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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (2 page)

BOOK: Alta fidelidad
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Le gorreé un pitillo a Mark Godfrey y fui a sentarme a solas en un columpio.

—Vaya mariconazo —espetó David, el hermano de Alison. Le sonreí en señal de agradecimiento.

Total, que eso fue todo. ¿En qué me había equivocado? La primera tarde, parque, pitillo, lote. La segunda, ídem de ídem. La tercera, tres cuartas partes de lo mismo. La cuarta, zas, se acabó. Vale, entendido. Tal vez tendría que haberme fijado en las señales. Puede que al llegar al segundo ídem, hubiese debido interpretar que estábamos metidos en una encerrona, que yo había dejado que las cosas se estropeasen, hasta el punto de que ella anduviera en busca de otro. ¡Pero ella también podría habérmelo dicho! Al menos, podría haberme concedido un par de días de margen para que intentase arreglar las cosas.

Mi relación con Alison Ashworth había durado seis horas (es decir, las dos horas que iban desde el final de las clases al telediario, tres veces en total), así que tampoco podría afirmar que me acostumbré a estar con ella, ni que no supe comportarme. La verdad es que apenas recuerdo nada de ella. ¿Que tenía el pelo largo y negro? Puede ser. ¿Que era bajita? Más baja que yo, eso seguro. ¿Ojos rasgados, casi orientales, y tez morena? Ésos podrían ser sus rasgos, pero puede que correspondieran a los de cualquier otra. Da lo mismo. Ahora bien, si esta lista estuviera confeccionada por orden de mayor a menor tristeza, en vez de por orden cronológico, yo la pondría directamente en el número dos. Sería agradable pensar que a medida que envejezco también los tiempos van cambiando, las relaciones de pareja son más sofisticadas, las mujeres son menos crueles, todos tenemos la piel más curtida, reaccionamos con más agudeza, tenemos el instinto más desarrollado. No obstante, es como si aquella tarde en el parque contuviese un elemento que ha seguido estando presente en mí; todas mis historias románticas, todas las demás, parecen una versión improvisada sobre aquel modelo. Es verdad que nunca más tuve que dar aquella larga caminata, y es verdad que las orejas no se me han vuelto a poner tan coloradas; nunca más he tenido que contar los paquetes de tabaco que había en el suelo para ahorrarme las miradas burlonas, para contener las lágrimas... No, la verdad es que todo aquello no ha vuelto a suceder así. Pero a veces tengo una sensación muy similar.

2. PENNY HARDWICK (1973)

Penny Hardwick era una chica bien maja. Hoy en día, estoy del todo a favor de las chicas majas, aunque entonces no estuviera tan seguro. Su padre y su madre eran majos, tenía una casa majísima, sin adosar, con jardín, un árbol frondoso y un estanque lleno de peces; tenía un pelo bien majo (era rubia y lo llevaba corto, desenfadado, sin exagerar); tenía los ojos sonrientes, majos; por si fuera poco tenía una hermana pequeña majísima, que me sonreía con amabilidad cuando llamaba al timbre de su casa, y que siempre que nosotros se lo decíamos, se quitaba de en medio y nunca daba la lata. Era de modales muy majos —a mi madre le encantaba por eso—, y siempre sacaba unas notas estupendas en la escuela. Penny era muy bonita; sus cinco cantantes preferidos eran Carly Simon, Carole King, James Taylor, Cat Stevens y Elton John. Le caía bien a todo el mundo. De hecho era tan maja que nunca me dejó meterle mano por debajo del sujetador, ni tampoco por encima, así que un buen día rompí con ella, aunque obviamente nunca le dije por qué. Se echó a llorar y yo la odié por eso, porque hizo que me sintiera fatal.

No es difícil imaginar en qué se habrá convertido Penny Hardwick: en una chica majísima. Sé que fue a la universidad, sé que le fue bien y que terminó trabajando de productora de programas de radio para la BBC. Yo diría que es inteligente, seria —puede que demasiado seria—, que a veces es ambiciosa, aunque no de forma que te entren ganas de vomitar; ya era una versión de todo esto cuando salíamos, y debo reconocer que en otra etapa de mi vida me hubiesen parecido de lo más atractivas todas estas cualidades. Por entonces, sin embargo, no me interesaban las cualidades: me interesaban los pechos, y por eso Penny no me sirvió para nada.

Me gustaría poder contarte que mantuvimos largas e interesantes conversaciones, que fuimos amigos durante todos los años que duró nuestra adolescencia —desde luego, habría sido una amiga fenomenal—, pero no creo que llegásemos a hablar nunca. Íbamos al cine, íbamos a fiestas, a discotecas, y luchábamos a brazo partido. Luchábamos en su dormitorio y en el mío, en el salón de su casa y en el de la mía, en los dormitorios de las casas a las que íbamos de fiesta, en los salones de esas mismas casas, y en verano luchamos en el césped de varios jardines. Luchábamos por la misma cuestión de siempre. A veces me aburría tanto de intentar tocarle los pechos que procuraba tocarle la entrepierna, gesto que tenía algo de ingenio paródico: era como si intentase que alguien me prestara cinco libras y, al decirme que no, decidiera pedirle prestadas cincuenta.

Ahí van las preguntas que nos hacíamos los chicos en la escuela (una escuela en la que sólo estudiábamos chicos): «¿Qué, te has comido algo?» «¿Te deja comerte algún rosco?» Etcétera. A veces, las preguntas eran claramente de coña, y se esperaba una respuesta negativa: «No te estás comiendo ni un rosco, ¿a que no?» «Aún no le has tocado ni media pera, ¿eh?» Las chicas, por su parte, tenían que contentarse con expresiones como la que utilizaba Penny: «Es que todavía no quiero estrenarme, ¿sabes?», me explicaba con toda paciencia, y puede que con un punto de pena (porque daba la impresión de entender que un buen día, aunque todavía no, tendría que ceder, y que cuando tal cosa ocurriese seguramente no iba a gustarle nada), a la vez que me apartaba la mano de su pecho por enésima vez. Ataque y defensa, invasión y rechazo. Era como si las tetas fuesen objetos que uno pudiera poseer, sólo que habían sido inconcebiblemente anexionados por el sexo opuesto; era como si nos pertenecieran por derecho propio, como si quisiéramos que a toda costa nos fuesen devueltas.

Por fortuna, qué caramba, había traidoras y quintacolumnistas en el bando enemigo. Algunos conocían a otros chicos cuyas novias les «dejaban» hacer de todo; a veces, esas mismas chicas habían participado activamente, según suponíamos, en su propio rebajamiento. Ninguno de nosotros tenía noticia de que hubiera chicas que llegaran al extremo de desnudarse, ni tampoco de quitarse o de desabrocharse las prendas interiores, claro está. Eso habría sido llevar el colaboracionismo demasiado lejos. Tal como yo me imaginaba todo el asunto, esas chicas simplemente se habían colocado de tal manera que facilitaban al chico el acceso. «Si es que hasta mete barriga», comentó una vez Clive Stevens, en tono de aprobación, acerca de la novia de su hermano. A mí me costó casi un año entero calibrar la trascendencia de esta maniobra. No es de extrañar que aún me acuerde del nombre de pila de la chica que metía barriga (Judith): aún hay una parte de mí que tiene ganas de conocerla.

Basta con leer cualquier revista femenina para comprobar que se trata de la misma queja de siempre: los hombres —esos muchachitos, sólo que al cabo de diez, veinte, o treinta años— son un desastre en la cama. No les interesan «los prolegómenos»; no tienen el menor deseo de estimular las zonas erógenas propias del sexo opuesto; son egoístas, codiciosos, torpes, nada sofisticados. Estas quejas, es inevitable percibirlo, tienen un deje irónico. Por aquel entonces, lo único que nosotros buscábamos eran los prolegómenos, y a las chicas les importaban un pepino. No querían que uno las tocase, las acariciase, las estimulase, las excitase; de hecho, te daban un pescozón si lo intentabas. Por eso no es de extrañar, a mi entender, que no se nos dé nada bien. Nos pasamos dos o tres larguísimos años sumamente formativos, es verdad, aguantando un chorreo constante para que ni siquiera pensáramos en ello. Entre los catorce y los veinticuatro, eso de los prolegómenos pasa de ser lo que los chicos quieren y las chicas no, a ser lo que las mujeres desean y a los hombres les importa un pimiento. (O eso es lo que dicen. A mí, la verdad es que me gustan los prolegómenos, sobre todo porque aquellas veces que yo sólo quería tocar están alarmantemente frescas en mi recuerdo.) El emparejamiento perfecto, si quieres que te diga lo que pienso, es el que se daría entre la chica
Cosmopolitas,
y el chaval de catorce años.

Si alguien me hubiese preguntado por qué carajo estaba tan empecinado en agarrar a manos llenas un pedazo de pecho de Penny Hardwick, no habría sabido qué contestar. Y si alguien le hubiese preguntado a Penny por qué estaba ella tan empecinada en no dejarme, me juego cualquier cosa a que tampoco habría tenido una contestación a punto. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? A fin de cuentas, yo no iba buscando ninguna clase de reciprocidad. ¿Por qué no quería ella que estimulase sus zonas erógenas? No tengo ni idea. Lo único que tengo claro es que, si uno quisiera, podría encontrar las respuestas a todas esas preguntas tan difíciles enterradas en el interregno belicoso que hubo entre el brote del primer vello púbico y el primer Durex ensuciado.

En mi caso, además, yo tampoco tenía tantas ganas de meterle mano a Penny por debajo del sostén, o no tantas como había pensado. Puede que hubiese otras personas con más ganas que yo de que la tocara, tiene gracia. Al cabo de dos meses de luchar a brazo partido con Penny en la mitad de los sofás de la ciudad, me había hartado: había reconocido a un amigo que por ese camino no iba a ninguna parte, y lo había reconocido desatinada y retrospectivamente, porque mi amigo se lo había contado a otros amigos suyos, de modo que me convertí en blanco de unos cuantos chistes crueles y desagradables. Le di a Penny una última oportunidad, en mi dormitorio, una vez que mi padre y mi madre estaban en la sede de la junta municipal de distrito viendo una adaptación de
El viento en los sauces
a cargo de una compañía teatral del barrio; puse en juego un grado de fuerza que hubiese ultrajado y aterrado a cualquier otra mujer adulta, pero no llegué a donde quería, y cuando la acompañé a su casa prácticamente no cruzamos ni palabra.

Cuando nos volvimos a ver estuve bastante brusco con ella, y cuando hizo el gesto de besarme al final de la noche me la quité de encima con un encogimiento de hombros. «¿Para qué? —le dije—. Si nunca llegamos a ninguna parte.» La vez siguiente me preguntó si me apetecía que nos viéramos, y yo aparté la mirada. Llevábamos tres meses saliendo, es decir, todo lo que uno puede aproximarse a una relación permanente cuando está en tercero de bachillerato. (Sus padres incluso habían conocido a los míos, y las dos parejas se cayeron muy bien.) Ella soltó la lagrimita, y yo la odié por hacer que me sintiera culpable y por obligarme a cortar con ella de ese modo.

Luego salí con una chica que se llamaba Kim, de la que sabía a ciencia cierta que ya había sido sobeteada, aparte de que no iba a poner la menor objeción, y en eso no me equivoqué, cuando otro la quisiera sobar. Penny empezó a salir con Chris Thomson, que era de mi clase; un chaval que había tenido más ligues que todos los demás juntos. Me quedé hecho trizas, igual que ella. Una mañana, puede que tres semanas después de mi último forcejeo con Penny, Thomson entró rugiendo en la clase.

—Joder, Fleming —me dijo—, eres un anormal. ¿A que no sabes a quién le toqué las peras ayer mismo? —Me pareció que el pasillo empezaba a dar vueltas—. ¡Tú no le has rozado una teta en tres meses, y yo me la he comido entera en una semana!

Tuve que creerle; todos sabíamos que siempre se salía con la suya, daba lo mismo con quién se las viese. Me había humillado, me había derrotado, me había aventajado a la hora de la verdad. Me sentí estúpido, minúsculo, mucho más pequeño que ese imbécil que encima era desagradable, grandullón y bocazas. No debería haberme importado tanto. Thomson estaba al margen de todos los demás cuando se trataba de los asuntos de cintura para abajo, y en 3.° B había abundantes mamoncetes que ni siquiera habían rodeado la cintura de una chica con el brazo. Mi propia parte en el debate, por inaudible que fuera, tendría que haberles parecido a esos bobalicones de una sofisticación imposible. No había perdido tantos puntos, ni mucho menos; con eso y con todo, seguía sin entender lo que había pasado. ¿Cómo había tenido lugar aquella transformación en Penny? ¿Cómo había pasado de ser la chica que nunca haría nada de eso a ser una de las chicas capaces de hacer todo lo que hubiese que hacer? Puede que lo mejor fuera no darle tantas vueltas; no me apetecía nada sentir ninguna lástima por otro que no fuese yo.

Supongo que a Penny le habrán salido bien las cosas, y también sé que al final salí bien parado de aquélla; hoy diría incluso que Chris Thomson tampoco es la peor persona que anda por ahí suelta. Al menos, me resulta difícil imaginármelo llegar perdiendo el resuello a su puesto de trabajo, ya sea una sucursal bancaria, una compañía de seguros o un establecimiento de venta de automóviles, abriendo el maletín sobre las rodillas e informando sobre la marcha a uno de sus colegas, con estridente alborozo, de que le «ha metido mano» a la mujer de dicho colega. (Sí que es fácil imaginarlo metiéndole mano a su mujer, conste. Ya entonces parecía de esos que meten mano incluso a su esposa.) Las mujeres a las que no les gustamos los hombres, y es cierto que hay miles de hombres que no podrían gustarle a nadie, sino muy al contrario, tendrían que tener en cuenta cómo tuvimos que empezar, y el largo camino que hemos tenido que recorrer.

3. JACKIE ALLEN (1975)

Jackie Allen era la novia de mi amigo Phil, y yo se la levanté poco a poco, muy despacito, a fuerza de paciencia, durante varios meses. No fue nada fácil. Me costó muchísimo tiempo, no menos aplicación y otro tanto de engaños. Phil y Jackie empezaron a salir más o menos a la vez que Penny y yo, sólo que ellos siguieron saliendo después de que nosotros cortáramos: aguantaron todas las risitas y el chute hormonal de segundo de bachillerato, el fin del mundo que podía acontecer si sacabas malas notas en tercero y la sobriedad falsa y burlonamente adulta de COU. Eran nuestra pareja estrella, nuestros Paul y Linda, nuestros Newman y Woodward, la prueba palpable, vivita y coleando, de que en un mundo plagado de infidelidades y de mentiras era posible crecer, o envejecer al menos un poco, sin cortar y cambiar de novia cada tres meses.

No estoy nada seguro de por qué quise estropeárselo todo a ellos dos y a todos los que necesitaban que ellos dos siguieran juntos. ¿Sabes qué pasa cuando ves unas cuantas camisetas apiladas en una tienda de ropa, todas ellas estupendamente dobladas por colores, y qué pasa cuando te compras una? Al verla después en casa, nunca está igual que en la tienda. Sólo era preciosa en la tienda, aunque de eso te das cuenta cuando ya es tarde, porque estaba bien acompañada por otras prendas a su altura. Bueno, pues más o menos fue así. Yo esperaba, pobre de mí, que si conseguía salir con Jackie, parte de su dignidad de mujer de porte suntuoso y aire de estadista se me pegaría un poco, aunque estaba clarísimo que Phil no tenía nada de eso. (Y si era eso lo que yo quería, tal vez debería haber intentado encontrar una manera de salir con los dos, aunque si eso es durísimo de aguantar cuando eres adulto, a los diecisiete podría haber bastado para morir de un colocón.)

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