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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (21 page)

BOOK: Alta fidelidad
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—Hay que trabajar a fondo en una relación de pareja. No puedes darla por terminada cada vez que algo se tuerce. (Jackie.)

—Es verdad. Habría sido muy fácil mandarlo todo a hacer gárgaras, y empezar con otra persona que te vuelva loco, pero está claro que aun así tendrás que llegar a esa etapa en la que tienes que trabajar a fondo en la relación. (Phil.)

—No hay muchas cenas íntimas a la luz de las velas ni segundas lunas de miel, eso te lo puedo asegurar. Hemos pasado ya de todo eso. Ahora, más que nada somos dos buenos amigos. (Jackie.)

—No te puedes meter de cabeza en la cama con la primera mujer que te gusta, y además esperar que tu matrimonio no resulte perjudicado. Da lo mismo lo que digan los demás, porque es así. (Phil.)

—El problema que tienen los jóvenes hoy en día...

No, era broma. Pero lo cierto es que los dos son bastante...
proselitistas,
sí, al hablar de lo que tienen, como si yo hubiese venido de visita a su casa desde el norte de Londres con la intención de detenerlos por estar acusados de monogamia. No es verdad, pero sí tienen razón al suponer que eso es un delito en el lugar del que yo vengo: es contrario a la ley, porque todos somos cínicos y románticos, a veces simultáneamente, y el matrimonio, con todos sus tópicos y con su constante brillo de bajo voltaje, nos resulta tan molesto como un diente de ajo a un vampiro.

Estoy en casa, preparando una cinta de viejos singles, cuando suena el teléfono.

—Hola, ¿eres Rob?

Reconozco la voz: es de alguien que no me cae nada bien, pero de momento no consigo concretar más.

—Soy Ian, Ray.

No digo nada.

—He pensado que a lo mejor deberíamos hablar, aclarar un par de cosillas, ¿no?

Esto... esto es... una chifladura. Alguien ha debido de volverse loco de remate. A veces se emplea esa expresión para indicar que una cosa que iba relativamente bien se ha descontrolado por completo; por ejemplo: «La democracia ha enloquecido.» Bueno, pues lo que quiero es utilizar esa expresión, pero lo malo es que no sé qué es lo que puede haber enloquecido. ¿El norte de Londres? ¿La vida misma? ¿La década de los noventa? No lo sé. Lo que sí tengo bien claro es que en una sociedad decente y sobre todo cuerda, Ian nunca me habría llamado para aclarar un par de cosillas. Y yo tampoco le habría llamado para aclarar un par de cosillas. Se lo aclararía directamente a él, sin contemplaciones, y si le apetece pasar una semana comiéndose los pantalones con peto, va camino de conseguirlo.

—¿Qué cojones hay que aclarar?

Estoy tan cabreado que me tiembla la voz, igual que me pasaba cuando estaba a punto de pelearme con otro chico en la escuela, y por eso no parezco ni mucho menos cabreado, sino más bien atemorizado.

—Vamos, Rob. Es evidente que mi relación con Laura te ha trastornado muchísimo.

—No sé por qué, pero no es que me entusiasme.

Claro y cortante, eso es.

—Rob, no se trata de hacer chistes ni de ver quién tiene más capacidad de ironía. De lo que estamos hablando es de acoso, ¿te enteras? Diez llamadas en una sola noche, aparte de andar merodeando por mi casa...

Hostia. ¿Cómo me habrá visto?

—Sí, bueno, pero ya se ha terminado, ¿no?

De claro y cortante, nada; ahora mismo más bien murmuro, como si fuese culpable y estuviera loco.

—Ya nos hemos dado cuenta, y nos alegramos, pero, claro... ¿Cómo vamos a hacer las paces? Los dos queremos ponerte las cosas tan fáciles como sea posible. Obviamente, yo sé que Laura es muy especial, y entiendo que ahora mismo no estás en tu mejor momento. No sabes cómo me fastidiaría perderla. De todos modos, si me pasara eso, preferiría pensar que ella ha decidido que ya no quiere que nos veamos más e intentaría respetar esa decisión. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí.

—Muy bien. ¿Cómo quieres que lo dejemos?

—Y yo qué sé.

Cuelgo el teléfono, no con un golpe de inteligencia aplastante, ni tampoco con un torrente de insultos, sino con un simple «y yo qué sé». Con eso le habré dado una lección que nunca olvidará.

ÉL: Muy bien. ¿Cómo quieres que lo dejemos?

YO: Yo ya lo he dejado, a ver si te enteras, que eres un soplapollas de lo más patético. Liz tiene toda la razón con lo que dice de ti. [
Cuelga el teléfono de un golpazo.
]

ÉL: Muy bien. ¿Cómo quieres que lo dejemos?

YO: De ninguna manera, Ian. No lo vamos a dejar. Al menos, no seré yo el que lo deje. Un consejo: yo que tú iría cambiando de teléfono. O de domicilio, ya puestos. El día menos pensado, eso de las diez llamadas en una sola noche, además de la visita que te hice, te va a parecer la edad de oro de tu vida. Ándate con cuidado, chaval. [
Cuelga el teléfono de un golpazo
]

ÉL: Preferiría pensar que ella ha decidido que ya no quiere que nos veamos más e intentaría respetar esa decisión.

YO: Si ella decidiera que ya no quiere verte nunca más, yo sí respetaría esa decisión. La respetaría a ella. Sus amigos la respetarían; todo el mundo se alegraría. El mundo entero sería más feliz.

ÉL: Hola, soy Ian, Ray.

YO: Que te den por el culo. [
Cuelga el teléfono de un golpazo.
]

En fin, qué más da.

Debería haber probado cualquiera de esas variantes. Tendría que haberle soltado al menos una obscenidad. Desde luego, tendría que haberle amenazado con violencia. Nunca debería haber colgado el teléfono después de un triste «y yo qué sé». Todo esto me va a reconcomer por dentro, y terminaré por morirme de cáncer, de un ataque cardiaco, qué sé yo. Me quedo temblando, temblando sin poder parar, y mentalmente vuelvo a escribir ese guión hasta que me sale totalmente venenoso, infalible, pero ni siquiera eso me sirve de ayuda.

19

Sarah todavía me manda tarjetas de felicitación por Navidad, con su dirección y su número de teléfono. (Pero no lo apunta de su puño y letra: utiliza esa porquería de pegatinas impresas.) Nunca dice nada más que «Feliz Navidad. Te quiere, Sarah». Viene escrito con su letra grande y redonda, de maestra de primaria. Yo le envío otras postales igualmente convencionales. Hace un par de años me fijé en que había cambiado de domicilio; también me fijé en que había cambiado de calle no sé cuántos, número tal, a un número con el añadido de una letra, que ni siquiera era una «b», pues ya se sabe que la «b» aún puede ser signo de una casa entera, sino que era una «c» o una «d», lo cual sólo denota un piso. En su día no le di muchas vueltas, pero ahora que lo pienso me parece levemente ominoso. A mí me hace pensar en que la dirección de calle no sé cuántos, número tal, era propiedad de Tom, y que Tom ya no está en su vida. ¿Petulante, yo?

Está igual que siempre; puede que un poco más flaca, es posible (Penny estaba mucho más gorda, pero también es verdad que es dos veces más vieja que la última vez que la vi; Sarah en cambio sólo ha pasado de los treinta a los treinta y cinco, y ése no suele ser el tramo de la vida en que más engorda uno), pero sigue mirándolo todo con una curiosidad invencible desde la visera de sus gruesos rizos. Salimos a tomar una pizza, y me resulta deprimente comprobar que, para ella, ésta es una gran ocasión. No me refiero al hecho de comer una pizza, claro, sino al hecho de haber quedado para salir esta noche. Tom la ha dejado, pero la ha dejado de forma cuando menos espectacular. A ver si me explico: no le dijo que era infeliz con la relación que mantenían, ni que había encontrado a una persona con la que le apetecía salir, ni que estuviese saliendo con otra, no, sino que se iba a casar con otra mujer. Eso es tener clase. Es para partirse de la risa, de verdad, pero logré contenerme a tiempo. No es más que otra de esas historias que te hacen decir: mala suerte, qué le vas a hacer. Es una de esas historias, desde luego, que dejan muy mal sabor de boca en las víctimas. Por eso, meneo la cabeza al enterarme de los crueles misterios que encierra el universo.

La veo mirar su copa de vino.

—No puedo creer que te dejase a ti para irme con él —dice—. Qué locura.

No quiero oír eso. No quiero ver cómo rechaza el hecho de haber sido ella la rechazada; quiero que me lo explique de tal modo que pueda absolverla.

Me encojo de hombros.

—Yo qué sé; seguramente en su día te pareció una idea estupenda.

—Seguramente. Pero no consigo recordar por qué.

Podría terminar con una noche de sexo, y la perspectiva, todo hay que decirlo, no me desagrada. ¿Qué mejor modo de exorcizar los demonios del rechazo que follarte a la mujer que te rechazó? Lo que pasa es que eso no sería acostarse con una persona, no; sería acostarse con toda una cultura unipersonal y más que nada triste. Si fuésemos a su casa seguro que allí habría un gato, y el gato saltaría sobre la cama en el momento crucial, y tendríamos que hacer un alto mientras ella lo engatusara para encerrarlo en la cocina. Y lo más probable es que tuviéramos que oír antes sus discos de Eurythmics, y no tendría nada que ofrecerme para beber. Y no habría nada que me recordase esos encogimientos de hombros tan propios de Marie LaSalle, esos que significan «eh, ¿qué pasa?, las tías también nos podemos poner cachondas, ¿no?». Habría llamadas telefónicas, azoramiento, arrepentimiento. Por eso, no pienso acostarme con Sarah a menos que en algún momento de la noche vea con toda claridad que se trata de esto: o ella o nada, y así durante el resto de mi vida. Y dudo mucho que esa clase de visión descienda hoy sobre mí: he ahí, para empezar, por qué nos dio por salir juntos; he ahí, para seguir, por qué me dejó a mí para irse con Tom. Ella hizo sus cálculos, calibró bien las posibilidades, hizo una apuesta en firme y se lanzó. Que ahora le apetezca otra oportunidad dice más de mí, y de ella, de lo que nunca podría decir el dinero contante y sonante: ella tiene treinta y cinco, y se dice a diario que la vida no le va a dar más de lo que hay esta noche encima de la mesa, eso de entrada. Es una conclusión bastante ingrata, de acuerdo, pero no hace falta mucho para entender cómo ha llegado hasta ella.

Los dos sabemos muy bien que no debería importar demasiado, que en la vida no todo es cuestión de emparejarse, que hay que echar la culpa a los medios de comunicación, etcétera. Pero a veces es muy difícil darse cuenta de eso un domingo por la mañana, cuando quizás aún te faltan diez horas para ir al pub a tomarte una copa y a sostener la primera conversación del día.

No tengo arrestos para meterme en una conversación sobre el rechazo. Ojo, no guardo ningún resentimiento a nadie; me alegro de que fuera ella la que me dejase, me alegro mucho de que no fuera al revés. Bastante culpable me siento ya de todas formas. Hablamos de películas un rato —le encantó
Bailando con lobos,
pero no le gustó la banda sonora de
Reservoir Dogs—
y luego hablamos de trabajo, más tarde volvemos a hablar de Tom, y después de Laura, aunque lo único que le digo es que estamos atravesando una mala racha. Y ella me vuelve a invitar a ir a su casa, pero yo no cedo, y los dos estamos de acuerdo en que lo hemos pasado bien, y nos decimos que hay que repetirlo un día de éstos. Ahora ya sólo me queda Charlie.

20

—¿Qué tal va eso del experimento, eh? ¿Seguís ampliando vuestra sensibilidad pop?

Barry me fulmina con la mirada. Le jode un montón hablar de su grupo.

—Eso, ¿les va la misma onda que a ti, Barry? —pregunta Dick con toda inocencia.

—A nosotros no nos va ninguna onda, Dick. Nosotros tocamos canciones, nuestras canciones.

—Ah, vaya —dice Dick—. Perdona, tío.

—Cojones, Barry —le digo yo—, ¿y a qué suenan vuestras canciones? ¿Suenan a los Beatles, a Nirvana, o a Papá Abraham y los Pitufos?

—Lo más probable es que no conocierais nuestras influencias más inmediatas —dice Barry.

—A ver, prueba.

—Son sobre todo alemanes.

—¿Qué, Kraftwerk y esas cosas?

Me mira con toda la condescendencia de que es capaz.

—Pero qué dices, tío.

—Pues dinos quién.

—No has oído hablar de ellos, Rob, así que cállate, ¿quieres?

—Dinos solamente uno.

—No.

—Pues danos las iniciales.

—No.

—No tienes ni puta idea, ¿a que no?

Sale de la tienda hecho un basilisco.

Ya sé que ésta es la respuesta que todo el mundo da a todas las preguntas, y lo siento, pero si hay un tío al que le haga falta un buen polvo, ése es Barry.

Sigue viviendo en Londres. Consigo su teléfono y su dirección llamando a información; vive en Ladbroke Grove, por supuesto. Y llamo, pero sostengo el auricular a un palmo del teléfono, para colgar enseguida si alguien me contesta. Me contesta alguien, y cuelgo. Vuelvo a intentarlo cinco minutos después, aunque esta vez me pongo el auricular algo más cerca del oído: es un contestador, no una persona. Vuelvo a colgar; aún no estoy listo para oír su voz. A la tercera escucho entero el mensaje de salida; a la cuarta por fin dejo un mensaje. Es increíble, de veras, pensar que esto podría haberlo hecho en cualquier momento, cualquiera, a lo largo de los últimos diez años. Esta mujer ha terminado por adquirir tal importancia que prácticamente me parece elemental que viviera en Marte, y que todo intento de comunicarme con ella costaría millones de libras, sin contar los años luz que serían necesarios para que le llegase. Es una extraterrestre, un fantasma espectral, un mito y no una persona que tiene un contestador automático, un wok algo oxidado y un abono de metro y bus válido para dos zonas urbanas.

Por la voz, parece más vieja, y supongo que también más pija: Londres ha terminado por sorberle del todo aquel deje de Bristol que tenía al hablar, pero está clarísimo, a pesar de los pesares, que es ella. No dice que esté viviendo con alguien; tampoco esperaba que el mensaje del contestador diera toda clase de detalles sobre la situación sentimental en que se encuentra, pero tampoco dice, por ejemplo: «Hola; Charlie y Marco no pueden atender tu llamada, pero deja tu mensaje...» No, nada de eso. El mensaje sólo dice: «Ahora no hay nadie en casa, deja tu mensaje después de la señal.» Le doy mi nombre y apellido, mi número de teléfono, y lo que suele decirse en estos casos, que cuánto tiempo, etcétera.

No tengo noticias de ella. Dos días más tarde vuelvo a intentarlo y dejo un mensaje muy similar al primero. Pero nada, no hay respuesta. Esto ya me parece más natural, sobre todo si hablamos del rechazo, del abandono: he ahí una persona que no contesta a tus mensajes ni siquiera una década después de abandonarte.

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