la pena repetir.

Pero me seguía sintiendo fraudulento. Era como todos aquellos que de pronto se afeitaban la cabeza e iban por ahí diciendo que siempre habían sido punks, que eran punks desde antes de que el punk se inventase. Me sentía como si en cualquier momento pudiera ser descubierto, como si en cualquier momento pudiera entrar alguien en el bar del politécnico con una de aquellas fotografías mías con anorak, gritando: «¡Eh! ¡Rob antes era un crío! ¡Era un chavalito!» Era como si Charlie pudiera ver esa foto y mandarme a freír espárragos. Nunca se me pasó por la cabeza que posiblemente ella tenía una pila de libros sobre ponis, y algunos ridículos vestiditos de fiesta, escondidos en casa de sus padres, en Saint Albans. Por lo que a mí se refería, era como si ella hubiese nacido con sus enormes pendientes, sus vaqueros de pitillo y su entusiasmo, increíblemente sofisticado, por las obras de arte que hacía un tío que tenía por costumbre ir salpicando por ahí con un bote de pintura naranja.

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