Alta fidelidad (19 page)

Read Alta fidelidad Online

Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
12.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Es lo que hace Bruce Springsteen en casi todas sus canciones. Puede que no en todas, pero lo ha hecho muy a menudo. ¿Conoces esa que se titula «Bobby Jean», que está en
Born in the USA?
Da igual; él llama por teléfono a una chica, pero le dicen que se fue de la ciudad hace años, y le jode un montón no haberlo sabido antes, porque le habría gustado despedirse de ella, decirle que la echaba de menos, desearle buena suerte. Y entonces entra uno de esos solos de saxo de los que te ponen la carne de gallina, si es que te van los solos de saxo. Y Bruce Springsteen... Vaya, me gustaría que mi vida fuera como una canción de Bruce Springsteen. Al menos una vez. Ya sé que no he nacido para correr; ya sé que Seven Sisters Road no es Thunder Road ni de lejos, pero los sentimientos, que es de lo que se trata, no pueden ser tan distintos, ¿o sí? Me gustaría llamar por teléfono a todas esas personas y desearles buena suerte, decirles adiós, y que se sintieran bien, que yo me sintiera bien. Todos nos sentiríamos bien, y eso estaría bien. Qué coño: sería estupendo.

15

Llega el día en que conozco a Anna: Dick la trae al pub una noche en que Barry no viene con nosotros. Es pequeña, tranquila, educada, está claramente deseosa de agradar, de resultar simpática; salta a la vista que Dick la adora. Él busca mi aprobación, cosa que le puedo dar fácilmente y en cantidad. ¿Por qué iba yo a querer que Dick fuese infeliz? De ninguna manera. Quiero que sea tan feliz como se pueda ser en esta vida. Quiero que nos demuestre a los demás que se puede vivir una relación estupenda y tener al mismo tiempo una colección de discos inmensa.

—¿Y no tiene una amiga para mí? —le pregunto a Dick.

Normalmente, por supuesto, no me referiría a Anna en tercera persona estando ella con nosotros, pero esta vez tengo una excusa, porque mi pregunta es a la vez muestra de mi aprobación y alusión oculta. Dick sonríe, encantado de la vida al reconocerla.

—Richard Thompson —le explica Dick—. Es de una canción de Richard Thompson que se titula «I Want to See the Bright Lights Tonight». ¿A que sí, Rob?

—Vaya, Richard Thompson —repite Anna con una voz que me hace pensar que durante estos últimos días ha tenido que absorber muchísima información a toda velocidad—. Y ése ¿quién era? Es que Dick está intentando darme una buena educación musical, ¿sabes?

—Creo que aún no hemos llegado a Richard Thompson —dice Dick—. Da lo mismo; es un cantante de folk rock, aparte de ser el mejor guitarra eléctrica que hay en Inglaterra. ¿No te parece, Rob? —Me hace la pregunta con nerviosismo; si Barry estuviese aquí, se lo pasaría bomba bajándole los humos a Dick sin esperar un minuto más.

—Desde luego, Dick —le aseguro.

Dick asiente con un gesto de alivio y de satisfacción.

—Anna es una fan de los Simple Minds —me confiesa Dick, quizás animado por su éxito con Richard Thompson.

—Ah, ya.

Me quedo sin saber qué decir, pues en nuestro universo ésta es una información que rompe esquemas. Odiamos a los Simple Minds. Estuvieron en el número uno de nuestros «primeros cinco grupos o músicos que habrá que matar a tiros cuando llegue la revolución musical». (Michael Bolton, U2, Bryan Adams y, sorpresa, sorpresa, Genesis, que se colaron por los pelos en quinto lugar. Barry también quiso matar a tiros a los Beatles, pero le señalé de pasada que eso ya lo había hecho otro.) Me cuesta entender cómo ha terminado liándose Dick con una fan de los Simple Minds; es tan difícil como imaginarle emparejado con un miembro de la familia real o con otro del gabinete en la sombra. Y no es la atracción que pueda haber entre ellos lo que más pasmado me deja, sino cómo es posible que se hayan juntado.

—Pero creo que poco a poco va entendiendo por qué no debería serlo, ¿verdad?

—Puede ser, un poco. —Se sonríen el uno al otro. Si te paras a pensarlo, es un pelín siniestro.

Es Liz la que me insiste en que deje de llamar a Laura a todas horas. Me lleva al Ship y me deja de vuelta y media.

—La estás alterando de verdad —dice—. Y a él también.

—Coño, no fastidies. Como si me importara.

—Bueno, pues debería.

—¿Y por qué?

—Porque..., porque lo único que estás consiguiendo es que formen una alianza: ellos dos contra ti. Antes de que empezaras con todo esto, esa alianza no existía. No había más que tres personas metidas en un buen fregado. Pero ahora resulta que ellos dos tienen algo en común, y no te conviene empeorar las cosas.

—¿Y tú por qué estás tan interesada en esto? Pensé que, en tu opinión, yo no pasaba de ser un gilipollas.

—Sí, bueno, y él también lo es. Es un gilipollas aún mayor que tú, que ya es decir, y eso que aún no ha hecho nada malo.

—¿Por qué dices que es un gilipollas?

—Sabes de sobra por qué es un gilipollas.

—¿Cómo sabes tú que yo ya lo sé?

—Porque me lo ha dicho Laura.

—¿Habéis hablado de que a mí me parece que su nuevo novio es un perfecto gilipollas? Joder, ¿y cómo es que os ha dado por ahí?

—Después de un rodeo larguísimo.

—Pues explícamelo por el camino más corto.

—No te va a gustar nada.

—Venga, Liz, no jodamos.

—Como quieras. Ella me dijo que cuando tú empezaste a descojonarte de Ian, cuando los dos vivíais aún juntos... fue cuando ella decidió dejarte.

—No te queda más remedio que descoronarte de un menda como ése, qué coño. Con ese pelo a lo Leo Sayer y esos pantalones de peto; con esa risa de mamón y esa política de capullín sin remedio, con ese...

Liz se echa a reír.

—Pues veo que Laura no estaba exagerando. O sea, que no te cae nada bien, ¿no?

—Es un tío insufrible. No lo aguanto.

—Ya, yo tampoco, y conste que es por las mismas razones.

—Entonces, ¿se puede saber de qué va Laura?

—Me dijo que con tus ataques de insultos contra Ian se dio cuenta de lo muy... «agrio», ésa es la palabra que utilizó, lo muy
agrio
que te has vuelto. Dijo que siempre te había querido por tu entusiasmo y por tu calidez, y que todo eso se te estaba resecando por dentro. Primero dejaste de hacerle reír y luego empezaste a deprimirla un montón. Ahora, para colmo, le das un miedo tremendo. No sé si te das cuenta de que, si quisiera, podría llamar a la policía y denunciarte.

La policía. Joder. En un momento dado estás bailando con ella en la cocina, una canción de Bob Wills y los Texas Playboys (¿qué pasa? ¡Aquella vez sí que la hice reír, y sólo han pasado unos meses!), y acto seguido te enteras de que te quiere ver entre rejas. Me paso una eternidad sin decir ni pío; no se me ocurre nada que, una vez dicho por mí, no parezca agrio. Tengo ganas de decirle que no tengo nada que me haga sentir esa calidez, que de dónde coño voy a sacar las ganas de mostrar algún entusiasmo. ¿Cómo vas a hacer reír a alguien si resulta que ese alguien quiere echarte encima a la policía?

—Pero ¿por qué sigues llamándola a todas horas? ¿Por qué estás tan desesperado por que vuelva contigo?

—¿Tú qué crees?

—No lo sé. Y Laura tampoco lo sabe.

—Bueno, pues si ella no lo sabe, ¿de qué sirve?

—Siempre hay un propósito, aunque no sea más que ahorrarse todo este lamentable follón la próxima vez.

—La próxima vez. ¿Tú crees que habrá una próxima vez?

—Venga, Rob, no seas tan patético. Por cierto, acabas de hacer tres preguntas para no tener que contestar a la mía.

—¿Cuál era la tuya?

—Ja, ja, ja. Había visto hombres como tú en las películas de Doris Day, pero nunca creí que existierais en la vida real. —Adopta un acento profundo, tontorrón, americano—. Me refiero a los hombres que no saben comprometerse, que no saben decir «te quiero» ni cuando desean decirlo, que carraspean y balbucean y cambian de tema. Y aquí estás: eres un espécimen perfecto, vivito y coleando. Es increíble.

Sé muy bien de qué películas está hablando, y son una ridiculez. Esos hombres no existen. Decir «te quiero» es bien fácil, está chupado. Más o menos todos los hombres que conozco lo dicen a todas horas. Yo he fingido un par de veces que no era capaz de decirlo, aunque no estoy muy seguro del porqué. Puede que fuera porque quise darle al momento ese aire de romanticismo hortera, estilo Doris Day, para que con el tiempo fuese más memorable de lo que hubiera sido en condiciones normales. Ya se sabe: estás con una chica, te pones a decir algo, te callas y ella salta automáticamente con ese «¿Qué decías?». Tú dices que nada, y ella insiste en que por favor se lo digas, y tú te plantas: «No, no, era una bobada», y al final te obliga a escupirlo, aun cuando tú tengas muy claro que ibas a decirlo de un modo u otro, y ella entiende que es algo más valioso por haber sido tan difícil arrancártelo y por haberlo conseguido ella sola. Puede que supiera en todo momento que sólo estabas tonteando, pero está claro que no le importa. Es como una cita textual: es lo más cerca que podemos estar de sentirnos como en una película, esos días contados en que llegas a la conclusión de que una chica te gusta tanto como para decirle que la quieres, sólo que no te apetece nada estropearlo todo con un manchurrón de sinceridad amorfa, directa, al grano.

De todos modos no pienso aclararle nada a Liz; no pienso decirle que ésa es una forma de recuperar parte del control, ni tampoco le diré que no estoy seguro de amar a Laura o no, ni que difícilmente podré averiguarlo mientras viva con otro; preferiría que Liz pensara que soy uno de esos típicos tontos del culo que se trabucan al decir algo de lo más sencillo, pero que al final terminan por ver la luz. Supongo que no me hará ningún daño a largo plazo.

16

Empiezo por el principio, por Alison. Le pido a mi madre que me busque el teléfono de sus padres en el listín local y empiezo por ahí mis pesquisas.

—¿Es usted la señora Ashworth?

—Sí, dígame.

La señora Ashworth y yo nunca llegamos a conocernos personalmente. Aquella relación que duró seis horas no dio pie para entrar en la fase en que uno conoce a los padres de la chica con la que sale.

—Verá, soy un antiguo amigo de Alison y me gustaría ponerme en contacto con ella.

—¿Quieres que te dé su dirección en Australia?

—Si... si es allá donde vive, sí, claro.

No pienso perdonar a Alison, y menos aún con prisas. De hecho, me costará varias semanas escribir una carta, y harán falta otras tantas, o más, para esperar respuesta.

Me da la dirección de su hija y le pregunto qué es lo que hace Alison tan lejos; resulta que se ha casado con un tío que se dedica a los negocios inmobiliarios, que ella es enfermera y que tienen dos hijas, que bla, bla, bla. Consigo resistirme y me abstengo de preguntarle si alguna vez le habla de mí. No se puede llevar tan lejos el egocentrismo. Le pregunto luego por David, que está en Londres y trabaja para una asesoría fiscal, se ha casado y también tiene dos hijas, ¿es que nadie sabe hacer niños en esta familia? ¡Si hasta la prima de Alison acaba de tener una niña! Expreso incredulidad en los momentos correspondientes.

—¿Cómo conociste a Alison?

—Fui su primer novio.

Se hace el silencio; por un instante, me preocupa haber sido el responsable, a los ojos de la familia Ashworth, de quién sabe qué delito sexual que yo no llegué a cometer.

—Si se casó con su primer novio, con Kevin. Es la señora de Bannister.

Se casó con Kevin Bannister, nada menos. Eso significa que fui superado por fuerzas que escapaban a mi control. Es tremendo. ¿Qué posibilidad tuve yo frente al destino? Ninguna, ni la más remota. No tuvo nada que ver conmigo, con ninguno de los fallos que yo pudiera cometer; mientras hablamos noto cómo se me termina de curar la cicatriz Alison Ashworth.

—Si eso es lo que dice, es una mentirosa —pretendía hacer un chiste, pero me sale totalmente al revés.

—Perdona, ¿cómo dices?

—No, en serio, bromas aparte, ja, ja, yo estuve saliendo con ella antes que Kevin. Solamente duramos una semana, claro. —Tengo que alargarlo un poco, porque si le dijera la verdad pensaría que estoy como una regadera—. Pero todo cuenta, ¿no le parece? Unos besitos siempre son unos besitos, vaya. Ja, ja.

No pienso dejar que me borren de la historia así como así. Yo tuve mi parte; representé mi papelito.

—¿Cómo me has dicho que te llamas?

—Rob. Bobby. Bob. Robert. Robert Zimmerman. —Joder, con el nombrecito.

—Bueno, Robert, pues cuando hable con ella ya le diré que has llamado. Pero no estoy muy segura de que se acuerde de ti.

Tiene toda la razón. Se acordará de la tarde en que empezó a salir con Kevin, pero no de la tarde anterior. Probablemente sólo me acuerdo yo de la tarde anterior. Supongo que debería haberla olvidado hace siglos, pero olvidar no se me da demasiado bien.

Acude a la tienda un hombre a comprar el tema original de Fireball XL
5
para regalárselo a su mujer por su cumpleaños (y resulta que lo tengo, y es suyo por tan sólo diez libras). Debe de tener uno o dos años menos que yo, pero habla con educación, viste un buen traje y lleva en la mano las llaves de su coche; por la razón que sea, esas tres cosas hacen que me sienta unas dos décadas más joven que él, como si tuviese veinte años frente a sus cuarenta y pico. Y de golpe me entra un deseo incontenible de saber qué es lo que piensa de mí. No cedo a esa presión, por descontado («Ten, el cambio y el disco; ahora, sé sincero: crees que soy un desastre, ¿verdad?»), pero después me paso un buen rato pensando en qué impresión le habré causado.

Dicho de otro modo, él está casado, cosa que da miedo de por sí, y lleva una de esas llaves de coche que uno agita con total confianza en sí mismo, de manera que obviamente debe de tener, no sé, un BMW, un Batmóvil o algo así de flipante, y tiene además un trabajo que le obliga a llevar traje y corbata. Aunque no soy un experto en estas cosas, a mí me parece un traje de los caros. Hoy voy un poco más puesto que de costumbre —llevo mis vaqueros nuevos, negros, en vez de mis raídos vaqueros azules, y me he puesto un polo de manga larga que incluso me tomé la molestia de planchar como es debido—, pero a pesar de todo salta a la vista que no soy un hombre maduro y que no tengo un trabajo maduro. ¿Me gustaría ser como él? No, en realidad no lo creo. Pero descubro que vuelve a preocuparme todo ese rollo de la música pop, si será que me gusta porque soy infeliz o si soy infeliz porque me gusta. Me vendría bien saber si alguna vez él ha estado sentado en un sillón y rodeado por miles y miles de canciones que tratan..., que tratan... (dilo, tío, dilo de una vez), bueno, que tratan del amor. Imagino que no, que él no ha estado en una situación así. Y tampoco el Príncipe Carlos, ni el tío que dirige el Banco de Inglaterra, ni David Owen, ni Oliver North, ni Kate Adie, ni montones y montones de famosos que debería conocer de nombre, pero que no conozco, simplemente porque nunca tocaron con Booker T y los MGs. Son gente, se les ve en la cara, que nunca han tenido tiempo de oír siquiera la cara A de los
Grandes éxitos
de Al Green, y para qué hablar de sus otras composiciones (diez discos sólo en el sello Hi, aunque solamente nueve estuvieran producidos por Willie Mitchell); deben de estar demasiado ajetreados fijando los tipos de interés e intentando alcanzar la paz en la antigua Yugoslavia, y no les queda tiempo, claro, para oír «Sha La La (Make Me Happy)».

Other books

Alaskan Sanctuary by Teri Wilson
New Hope for the Dead by Charles Willeford
Luminoso by Greg Egan
The Fear Index by Robert Harris
The Andromeda Strain by Michael Crichton
A Treasure Worth Keeping by Kathryn Springer
Gray Ghost by William G. Tapply