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Authors: Ken Follett

Alto Riesgo (6 page)

BOOK: Alto Riesgo
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Fuera cual fuese el motivo, Gilberte parecía inquieta. ─Sí, claro que sola.

─¿En una casa, en un piso, en una pensión? ─En un piso de dos habitaciones.

─Iremos allí.

─¡No!

─¿Por qué no? ¿Tienes miedo?

La chica parecía ofendida.

─No, no tengo miedo.

─¿Entonces?

─No me fío de los vecinos.

─¿Hay entrada posterior?

─Sí ─respondió Gilberte de mala gana─, en el callejón de una pequeña fábrica.

─Parece perfecto.

─De acuerdo, tienes razón. Iremos a mi casa. Es sólo... Me has cogido desprevenida, eso es todo.

─Lo siento.

Flick debía regresar a Londres esa misma noche. El avión la recogería en un prado a las afueras de Chatelle, un pueblo a ocho kilómetros de Reims. Se preguntó si el aparato conseguiría llegar. Guiándose por las estrellas, era extraordinariamente difícil encontrar un prado a las afueras de un pueblecito. Los pilotos solían extraviarse; en realidad, era un milagro que acertaran alguna vez. Flick miró al cielo: estaba despejado y empezaba a adquirir el tono azul oscuro que anuncia la noche. Si el tiempo se mantenía, la luna iluminaría la improvisada pista de aterrizaje.

Si no la recogían esa noche, se dijo, lo harían a la siguiente, como de costumbre.

Los camaradas que habían dejado atrás volvieron a su pensamiento. ¿Habría muerto el joven Bertrand? ¿Y Genevieve? Flick casi lo deseaba. Si seguían vivos, tendrían que enfrentarse a la agonía de la tortura. Sintió que se le encogía el corazón al pensar una vez más que los había conducido a la derrota. Sospechaba que Bertrand se había encaprichado de ella. Era lo bastante joven para sentirse culpable por desear secretamente a la mujer de su jefe. Flick se arrepintió de no haberle ordenado quedarse en casa. El resultado habría sido el mismo, y él habría seguido siendo el muchacho simpático y alegre de siempre, en lugar de un cadáver o algo peor.

Nadie acertaba siempre, y en la guerra, cuando los jefes se equivocaban, moría gente. Era un hecho irremediable, pero Flick seguía tratando de hallar consuelo. Ansiaba descubrir algún modo de hacer que el sufrimiento de sus compañeros no fuera en vano. Tal vez consiguiera aprender algo de su sacrificio para intentarlo de nuevo en mejores condiciones.

Pensó en el pase que le había robado a Antoinette, y en la posibilidad de utilizarlo para entrar subrepticiamente en el palacio. Unas cuantas mujeres disfrazadas de limpiadoras podían conseguirlo. Desechó de inmediato la posibilidad de hacerlas pasar por telefonistas; era un trabajo especializado que no se aprendía de la noche a la mañana. Pero cualquiera sabía usar una escoba.

¿Advertirían los alemanes que las limpiadoras eran nuevas? Probablemente no se fijaban en las mujeres que barrían y quitaban el polvo. ¿Y las telefonistas francesas? ¿Las delatarían? Era un riesgo que merecía la pena.

El Ejecutivo disponía de un eficaz departamento de falsificaciones capaz de copiar cualquier documento, en algunos casos utilizando incluso el mismo papel del original, en un par de días. Las falsificaciones del pase de Antoinette no tardarían en estar listas.

Flick se sentía culpable por habérselo robado. Puede que en ese momento lo estuviera buscando frenéticamente, mirando bajo el sofá, hurgándose en los bolsillos y escudriñando el patio linterna en mano. Cuando le dijera a la Gestapo que lo había perdido, tendría problemas. Pero acabarían dándole otro. Haciéndolo de aquel modo no podían acusarla de colaborar con la Resistencia. Si la interrogaban, sostendría con firmeza que lo había extraviado, pues estaba convencida de ello. Además, reflexionó Flick, si se lo hubiera pedido, lo más probable era que se hubiera negado a dárselo.

Desde luego, el plan tenía un grave inconveniente. El personal de limpieza del palacio estaba formado exclusivamente por mujeres. El grupo de la Resistencia que se hiciera pasar por ellas debía ser exclusivamente femenino.

«Bueno ─se dijo Flick─, ¿y por qué no?»

Se aproximaban a los suburbios de Reims. Cuando Gilberte detuvo el coche junto a una nave industrial rodeada por una alta alambrada, había oscurecido. La chica apagó el motor y Flick se volvió hacia Michel.

─¡Despierta! Vamos a meterte dentro. ─El herido se limitó a gruñir─.Tenemos que darnos prisa. Estamos violando el toque de queda.

Lo sacaron del coche entre las dos. Gilberte indicó una calleja que discurría a lo largo de la parte posterior de la fábrica. Michel les echó los brazos a los hombros, y ellas lo ayudaron a avanzar por la calleja. Gilberte abrió una puerta que daba al patio trasero de una casa de vecinos. Cruzaron el patio y entraron en el edificio por la puerta posterior.

Era un bloque de viviendas baratas, de cinco plantas y sin ascensor. Por desgracia, el piso de Gilberte estaba en la última. Flick le explicó cómo hacer la sillita de la reina. Cogiéndose con una mano la muñeca del otro brazo y agarrando con la otra la muñeca libre de la compañera, levantaron en vilo a Michel, que les pasó los brazos por los hombros para mantener el equilibrio. De ese modo, cargaron con él cuatro pisos. Por suerte, no se encontraron con ningún vecino.

Cuando llegaron ante la puerta de Gilberte, estaban sin aliento. Pusieron en pie a Michel, que consiguió entrar a la pata coja, llegar al cuarto de estar y dejarse caer en un sillón.

Flick echó un vistazo a su alrededor. Era el piso de una chica, limpio, ordenado y acogedor. Y, lo más importante, sin vecinos a la vista. Era la ventaja de vivir en el ático: nadie podía verte. Michel estaría seguro.

Gilberte se afanaba en torno a él, poniéndole cojines para que estuviera cómodo, enjugándole el sudor de la frente con una toalla, ofreciéndole aspirinas... Era atenta pero poco práctica, como Antoinette. Michel producía ese efecto en las mujeres, aunque no en Flick. Por eso, entre otras cosas, se había enamorado de ella: no sabía resistirse a un reto.

─Necesitas un médico ─dijo Flick con brusquedad─. ¿Llamo a Claude Bouler? Nos ha ayudado en otras ocasiones, pero la última vez que intenté hablar con él no quiso saber nada de mí. Estaba tan nervioso que pensé que iba a salir corriendo.

─Empezó a tener miedo en cuanto se casó ─respondió Michel─. Pero vendrá por mí.

Flick asintió. El médico no era el único que haría una excepción por Michel.

─Gilberte, ve a buscar al doctor Bouler.

─Preferiría quedarme con Michel.

Flick maldijo para sus adentros. La gente como Gilberte no servía

más que para llevar mensajes, y hasta para eso ponían pegas.

─Haz lo que te digo, por favor ─dijo Flick con firmeza─. Necesito estar sola con Michel antes de volver a Londres. ─¿Y el toque de queda?

─Si te paran, di que vas a buscar a un médico. Suelen hacer una excepción. Puede que te acompañen a casa de Claude para comprobar que no mientes, pero no vendrán aquí.

Gilberte no parecía muy convencida, pero se puso una chaqueta de punto y se marchó.

Flick se sentó en un brazo del sillón y besó a Michel. ─Ha sido una catástrofe ─murmuró.

─Lo sé. ─Michel soltó un gruñido─. Los del M16 se han lucido.

Debía de haber el doble de hombres de lo que nos habían dicho.

─Es la última vez que confío en esos payasos.

─Hemos perdido a Albert. Tendré que decírselo a su mujer.

─Yo vuelvo a Londres esta noche. Conseguiré que te manden otro

operador de radio.

─Gracias.

─Tendrás que averiguar quién más ha muerto, y quién sigue con vida.

─Lo intentaré ─murmuró Michel, y suspiró.

─¿Cómo te sientes? ─le preguntó Flick cogiéndole la mano. ─ Como un idiota. Menudo sitio para que te peguen un tiro... ─Y físicamente?

─Un poco mareado.

─Necesitas un trago. A ver qué tiene esta chica. ─Un güisqui me vendría de perlas. Michel le había cogido gusto al güisqui en Londres, antes de la guerra, con los amigos de Flick.

─Eso es demasiado fuerte.

La cocina estaba en una esquina de la sala de estar. Flick abrió un aparador. Para su sorpresa, vio una botella de Dewar's White Label. Los agentes británicos solían llevar whisky, para su propio consumo y el de sus camaradas de la Resistencia, pero era una bebida poco usual para una chica francesa. También había una botella de vino tinto empezada, mucho más conveniente para un herido. Flick llenó medio vaso y lo rebajó con agua del grifo. Michel bebió con avidez. Tras apurar el vaso, se reclinó en los cojines y cerró los ojos.

Flick se hubiera tomado un whisky, pero le pareció mal después de habérselo negado a Michel. Además, tenía que mantenerse despejada. Se tomaría una copa cuando pisara suelo británico.

Echó un vistazo al cuarto de estar. Había un par de cuadros ñoños en una pared y una pila de revistas de moda atrasadas sobre la mesita, pero ningún libro. Se asomó al dormitorio.

─¿Adónde vas? ─le preguntó Michel con brusquedad. 

─Sólo quiero echar un vistazo.

─¿No te parece de mala educación, no estando Gilberte? Flick se encogió de hombros.

─Pues no, la verdad. Además, necesito ir al baño.

─Está afuera. Bajando las escaleras, al final del pasillo, si no recuerdo mal.

Flick siguió sus instrucciones. Una vez en el baño, comprendió que algo le rondaba por la cabeza, algo relacionado con el piso de Gilberte. Procuró concentrarse. Siempre hacía caso a su instinto: le había salvado la vida en más de una ocasión.

─Aquí pasa algo ─le dijo a Michel apenas volvió a entrar en el piso─. ¿Qué es?

Él se encogió de hombros. Parecía incómodo. ─No lo sé.

─Estás raro.

─A lo mejor es porque me han herido en un tiroteo. 

─No, no es por eso. Es el piso.

La cosa tenía algo que ver con el nerviosismo de Gilberte, con el hecho de que Michel supiera dónde estaba el baño, con la botella de whisky... Flick decidió echar un vistazo en el dormitorio. Esa vez Michel no protestó. Flick miró a su alrededor. Sobre la mesilla de noche había una foto de un hombre que tenía los ojos grandes y las cejas negras como Gilberte, seguramente su padre. Sobre el cubrecama, una muñeca. En un rincón, un lavabo debajo de un armarito. Flick lo abrió. En su interior había una navaja de afeitar, un cuenco para la espuma y una brocha. Gilberte no era tan inocente como parecía: un hombre pasaba la noche en su casa lo bastante a menudo como para dejar en ella sus útiles de afeitado.

Flick los observó con detenimiento. La navaja y la brocha, que tenían mangos de hueso pulido, pertenecían al mismo juego. De pronto los reconoció. Se los había regalado a Michel cuando cumplió los treinta y dos.

De modo que era eso...

Estaba tan sorprendida que por unos instantes se quedó clavada en el suelo.

Hacía tiempo que sospechaba que Michel se interesaba por otra, pero no podía imaginar que la cosa hubiera llegado tan lejos. Sin embargo, ahí estaba la prueba, a un palmo de sus narices.

La sorpresa se transformó en indignación. ¿Cómo podía pegársela con otra mientras ella dormía sola en Londres? Se volvió y clavó los ojos en la cama. Lo habían hecho allí mismo, en aquella habitación. Era insoportable.

Ahora estaba furiosa. Le había sido leal y fiel, había sobrellevado su soledad, mientras él... La había engañado. Sentía tal cólera que no pudo reprimirse.

Salió del dormitorio como una exhalación y se plantó ante Michel. ─Eres un cerdo ─le espetó en inglés─. Un auténtico cerdo.

─No te enfades con mí ─respondió Michel en el mismo idioma. Sus faltas de inglés solían hacerla sonreír; pero esta vez no funcionó.

Flick cambió de idioma de inmediato.

─¿Cómo has podido engañarme con esa mema de diecinueve? ─le preguntó indignada.

─No significa nada, sólo es una chica bonita. 

─¿Y crees que eso mejora las cosas?

Flick sabía que, en los tiempos en que ella era estudiante y Michel profesor, lo había atraído enfrentándose a él en clase, pues, aparte de que los estudiantes franceses eran mucho más respetuosos que los ingleses, Flick aborrecía instintivamente la autoridad. Si alguien similar hubiera seducido a Michel ─tal vez Genevieve, una mujer que podía considerarse su igual─, Flick lo habría sobrellevado mejor. Pero le dolía especialmente que hubiera elegido a Gilberte, que no tenía en la cabeza nada más interesante que la laca de uñas.

─Me sentía solo ─murmuró Michel en tono quejumbroso. 

─ Ahórrate los lloriqueos. No te sentías solo. Lo que pasa es que eres débil, deshonesto y desleal.

─Flick, cariño, no discutamos. Acaban de matar a la mitad de nuestros amigos. Dentro de unas horas volverás a Inglaterra. Puede que los dos muramos pronto. No te vayas enfadada.

─¿Y cómo quieres que me vaya, dejándote en brazos de tu fulana? 

─No es ninguna fulana...

─Dejemos las precisiones. El caso es que yo soy tu mujer, pero es ella quien se acuesta contigo.

Michel cambió de postura y esbozó una mueca de dolor; luego, clavó en Flick sus intensos ojos azules.

─Me declaro culpable ─dijo─. Soy un cerdo. Pero soy un cerdo que te quiere y te pide que lo perdones, sólo por esta vez, por si no volvemos a vernos.

Era difícil negarse. Flick puso en la balanza sus cinco años de matrimonio y aquella aventura con una mocosa, y cedió. Dio un paso hacia él. Michel se abrazó a sus piernas y hundió el rostro en el gastado algodón de su vestido. Flick le acarició el pelo.

─De acuerdo ─murmuró─. De acuerdo.

─Lo lamento tanto... ─aseguró Michel─. Me siento fatal. Eres la mujer más maravillosa que he conocido, y que pueda llegar a conocer. No volverá a ocurrir, te lo prometo.

En ese momento se abrió la puerta y entró Gilberte seguida de Claude. Flick dio un respingo y soltó la cabeza de Michel. Se sintió idiota al instante. La mujer de Michel era ella, no aquella lagarta. ¿Por qué tenía que sentirse culpable por acariciarlo, aunque fuera en el piso de Gilberte? Estaba furiosa consigo misma.

Gilberte pareció escandalizarse al ver a Michel abrazando a su mujer precisamente allí, pero recobró la compostura de inmediato y adoptó una expresión de gélida indiferencia.

Claude, un médico joven y bien parecido, la siguió hasta el cuarto de estar. Parecía nervioso.

Flick se acercó a él y lo besó en ambas mejillas.

─Gracias por venir ─le dijo─. No sabes cuánto te lo agradecemos.

Claude se volvió hacia Michel.

─¿Cómo va eso, compañero?

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