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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (21 page)

BOOK: Amigos hasta la muerte
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—Así que el asesino de Jonas tendrá una mordedura. —Ahora que también Bodenstein aceptaba la tesis del asesinato, Behnke se avenía de inmediato a ello—. Deberíamos hablar con todos los que asistieron a la fiesta. Y además podríamos tomarles muestras de saliva.

—Sí, buena idea —asintió Bodenstein—. Los llamaremos a todos.

—También tenemos el análisis de la tarjeta SIM que encontramos en la parcela de Zacharias —recordó Ostermann—. Era el móvil de Jonas Bock.

Aparte de un sinfín de tonos, logos y números de teléfono, el muchacho también tenía guardadas en la tarjeta fotos, que ahora miraban los miembros de la K 11 en la pantalla de Ostermann. La modelo preferida de Jonas era su novia, Svenja: su bello rostro se hallaba en casi cuarenta fotos.

—Por favor, vaya una mierda que fotografían —observó Behnke: coches, botellas vacías en fila, jóvenes riendo y haciendo muecas, imágenes borrosas de documentos.

—¿Puedes ampliar eso? —pidió Pia—. ¿Qué será?

Ostermann fue haciendo clic con el ratón y las imágenes aumentaron de tamaño, si bien la calidad empeoró más aún.

—Dame algo de tiempo y conseguiré que se pueda leer.

—Ahí, mirad. —Pia señaló una de las fotos—. Ese es Pauly. Y con qué cara de adoración lo mira Svenja. Y ese… ¡ese es Lukas!

Se fijó más: Svenja, abrazada por Lukas, sonreía a la cámara de Jonas.

—Algo bajito, tal vez, pero guapo —Behnke sonrió con malicia—. No es de extrañar que quisiera usted estar a solas con él.

Pia no reaccionó a la provocación.

—Esta es la última foto que se hizo. —Ostermann, meditabundo, hacía girar la foto en la pantalla—. ¿Qué es eso?

—Imprímela —propuso Pia. Segundos después salía el papel de la impresora—. ¿Tú qué opinas, jefe? —Pia le pasó la fotografía a Bodenstein.

—Mmm… —Bodenstein pensaba—. Parece una ecografía, la eco de un feto.

—Yo también lo creo. ¿Qué hace una foto como esta en el móvil de Jonas?

—Pues muy sencillo —razonó Bodenstein—: su novia está embarazada.

—¡Menuda bomba! —Pia sacudió la cabeza. Eso explicaría la mala cara de Svenja: algunas embarazadas sufrían las clásicas náuseas todo el día—. Tenía alrededor de cien mensajes en el móvil —dijo—. El último se lo escribió a Svenja, a las 22.56. Debió de morir poco después. Kronlage calcula que la muerte sobrevino entre las 22.30 y las 23.00 horas. —Pia hojeó lo que habían impreso—. Jonas hizo las últimas llamadas a las 22.19 y a las 22.23, ambas a Svenja, y utilizó el teléfono por última vez a las 22.11, aunque por desgracia el que le llamó ocultó el número. Y después entraron otras cuatro llamadas que ya no pudo atender, y a partir de las 0.22 el móvil estaba apagado.

Bodenstein miraba expectante mientras Pia pasaba hojas en busca de algo.

—En el teléfono solo estaban las huellas de Jonas —añadió—, y no había ningún motivo de asesinato. ¿Por qué estuvo apagado el móvil más de una hora?

Carsten Bock, con camisa y pantalón negros, les abrió la puerta; tenía el rostro, ya de por sí delgado, demacrado. Parecía no haber pegado ojo.

—¿Qué tal está su mujer? —se interesó Bodenstein cuando cruzaron el recibidor de la mansión-castillo hacia la biblioteca.

—¿Cómo quieren que esté? Está tomando tranquilizantes —repuso él—. Ha venido su madre.

Cedió el paso a Bodenstein y Pia y cerró la puerta una vez que estuvieron dentro de la biblioteca.

—¿Hay alguna novedad?

—A su hijo lo mataron —asintió Bodenstein—. El asesino debió de colgarlo para encubrir el crimen.

—¿Y qué van a hacer ahora? —preguntó Bock con voz ronca.

—Buscamos a alguien que tuviera un motivo para matarlo —respondió Pia—. No muy lejos de su cuerpo encontramos su móvil. Pero con los nombres de la agenda y las fotos que hizo no hemos sacado, ni sacaremos, nada en claro. Confiamos en que usted pueda ayudarnos.

—Lo intentaré.

Pia no perdía de vista a Bock. Había algo en él que le inspiraba desconfianza. No se comportaba como un padre que se enfrenta a la muerte violenta de un hijo. Carsten Bock distaba mucho de estar conmocionado; su frialdad y su falta de emociones dejaban helada a Pia. Abrió el bolso, sacó las impresiones de las fotos del móvil de Jonas y se las pasó al hombre, que las hojeó deprisa.

—¿Reconoce a alguna persona o algún lugar donde se hayan podido hacer las fotos? —le preguntó—. A esta de aquí, a la novia de su hijo, sí la conocía, ¿no es así?

—Sí, claro que conozco a Svenja —replicó Bock—, y este es Lukas Van den Berg. Algunos me suenan, pero no sabría decirles los nombres.

—¿Podría darnos el nombre del amigo con el que vivía Jonas cuando se fue de casa?

Bock fue pasando fotos, señaló una y torció el gesto.

—Este; Tarek Fiedler.

Pia observó la fotografía y reconoció al joven de rasgos asiáticos y cabello negro por los hombros que fue a buscar a Esther Schmitt a su casa el sábado por la mañana en la furgoneta de reparto. Además, esa misma noche Pia también lo había visto en el castillo de Königstein.

—No se llevaba bien con su hijo, ¿no? —preguntó Bodenstein.

Bock vaciló.

—A lo largo de los últimos meses Jonas cambió mucho. —El hombre se pasó una mano por el enjuto rostro—. Antes le gustaba practicar deporte, jugaba bien al tenis y le entusiasmaba la vela. Los fines de semana solíamos salir con la bicicleta de montaña. Pero desde que conoció al tal Tarek ya no le interesaba nada de eso. De repente se pasaba las horas muertas delante del ordenador y hablaba de ganar dinero.

—¿No le caía bien el amigo de su hijo? —inquirió Pia.

De pronto Bock parecía tenso.

—No. —Le devolvió las fotos—. Me cayó mal desde el principio. Jonas siempre tuvo un círculo de amigos amplio, pero de pronto todo giraba únicamente en torno a Tarek. Cuando me enteré de que Tarek había solicitado empleo de responsable de informática en mi empresa, me extrañó.

—¿Por qué? —quiso saber Pia.

—Me dio la impresión de que en realidad a Tarek no le importaba mi hijo, sino que únicamente era un medio para conseguir un fin. —Bock se detuvo un instante—. Elegimos a otro para el puesto, y Jonas nos trajo a casa a Tarek. No querían entender que yo no tengo nada que ver con las decisiones relativas al personal. Jonas me instó a que contratara a Tarek.

—Pero usted no lo hizo —apuntó Pia.

Bock la escrutó.

—Cuento con un jefe de personal que sabe de lo suyo. Si no quiso a Tarek, sus razones tendría. No contratamos a nadie solo porque sea amigo de mi hijo. Eso fue lo que les dije a Jonas y Tarek.

—Y entonces se pelearon.

—Entonces, no. Pedí la documentación que había que presentar para el empleo y vi que Tarek no estaba cualificado para ese puesto: ni había terminado los estudios ni tenía experiencia. Le ofrecí trabajar en atención al cliente o en las obras, si necesitaba un empleo a toda costa, pero no quiso. Se puso impertinente e incluso me amenazó.

—¿Ah, sí? ¿Qué dijo?

—No lo recuerdo bien, pero se sentía ofendido, supongo que denigrado. Le di a entender sin ambages que en mi casa no se le había perdido nada.

—¿Cómo reaccionó Jonas al oír eso?

—Justo como le enseñó su amigo Tarek. —El semblante de Bock se puso serio—. Nada objetivo: empezó a chillar y a decir que no quería saber nada de mí y que no quería ser economista ni ingeniero, sino biólogo.

—Y entonces lo echó usted de casa —aventuró Pia.

Carsten Bock la miró; en los ojos azules verdosos no había ni una pizca de calor.

—No —negó—. Yo no lo eché, Jonas se fue por decisión propia.

La habitación de Jonas se encontraba en la segunda planta de la casa, y era más o menos igual de grande que la casa de Pia. En la pared de mayor tamaño había una foto enorme, de al menos tres metros por seis. Era una panorámica de Kelkheim y Königstein, con una línea roja serpenteante que atravesaba bosques y campos.

—¿Qué es eso? —Pia retrocedió unos pasos para ver en su totalidad la imagen.

—Una simulación por ordenador del trazado previsto de la nueva B 8 —explicó Bock desde la puerta.

—¿Es cosa de sus ingenieros? —Pia estaba impresionada. Todos los detalles cuadraban: casas, el monasterio de Kelkheim, el castillo de Königstein, el centro de formación del Dresdner Bank; casi parecía una foto.

—No —repuso Bock con amargura—. Lo hizo mi hijo. No para mí, sino para sus nuevos amigos, los que se oponen a la B 8.

El hombre se pasó la mano por la cara. Por un instante, Pia creyó que finalmente se dejaría llevar por la emoción y rompería a llorar, pero al cabo de unos segundos volvió a ser el mismo.

—¿Dónde está el ordenador de Jonas? —Bodenstein señaló la mesa, en la que se veían una pantalla plana y, suelto, el cable que en su día la unía a la torre del ordenador.

—Probablemente se lo llevara cuando se fue.

Bodenstein abrió los cajones del escritorio: toda clase de cachivaches, libros del instituto, cajas de DVD; nada especial. Sacó algunos libros y los abrió. De uno de ellos cayeron unas fotografías sobadas; en todas aparecían una chica de pelo largo rubio y un hombre abrazados. Al hombre no se lo reconocía, ya que alguien le había pintarrajeado la cara.

—¿Le importa que me lleve estas fotos? —le preguntó Bodenstein a Bock, que se limitó a arquear las cejas y alzarse de hombros. Ni siquiera quiso verlas.

—¿Aprobaba usted la relación que tenía su hijo con Svenja? —quiso saber Pia.

—No era nada serio.

Pia sacó la copia de la ecografía y se la pasó al padre del muchacho muerto.

—Esta foto estaba en el móvil de Jonas. Pensamos que Svenja está embarazada.

Bock la miró por encima. Su rostro siguió imperturbable, pero contrajo un músculo de la mejilla.

—Muchas gracias, señor Bock —se despidió Bodenstein—. No queremos molestarle más.

—¿Por qué tanta prisa de pronto? —le preguntó Pia a su jefe cuando salieron de la mansión y se vieron de nuevo en el coche—. Estaba a punto de arrancarle una reacción humana a ese témpano de hielo.

Bodenstein se sacó las fotos del bolsillo y se las dio a Pia.

—Estaban en uno de los libros del instituto de Jonas —dijo—, y da la impresión de que el chico las veía bastante a menudo.

—La chica podría ser Svenja. —Pia fue pasando las fotografías—. En cambio, al hombre no se lo reconoce. Quizá en el laboratorio puedan eliminar el rotulador.

—Eso espero.

—Este Bock es tremendo —comentó Pia—. Frío como el hielo.

—Me figuro que le dolería mucho que su hijo simpatizara con sus rivales —opinó él—. Pauly se movía en terreno peligroso al meterse con Bock.

—Bock odiaba a Pauly por el mismo motivo que Conradi. —Pia cavilaba en voz alta—. Puso a su hijo en su contra, más incluso: Jonas tomó partido abiertamente por los enemigos de su padre.

—Pero Bock no es de los que se cargan a alguien con una herradura —argumentó Bodenstein.

—Quizá fuera un acto pasional. —Pia seguía elucubrando—. Svenja lo vio y se lo contó a Jonas. Cuando el chico quiso denunciar a su padre, firmó su sentencia de muerte. Eso explica que el ADN que encontramos en su cuerpo sea tan parecido al de Jonas: fue su padre.

Bodenstein miró de reojo a su compañera, divertido.

—Ambos casos resueltos. Detenemos a Bock por asesino en serie y nos preparamos para recibir una bonita demanda por difamación —sonrió.

—Pero podría ser —insistió ella.

—No creo que la cosa sea tan sencilla.

—Sea como fuere, existe una relación entre los dos asesinatos —afirmó Pia—. Estoy segura.

—No cabe duda de que el círculo de conocidos de Pauly y Jonas coincide —convino Bodenstein—. Pero el proceder de los asesinos es totalmente distinto en cada caso: es posible que Pauly fuera víctima de un acto pasional, ya que había emociones en juego, pero lo de Jonas fue diferente. Al chico lo ahorcaron. Lo mataron con premeditación.

Kathrin Fachinger volvió de la lectura del testamento, en Wiesbaden, con noticias asombrosas: Pauly no era tan pobre como suponía Mareike Graf. Le había legado su parte de Grünzeug Lastro GmbH a Esther Schmitt, así como todos sus objetos personales, que se habían quemado en el incendio. Las acciones que poseía se las había dejado a partes iguales a Lukas Van den Berg y a Jonas Bock para que crearan su empresa de informática, y el valor de las acciones el día que se redactó el testamento ascendía a ochenta y tres mil euros. Ostermann averiguó que Pauly tenía dos seguros de vida, cuya beneficiaria en caso de muerte era Esther Schmitt: aproximadamente trescientos mil euros la consolarían deprisa de la pérdida de su pareja. Sin embargo, la guinda del pastel era un seguro adicional contra incendio: en caso de siniestro, él, Esther Schmitt y Mareike Graf como copropietaria de la casa recibirían nada más y nada menos que ciento cincuenta mil euros. Esa noticia proporcionó la prueba definitiva a Jürgen Becht y sus compañeros de la K 10. De todas formas, ya se disponían a detener a Esther Schmitt por haber provocado un incendio basándose en la declaración de Matthias Schwarz, e iban camino de Kelkheim a detenerla.

El centro de jardinería Sommer se encontraba en la nueva zona industrial que se erigía en el terreno de la que fue la base norteamericana de Eschborn, frente a la cadena de la tienda de muebles Mann Mobilia. Bodenstein había ido a ver a Norbert Zacharias a la cárcel, donde estaba en prisión preventiva, razón por la cual les había pedido a Pia y Behnke que fueran a hablar con Tarek Fiedler. Lo encontraron detrás de los invernaderos, mientras cargaba plantas en un camión, silbando.

—Hola, señor Fiedler —saludó Pia.

Tarek dejó de hacer lo que hacía y se volvió.

—Hola —respondió, y miró a Pia y a Behnke con una mezcla de curiosidad y recelo—. ¿He cometido algún delito?

Por lo visto, tenía experiencia en el trato con la Policía. Tendría poco más de veinte años, el rostro delgado con la boca llamativamente carnosa y los ojos oscuros, imagen que no terminaba de casar con los brazos musculosos, tatuados, y los
piercings
de las orejas.

—No. —Pia se presentó y le presentó a Behnke—. Se trata de su amigo Jonas Bock.

El chico se quitó los guantes de faena.

—Ya me he enterado —afirmó—. Se ahorcó.

—Ah. ¿Y quién se lo ha dicho? —preguntó Pia.

—Un amigo. Las malas noticias vuelan.

—Creemos que a Jonas lo asesinaron, igual que a Hans-Ulrich Pauly.

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