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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (23 page)

BOOK: Alta fidelidad
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—Estábamos hablando del nombre que le pondríamos a un perro si tuviésemos perro —dice Charlie—. Emma tiene un labrador que se llama Dizzy, por Dizzy Gillespie.

—Ah, claro —digo—. A mí los perros no me gustan mucho, la verdad.

Nadie dice nada durante un rato. La verdad es que no podrían decir gran cosa sobre mi total falta de entusiasmo por los perros.

—¿Y eso? —pregunta Clara con una dulzura increíble—. ¿Es por el tamaño de tu piso, porque te daban miedo de niño, por el olor de los perros, o...?

—Ah, pues no lo sé. —Me encojo de hombros sin saber qué decir—. Es que no me gustan mucho, ya sabes.

Todos sonríen con verdadera cortesía.

Luego resulta que ésa habrá sido mi principal aportación a la conversación de la velada; después me pondré a recordar con nostalgia lo dicho, como si perteneciera a la Edad de Oro del Ingenio. Estaría dispuesto a utilizarla de nuevo si es que fuera posible, pero los demás temas de conversación que poco a poco se ventilan no me permiten esa posibilidad: no he visto las películas ni las obras de teatro que han visto ellos, y no he visitado los lugares que han visitado ellos. Me entero de que Clara trabaja en una editorial, y de que Nick es relaciones públicas; descubro que Emma vive en Clapham. Emma se entera de que yo vivo en Crouch End, y Clara se entera de que soy dueño de una tienda de discos. Ella ha leído
Cisnes salvajes;
Charlie no lo ha leído, pero le encantaría, y es posible que se lo pida prestado a Emma. Barney estuvo esquiando hace poco. Si no me quedase más remedio, a lo mejor podría recordar dos o tres cosas más. De todos modos, me paso casi toda la noche sentado como un flan, con la sensación de ser un niño al que le han dejado quedarse despierto hasta más tarde que de costumbre, porque ésta es una ocasión especial. Cenamos platos que me son desconocidos, y tanto Nick como Barney comentan alternativamente las virtudes de cada una de las botellas de vino que bebemos, pero no sale a relucir la que he traído yo.

La diferencia que hay entre estas personas y yo es que ellos acabaron la carrera y yo no (ellos no rompieron con Charlie, y yo sí); a resultas de eso, ellos tienen trabajos estupendos, y yo tengo un trabajo que da asco; ellos son ricos y yo soy pobre; ellos tienen total confianza en sí mismos y yo sólo tengo cierta incontinencia, ellos no fuman y yo sí, ellos barajan opiniones y yo confecciono listas. ¿Podría yo decir si el peor
jet lag
es a la ida o a la vuelta? No. ¿Podrían recitar ellos la formación original de los Wailers? Tampoco. Seguramente ni siquiera saben cómo se llamaba el cantante del grupo.

Sin embargo, no son mala gente. A mí no me va la lucha de clases, y ellos tampoco es que sean una pasada de pijos. Es posible que sus padres vivan en los alrededores de Watford o en un sitio semejante. ¿Querría tener algo de lo que tienen ellos? Por descontado: querría sus opiniones, su dinero, su ropa, su facilidad para hablar sobre nombres de perros sin sentir la menor vergüenza. Lo que quiero es volver a 1979 y empezar de cero.

No ayuda precisamente el hecho de que Charlie no haga más que decir chorradas durante toda la velada; no presta atención a nadie e intenta demasiado visiblemente salirse por la tangente cuando le viene en gana; además, adopta toda clase de acentos irreconocibles e inapropiados. No me importaría decir que todo eso son nuevas costumbres, nuevas modas, pero no es verdad: todo eso estaba ya inventado hace una pila de años. Que no escuche a los demás es algo que hace tiempo interpreté como muestra de su marcado carácter; su afición a salirse por la tangente me pareció algo muy propio de su misterio; los acentos que adopta sin venir a cuento me parecieron de lo más teatral. ¿Cómo me las he arreglado para borrar todos estos rasgos a lo largo de estos años que han pasado? ¿Cómo llegué al extremo de convertirla en la respuesta a todos los problemas que pueda haber en el mundo?

Aguanto el tirón durante la noche entera, aunque no creo que merezca ni el trozo de sofá que he ocupado; al final me quedo más tiempo que Clara y Nick, y sigo allí cuando se marchan Barney y Emma. Es entonces cuando me doy cuenta de que no he hecho más que beber, en vez de charlar con los demás, y que por eso ando bastante despistado, incapaz de centrarme.

—O sea, que tenía razón, ¿no? —me pregunta Charlie—. ¿A que es tu tipo?

Me encojo de hombros.

—Es de un tipo que le gustaría a cualquiera. —Estoy pedo; me pongo un poco más de café, y se me ocurre que sería buena idea pasar al ataque—. Oye, Charlie, ¿por qué me dejaste para irte con Marco?

Se me queda mirando muy seria.

—Lo sabía.

—¿Qué?

—Que atravesabas por una de esas fases, ya sabes, en las que uno se pregunta por el significado de la vida. —Dice «el significado de la vida» con un marcado acento americano y frunce el ceño.

No puedo mentirle.

—Pues sí, es verdad. Desde luego, así es. Y no veas cómo.

Se echa a reír, y me parece que se ríe de mí, no conmigo. Y juguetea con uno de sus anillos.

—Puedes decir lo que quieras —le digo con toda generosidad.

—Bueno, es que a estas alturas todo eso está un poco perdido... en la espesa neblina del pasado. —Dice «en la espesa neblina del pasado» con acento irlandés aunque no venga a cuento, y sacude la mano delante de la cara, presumiblemente para subrayar la densidad que tiene esa neblina—. No era que Marco me gustara más, porque tú me parecías tan atractivo como él en todos los sentidos. —(Pausa)—. Lo que pasa es que él sí sabía que era atractivo, y tú no, y eso es una diferencia tremenda. Tú te portabas como si yo fuese un bicho raro, simplemente porque me apetecía estar contigo. Y eso terminó por cansarme, no sé si me explico. La imagen que tú tenías de ti mismo empezó a contagiárseme, y acabé por pensar que sí, que era un poco rara. Sabía de sobra que eras amable, atento, considerado, y que me hacías reír; me encantaba la forma en que te consumían las cosas que más te gustaban, pero... Marco me parecía algo más, no sé, algo más glamouroso, sí, puede ser. Desde luego, estaba más seguro de sí mismo, encajaba mejor con la gente de moda. —(Pausa)—. Me pareció que iba a ser más fácil, porque contigo tenía a veces la sensación de llevarte a rastras a todos lados. —(Pausa)—. Era más luminoso, tenía más chispa, ¿no? —(Pausa)—. No sé; ya sabes cómo es la gente cuando tiene esa edad. Todo el mundo emite juicios muy superficiales.

¿Qué tiene eso de superficial? Yo era entonces, y por tanto también soy ahora, un poco lerdo, un tío apagado, aburrido, torpe, que no ha estado nunca de moda, que no tiene ningún encanto. Todo eso no me parece nada superficial. No se trata de heridas cutáneas: son puñaladas que me llegan a los órganos internos y amenazan con ser gravísimas, mortales.

—¿Te resulta doloroso? Pues Marco era un pelele, por si te sirve de consuelo.

La verdad es que no, pero tampoco quería un consuelo. Quería las cosas claras, y eso es lo que consigo. Aquí ya no hay ni rastro del destino de Alison Ashworth, ni nada de la reescritura de la historia que hizo Sarah, ni tampoco un recordatorio de que todo el asunto del rechazo y el abandono lo había entendido totalmente al revés, como me pasó con Penny; aquí no hay más que una explicación perfectamente clara de por qué en este mundo hay quien tiene y quien no tiene. Después, en el camino de vuelta, en el taxi, caigo en la cuenta de que lo único que ha hecho Charlie es reinterpretar los sentimientos que me inspira mi genio por el hecho de ser un tío normal y corriente; y es posible que ese talento en particular, que parece ser el único que tengo, esté sobrevalorado.

22

El grupo de Barry va a dar un concierto, y Barry quiere poner un cartel en la tienda.

—Que no. Y no me jodas.

—Vaya, gracias por tu apoyo, Rob. Te lo agradezco muchísimo.

—Hasta ahora hemos tenido una norma bien clara sobre los anuncios de grupos chungos.

—Sí, para los que vienen de la calle a pedirnos que por favor les dejemos poner un cartel. Todos esos perdedores.

—Como, por ejemplo... Suede. No les dejaste pegar el cartel. Ni a los Auteurs. Ni a St. Etienne. ¿Te refieres a esa clase de perdedores?

—¿A qué viene todo esto? No fui yo el que no les dejó pegar el cartel. Esa norma te la inventaste tú.

—Es verdad, pero a ti te encantaba, ¿verdad? Te flipaba darles puerta a esos chavales. Anda, búscate la vida, les decías.

—Bueno, me equivoqué, ¿o es que uno no puede equivocarse? Venga, Rob, no jodas. Necesitamos que vengan los habituales de por aquí. Si no, vamos a tocar solos, tío.

—Vale, como quieras. ¿Cómo se llama el grupo? Si crees que va a servir de algo, por mí puedes pegar el cartel.

Me planta el cartel en el mostrador: el nombre del grupo y un garabato lamentable.

—Barrytown. ¿Barrytown? Joder, tío. ¿Es que tu arrogancia es infinita?

—Eh, que no es por mí. Es por la canción de Steely Dan. Además, salía en
The Commitments.

—Sí, Barry, pero a mí no me la pegas. Es imposible llamarse Barry y ser el cantante de un grupo que se llama Barrytown. Suena a...

—Coño, que se llamaban así antes de que yo me uniera al grupo, ¿vale? No ha sido idea mía.

—Por eso has conseguido el bolo, ¿no?

Barry el de Barrytown no dice nada.

—¿Sí o no?

—Bueno, fue una de las razones por las que me propusieron que cantase con ellos, es cierto, pero...

—¡Fantástico! ¡Para caerse de culo, tío! Te pidieron que cantases con ellos porque te llamas como te llamas. Joder, chico. En fin, pega el cartel si eso es lo que quieres, Barry. Ojalá se entere tanta gente como sea posible. Pero no lo pegues en el escaparate, ¿vale? Colócalo allí, encima del expositor de los folletos.

—Bien. ¿Cuántas entradas quieres que te aparte?

Me sujeto los costados con las dos manos y me echo a reír sin poder controlarme.

—Ja, ja, ja. Jo, jo, jo. Para, Barry, para. Me vas a matar de la risa.

—¿Es que no piensas ir?

—Pues claro que no pienso ir. ¿O es que tengo yo pinta de que me apetezca oír el estruendo experimental que arma una banda infumable, llamada Barrytown para más inri, en un espantoso pub del norte de Londres? A ver, ¿dónde es el bolo? —Miro el cartel y me entran más ganas de reír—. ¡En el puto Harry Lauder! ¡Ja!

—Muy bien, pues aquí mismo dejamos de ser amigos y tan campantes. Eres un hijo de puta y un amargado, Rob. ¿No te lo habían dicho nunca?

Agrio y amargado. Al parecer, últimamente todos están de acuerdo en que no tengo muy buen sabor que digamos.

—¿Amargado? No será porque no estoy en Barrytown, ¿eh? Pues yo esperaba que no se me notase tanto. En fin, tú sí que te has portado bien con Dick, el otro día cuando dijiste lo que dijiste de Anna. La hiciste sentirse parte de la familia de Championship Vinyl. Para eso te lo montas que ni pintado, chico.

Y se me olvida decir que yo sí que les he deseado felicidad eterna a Dick y a Anna. ¿Cómo encaja eso con lo agrio que soy? ¿Resulta suficientemente amargo?

—Lo de Anna no fue más que un chiste. Es una tía bien maja, está claro. Lo que pasa... es que yo no tengo la culpa de que tú estés bien jodido por los cuatro costados.

—Vaya, gracias. Ahora me dirás que tú serías el primero de la fila para verme si a mí me diera por tocar en un grupo, ¿no?

—Puede que no fuese el primero, pero seguro que iría.

—¿Va a ir Dick?

—Claro. Con Anna. Y también irán Marie y T-Bone.

¿Será verdad que el mundo es tan generoso? No tenía ni idea.

Supongo que se podrá pensar que estoy amargado, sobre todo si uno se lo propone. Yo en cambio no creo que esté amargado, pero sí desilusionado: pensaba que con el tiempo llegaría a ser digno de algo más que eso, pero también puede ser que esa desilusión me haya salido al revés. No es sólo el trabajo; no es sólo que tengo treinta y cinco años y estoy soltero, más solo que la una, aunque esos factores tampoco ayudan nada. Es más bien..., qué sé yo. ¿Has visto alguna vez una fotografía tuya de cuando eras niño? Si no, ¿has visto alguna fotografía de un famoso cuando era pequeño? En mi opinión, esas fotografías o te ponen contento o te dejan más triste que nunca. Existe una maravillosa fotografía de Paul McCartney cuando era pequeño, y la primera vez que la vi me sentí estupendamente: todo ese talento, todo el dineral que va a ganar, todos esos años de domesticidad dichosa, un matrimonio sólido como una roca, unos hijos deliciosos, y él todavía no lo sabe. Luego, en cambio, están las fotografías de otros famosos: JFK, todos los muertos del rock, los que terminaron bien jodidos y los que se volvieron locos, los que descarrilaron en una curva, los que fueron asesinados, los que terminaron por ser unos desdichados, o también por volver desdichadas a otras personas, de formas y maneras que son demasiado numerosas para sacarlas aquí a colación..., y entonces te paras a pensar, y llegas a la conclusión de que mejor habría sido quedarse allí, en esa foto, porque la vida nunca será mejor que entonces.

A lo largo de los últimos dos años, aquellas fotos mías de cuando era niño, las fotos que nunca quise que vieran mis novias, han empezado a producirme una punzada de no sé qué, porque no es exactamente infelicidad, pero sí un pesar a la vez llevadero y profundo. Hay una en la que salgo con un sombrero de vaquero, apuntando con un revólver a la cámara, empeñado en parecer un perfecto vaquero pero sin conseguirlo. A duras penas me atrevo a mirar ahora esa foto. A Laura le parecía dulcísima (¡ésa es la palabra que empleó, todo lo contrario de agrio!), y la colgó en la pared de la cocina. Ya la he devuelto al cajón correspondiente. Quiero pedirle disculpas a ese pequeño, decirle que lo siento, que le he decepcionado. Yo era el que presuntamente tenía que cuidar de él, pero la he jodido: me equivoqué en los momentos malos, y ese crío ha terminado por convertirse en mí.

Así, a él le habría gustado ver al grupo de Barry; nunca se habría preocupado gran cosa por los pantalones de peto que gasta Ian, ni por el bolígrafo con linterna de Penny (la verdad es que le habría encantado ese bolígrafo con linterna que tenía Penny), ni por los viajes de Charlie a Estados Unidos. Nunca habría comprendido, así de claro, por qué me dejan tan hundido esas menudencias. Si pudiera estar aquí y ahora, si pudiera saltar de esa foto y aparecer en esta tienda, ese pequeño saldría corriendo por la puerta y regresaría a 1967 a toda la velocidad que le permitiesen sus piernas.

BOOK: Alta fidelidad
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