Alta fidelidad (18 page)

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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
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—Anda, Dick, no jodas, ¿vale? —dice Barry finalmente.

Dick esboza una especie de sonrisa algo avergonzada.

—No, de verdad. No puedo ir.

—Te lo advierto —dice Barry—: como no tengas una explicación convincente, tendré que darte el premio de Aguafiestas de la Semana.

Dick no dice nada.

—Venga, ¿con quién has quedado?

Sigue sin decir ni pío.

—Oye, Dick, no habrás ligado, ¿eh?

Silencio.

—No me lo puedo creer —dice Barry—. ¿Es que no hay justicia en este mundo? ¿Dónde está la justicia? Dick tiene una cita apasionante, Rob anda por ahí tirándose a Marie LaSalle, y en cambio el más guapo, el más inteligente de los tres lleva una temporada que no se come un rosco.

No se está tirando un farol: no lanza una sola mirada por el rabillo del ojo para comprobar si ha dado en el clavo. No titubea, no se para a ver si a mí me apetece decir algo. Lo sabe muy bien, y yo me siento algo hundido a la vez que lógicamente encantado de la vida.

—¿Cómo lo sabías?

—Joder, Rob, ¿por quién nos tomas? Da igual, porque me fastidia bastante más la cita que tiene Dick. ¿Cómo ha sido, Dick? ¿Qué explicación racional puedes darnos? A ver, déjame pensar. El domingo por la noche te quedaste en casa, porque me hiciste la cinta esa con las caras B de los singles de Creation. El lunes por la noche estuve contigo, igual que ayer, así que tuvo que ser... el martes.

Dick no dice nada.

—¿Dónde estuviste el martes?

—Fui a ver una actuación con unos amigos.

Me pregunto si de veras fue así de patente, y tengo que responder que seguramente sí, que el sábado por la noche se me debió de ver el plumero, pero Barry no tenía forma de saber qué es lo que ocurrió realmente.

—Vaya, ¿y qué clase de actuación es esa en la que resulta que conoces a una chica?

—No la conocí allí. Venía con los amigos con los que había quedado para ir a ver la actuación.

—¿Y esta noche has vuelto a quedar con ella?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Anna.

—¿Sólo tiene medio nombre? ¿Anna qué más? ¿Anna de las Tejas Verdes? ¿Anna Conda?

—Anna Moss.

—Anna Moss, vaya. Moss... La mosquita muerta. La mujer mosca, qué coño.

Esto es algo que ya le he visto hacer muchas veces con las mujeres, pero sigo sin saber por qué me desagrada tanto. Una vez lo comenté con Laura, porque también hizo un chiste así con su apellido, no recuerdo cómo era. Y me jodió un montón que lo hiciera. A mí me apetecía que mi chica fuese Laura sin más, que tuviese un nombre femenino y bonito, un nombre con el que pudiera soñar cuando me entrasen ganas de soñar. No me hizo ninguna gracia que, con su chiste, Barry la convirtiese en un colega. Laura pensó en cambio que yo me había molestado sin razón; pensó que yo prefería que las chicas siguieran siendo algo tontas, blanditas, como se supone que tienen que ser las chicas. Dijo que no me apetecía pensar en las chicas tal como puedo pensar en mis amiguetes. Y tenía razón, es cierto. Pero no se trata de eso. Barry no hace estos chistes por estar en favor de la igualdad entre los sexos: los hace porque tiene una mala leche que no se la salta un caballo, porque le gusta desinflar todo el bienestar romántico que Laura, Anna o quien sea pueda habernos aportado. Es mordaz este Barry. Mordaz y grosero. Sabe muy bien qué poder oculto tienen los nombres de las chicas, y no le gusta nada.

—¿Es verdosa y peluda?

La cosa ha empezado en broma, con Barry como abogado del diablo y Dick en el papel de abogado defensor, pero esos papeles han empezado a endurecerse. Dick parece más culpable que un asesino convicto y confeso, y lo único que ha hecho es conocer a una chica.

—Ya vale, Barry —le digo—. Déjalo.

—Ah, estaba clarísimo que ibas a decir eso, ¿cómo no? Ahora tenéis que manteneros unidos, claro. Ahí los tienes, Follarines Unidos jamás serán vencidos.

Procuro no perder la paciencia con él.

—Bueno, ¿tú vienes al pub o qué?

—No, qué cojones.

—Perfecto.

Barry se marcha; ahora es Dick el que se siente culpable de veras, no por haber conocido a una chica, sino porque yo me he quedado sin nadie con quien tomar unas cervezas.

—Creo que me queda tiempo para una ronda rápida.

—No te preocupes, Dick. Tú no tienes la culpa de que Barry sea un imbécil. Que lo pases bien, tío.

Me lanza una mirada de auténtica gratitud, de esas que te rompen el corazón.

Tengo la sensación de llevar toda la vida despachando conversaciones como ésta. Ninguno de los tres es un jovencito, pero lo que acaba de ocurrir entre nosotros bien podría haber ocurrido cuando tenía dieciséis, veinte o veinticinco años. Llegamos a la adolescencia y allí nos paramos en seco; fue entonces cuando dibujamos el mapa y hemos dejado las fronteras tal como estaban entonces. ¿Por qué le jode tanto a Barry que Dick esté saliendo con una chica? Porque no le apetece nada que un tío con aparato dental y el anorak sucio le sonría en la cola del cine, por eso. Le preocupa bastante el aire que va tomando su vida, y está solo. Los solitarios son los más amargados del mundo.

14

Desde que tengo la tienda hemos intentado por todos los medios sacarnos de encima un disco de un grupo que se llama Sid James Experience. Por lo general, los discos o cintas que no conseguimos vender, al final nos los quitamos de encima de cualquier manera: rebajándolos a diez peniques o, llegado el caso, tirándolos a la basura. Lo que pasa es que a Barry le encanta este disco (tiene dos copias en su casa, por si acaso alguien le pide uno prestado y luego no se lo devuelve, cosa que suele ocurrir); dice que es una joya, que es muy raro y que un día haremos muy feliz a alguien. La verdad es que ha terminado por ser una especie de chiste de la casa. Los clientes habituales preguntan por su salud y le dan una palmadita amistosa cuando se lo encuentran en un estante; a veces, alguno ha traído la funda hasta el mostrador, como si estuviese a punto de comprarlo, pero entonces suelta el típico «¡Era broma, tío!», y lo devuelve al sitio en que lo ha encontrado.

Total, que el viernes por la mañana aparece un tío al que nunca hemos visto el pelo y se pone a repasar la sección de «Pop británico» (S-Z); se le escapa un suspiro de asombro y viene corriendo al mostrador con la funda del disco apretada contra el pecho como si temiese que alguien pudiera quitárselo. Y entonces saca la cartera y lo paga, siete libras en total, sin intentar siquiera regatear, sin darse cuenta de lo que está haciendo. Dejo que sea Barry quien lo atienda —es su momento estelar, se lo ha ganado a pulso—, mientras Dick y yo miramos sin perder ripio, conteniendo la respiración. Es como si hubiese entrado un tío que se hubiese rociado de gasolina y acabara de sacar una caja de cerillas del bolsillo. No osamos soltar el aire contenido en los pulmones hasta que enciende la cerilla y se prende fuego, y cuando por fin se marcha de la tienda nos echamos a reír como energúmenos. Nos ha dado renovadas fuerzas: si es posible que alguien entre en la tienda y encima se lleve el disco de Sid James Experience por su precio, significa que en el momento menos pensado puede ocurrir algo bueno.

Laura ha cambiado desde la última vez que la vi. En parte es por el maquillaje; se lo pone para ir a trabajar, y le da un aire menos estresado, menos fatigado, como si fuese más dueña de sí. Pero no es eso solamente, sino que ha ocurrido algo más, algo que no sé si es real o sólo es fruto de su imaginación. Sea como fuere, se le nota que está segura de haber iniciado una nueva etapa en su vida. Pero no, ni mucho menos. No pienso dejarla.

Vamos a un bar cerca de su trabajo: no a un pub, sino a un bar que tiene fotografías de jugadores de béisbol en las paredes, un menú escrito a tiza en una pizarra y una llamativa falta de grifos de cerveza en la barra, y que está relativamente lleno de individuos con traje y corbata que beben cerveza americana en botella. Encontramos sitio en una mesa al fondo. Ella va directamente al «¿Qué tal estás?», como si yo no importase ya tanto. No sé qué murmuro, pero sí me doy cuenta de que no voy a ser capaz de dominarme, de que voy a llegar demasiado pronto al quid de la cuestión, y acto seguido, ¡zas!, «¿Ya te has acostado con él?», y todo terminado.

—¿Por eso querías que nos viéramos?

—Supongo que sí.

—Joder, Rob.

Tengo ganas de hacerle la pregunta de nuevo, de disparar a bocajarro; quiero una respuesta, no quiero más «Joder, Rob», más miradas compasivas.

—¿Qué quieres que te diga?

—Quiero que me digas que no y que tu respuesta sea cierta.

—Pues no va a poder ser.

No es capaz de mirarme a la cara cuando lo dice.

Veo que va a decir algo diferente, pero ya no la oigo; he salido a la calle, pasando entre todos esos trajes con corbata y gabardina, cabreado y harto, y voy camino de mi casa, dispuesto a meterme unos cuantos discos más, a ser posible a todo volumen, a ser posible discos de cabreo que me hagan sentirme algo mejor.

A la mañana siguiente, el tío que vino a comprar el álbum de Sid James Experience viene a cambiarlo. Dice que no es lo que él pensaba.

—¿Y qué pensabas que era? —le pregunto.

—No sé —dice—, otra cosa.

Se encoge de hombros y nos mira sucesivamente a los tres. Los tres le miramos fijamente, desazonados, decepcionados. Él parece medio muerto de vergüenza.

—¿Lo has oído entero? —le pregunta Barry.

—No, lo quité a mitad de la segunda cara. Es que no me gustaba nada.

—Anda, vuelve a casa y prueba de nuevo —dice Barry a la desesperada—. No es de los que te entran a la primera, sino que lleva su tiempo. —El tío menea la cabeza con firmeza. Ha tomado una decisión y al final lo cambia por un compact de Madness de segunda mano. Vuelvo a colocar el Sid James Experience en su sitio.

Laura llama por la tarde.

—Tenías que haber supuesto que iba a suceder —dice—. No puede haberte pillado totalmente desprevenido. Tú mismo lo dijiste; llevo algún tiempo viviendo con él, ¿no? Tarde o temprano tenía que darnos por ahí. —Suelta una risa nerviosa y, al menos a mi juicio, muy inadecuada a la situación—. Además, he intentado decírtelo mil veces, ésa no es la cuestión. La cuestión que de verdad importa es que tú y yo nos metimos en un lío lamentable.

Me entran ganas de colgar, pero la gente sólo cuelga el teléfono para que les llamen de nuevo, y, pensándolo bien, ¿por qué iba a llamarme Laura otra vez? No tiene ningún motivo.

—Oye, ¿sigues ahí? ¿En qué estás pensando?

Estoy pensando en lo siguiente: me he dado un baño con esta persona que está al otro lado del hilo (solamente uno, hace años, pero un baño es un baño, ¿o no?), y ya me empieza a costar recordar qué aspecto tiene. Estoy pensando esto otro: ojalá hubiésemos terminado con esta etapa y ojalá pudiéramos pasar a la siguiente, esa etapa en la que miras el periódico y ves que pasan por televisión
Perfume de mujer,
y te dices «Ah, ésa la vi con Laura». Estoy pensando, además, si se supone que he de pelear por esto y, en ese caso, ¿con qué armas peleo y contra quién tengo que pelearme?

—No, en nada.

—Nos podemos ver para tomar otra copa, si te apetece. Así me podré explicar mejor; creo que como mínimo te debo eso.

Como mínimo. Vaya.

—¿Qué mínimo sería demasiado?

—¿Cómo dices?

—Nada, es igual. Mira, tengo que dejarte. Yo también trabajo, ¿sabes?

—¿Me llamarás?

—No tengo tu teléfono.

—Pero puedes llamarme al trabajo. Y podemos quedar, vernos y hablar de todo esto como es debido.

—De acuerdo.

—¿Prometido?

—Sí, de acuerdo.

—Lo digo porque no me gustaría que ésta fuera la última conversación que tengamos. Te conozco.

Pero en el fondo no me conoce en absoluto: la llamo a todas horas. La llamo esa misma tarde, cuando Barry sale a comer algo y Dick anda ajetreado, ordenando unos pedidos por correo ahí mismo, en la trastienda. La llamo pasadas las seis, que es cuando Dick y Barry ya se han marchado. Cuando llego a casa, llamo a información telefónica para conseguir el nuevo número de Ian y llamo unas siete veces seguidas, aunque cuelgo cada vez que él coge el teléfono; al final, Laura se lo huele y contesta ella misma a una de mis llamadas. La llamo a la mañana siguiente y dos veces más esa misma tarde, y la llamo desde el pub por la noche. Y después del pub me acerco a casa de Ian, más que nada para ver qué aspecto tiene por fuera. (No es más que otra casa de tres pisos, típica del norte de Londres, aunque no tengo ni idea de qué piso es el suyo, aparte de que no hay luces encendidas en ninguno de los tres.) No tengo nada mejor que hacer. En resumidas cuentas, he vuelto a perder, igual que perdí con Charlie, hace una pila de años.

Hay hombres que llaman y hombres que no llaman, y yo preferiría de largo ser de estos últimos. Son los hombres como es debido, esa clase de hombres que las mujeres tienen en mente cuando suspiran por nosotros. Es un estereotipo seguro, sólido y carente de significado: el tío que hace como que todo le importa un pimiento, que cuando lo abandonan a lo mejor se pasa un par de noches sentado a solas en el pub y luego sigue como si tal cosa con sus asuntos. Aunque la vez siguiente pondrá menos confianza que antes, al menos tiene bien claro que no ha quedado como un gilipollas y tampoco le ha dado un susto a nadie, mientras que esta semana yo he hecho ambas cosas. Un día, Laura se siente fatal, culpable por todo; al día siguiente, se encuentra asustada y cabreada, y el único y absoluto responsable de la transformación soy precisamente yo, cosa que no me ha hecho ningún bien. Si pudiera, dejaría de hacer lo que hago, pero me da en la nariz que no tengo elección en todo este asunto: es lo único que pienso, y lo pienso a todas horas. «Te conozco bien», dijo Laura, y es verdad, en cierto modo es verdad: sabe que soy de los que no se toman la molestia, sabe que tengo amigos a los que no veo desde hace años, y que nunca vuelvo a cruzar ni palabra con las chicas con las que me he acostado alguna vez. En cambio, no sabe cómo te lo tienes que currar para ser así.

Quiero verlas ahora: quiero ver a Alison Ashworth, que me dejó al cabo de tres penosas tardes en el parque; a Penny, que no me dejó ni rozarla, aunque luego se largó con el mamonazo de Chris Thomson y se lo hizo con él; a Jackie, aunque sólo me pareciese atractiva mientras estuvo saliendo con uno de mis mejores amigos; a Sarah, con la que formé una alianza contra todos los abandonistas del mundo y después me abandonó de todos modos. Y quiero ver a Charlie, muy especialmente a Charlie, porque a ella tengo que darle las gracias por todo: por mi fenomenal trabajo, por mi tremenda confianza en mi capacidad sexual, por todo. Quiero ser un ser humano redondo, entero y verdadero, sin todos estos bultos y nudos de rabia, culpa, disgusto y asco de mí mismo. ¿Y qué es lo que quiero hacer cuando las vea, eh? Yo qué sé. Charlar. Preguntarles cómo les va, saber si me han perdonado por pasarme con ellas cuando me he pasado con ellas, y decirles que las he perdonado por pasarse conmigo cuando se han pasado conmigo. ¿No sería estupendo? Si las viese a todas ellas en fila, una detrás de otra, y no quedasen malos rollos entre nosotros, sino sólo sentimientos de afecto, sentimientos aterciopelados, un brie cremoso en vez de un parmesano viejo y reseco, seguramente me sentiría limpio por dentro, tranquilo y en paz, dispuesto a empezar de nuevo.

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