—¿Qué fue lo que tanto le gustó de él?
—Era un visionario —dijo con voz neutra—, y a mí me fascinaba lo convencido que estaba de lo que hacía.
—¿Por qué se divorciaron? —quiso saber él.
—Le descubrí el juego. —Mareike Graf se encogió de hombros con elegancia—. Se las daba de paladín desinteresado de un mundo mejor, pero de eso nada. En realidad era una persona débil, que siempre buscaba la autoafirmación. Le gustaba rodearse de gente joven, que estaba pendiente de cada una de sus palabras. Necesitaba esa admiración como el pez el agua. Cuanta más gente tenía delante adorándolo, mejor se sentía. Y eso que los tenía engañados a todos. Vegetariano, ¡ja! —Resopló con desdén—. Predicaba a los jóvenes justo lo contrario de lo que él hacía. Al principio no me importaba que a cualquier hora del día o de la noche siempre hubiera con nosotros alguno de sus muchachos, pero a medida que me fui haciendo mayor, cada vez me parecían más raras esas sentadas. Yo evolucioné; Ulrich, no. Seguía prefiriendo la compañía de chicos de dieciocho años que lo idolatraban ciegamente.
—¿Le puso los cuernos?
—Es probable, no lo sé. De todas formas, durante los últimos ocho años de matrimonio ya no hacíamos vida en común.
—Sin embargo, la pareja de su exmarido ya no tiene dieciocho años —apuntó Bodenstein.
—A los dieciocho no se tiene dinero —espetó Mareike Graf con una mezcla de regocijo y desprecio—. Al fin y al cabo, la casa en la que se encuentra el restaurante es de Esther, quien además saldó las deudas de Ulrich sin rechistar.
—¿Tenía deudas?
—Muchas. —Mareike Graf sonrió burlona—. A mi exmarido le encantaba denunciar a la gente. La verdad es que habría sido más inteligente por su parte haberse ligado a una abogada.
—¿Por qué le dejó la casa a su exmarido cuando usted se fue?
—Yo no le dejé nada a ese gorrón. —La mujer se irguió; sus ojos azules echaban chispas—. Eso es lo que hubiera querido, pero el día que me fui le dije que podía seguir en la casa hasta que encontrara otro sitio, solo hasta entonces. Quería venderla y darle su parte.
—Escuchamos un mensaje suyo en el contestador del señor Pauly —informó Bodenstein—. El día que murió, usted fue a su casa.
—Es cierto, sí —asintió ella—. Se me había agotado la paciencia. Ya hemos vendido tres de los seis adosados previstos, y nos hemos visto obligados a aplazar tres veces el comienzo de las obras. Uno de los compradores se ha echado atrás, y otro amenaza con demandarnos.
—¿Qué esperaba conseguir esa tarde?
—Le ofrecí dinero a Ulrich si se iba de la casa en el plazo de un mes. —Sonrió—. Cincuenta mil euros.
—Es mucho dinero.
—No tanto, en comparación con lo que nos está costando aplazar una y otra vez las obras.
—¿Llevaba el dinero consigo ese día?
—Sí.
—¿Lo aceptó el señor Pauly?
—Al verlo no pudo resistirse —replicó ella—. Lo contó y me firmó el consentimiento de que se mudaría antes del 31 de julio.
Aunque Bodenstein no tenía aún ningún informe definitivo de Criminalística, si los agentes hubieran encontrado tanto dinero, se lo habrían comunicado. ¿Logró esconder Pauly el dinero antes de que llegara su asesino? ¿Y si lo mataron por culpa del dinero? La gente mataba por mucho menos de cincuenta mil euros. Pero ¿quién sabía que Pauly recibiría dinero de su exmujer ese día?
—Una testigo afirma que el martes por la tarde usted y su exmarido mantuvieron una fuerte discusión —dijo Bodenstein—. ¿Es verdad?
—Seguro que lo dijo la de enfrente, Else Matthes. —Mareike Graf se metió un mechón de su pelo rubio detrás de la oreja—. Y es verdad, sí. Primero nos chillamos, como siempre que nos veíamos, pero cuando le di el dinero se quedó muy tranquilo. —Hizo una mueca y se rio.
—¿Le importaría enseñarme el consentimiento que le firmó el señor Pauly? —pidió Bodenstein.
—No, desde luego.
La mujer tomó su maletín, lo puso en la mesa y lo abrió. Poco después le ofreció a Bodenstein una hoja dentro de una funda transparente.
—¿Puedo quedármelo?
—Si no le importa, le daré una copia.
—Preferiría el original. —Bodenstein sonrió—. Le garantizo que se lo devolveré.
—De acuerdo.
Mareike Graf se levantó con idea de ir a la fotocopiadora, que estaba en la habitación contigua.
—No lo saque de la funda, por favor.
Bodenstein la siguió. Ella se volvió y lo miró extrañada.
—Por las huellas dactilares, ¿no? —dedujo con agudeza—. No me cree.
—En principio me lo creo todo —contestó él con una sonrisa que desarmaba—. Hasta que me convenza de lo contrario.
—¿Aquí va a pasar algo o qué? Tengo más cosas que hacer hoy —refunfuñó Behnke.
Y Pia se preguntó por enésima vez por qué daba la impresión de que a los otros compañeros les caía bien ese tío, cuando en su opinión era asqueroso, así de claro.
—Voy un momento al servicio —replicó, y se puso de pie. En realidad sentía curiosidad por saber qué había detrás de la puerta con el cartel de PRIVADO, por la que hasta ese momento ya habían entrado cinco o seis jóvenes, pero no habían salido. Tras asegurarse deprisa de que nadie la miraba, abrió la puerta y entró. Enfiló un pasillo hasta toparse con una sólida puerta de metal que no tenía pomo. A la izquierda había un lector de tarjetas empotrado en la pared. «For members only», ponía. «Por favor, introduzca la tarjeta».—. ¿Qué coño es esto? —se preguntó, y pegó el oído a la puerta. Aparte de la música amortiguada del restaurante no se oía nada. De pronto la puerta por la que acababa de entrar se abrió, y dos jóvenes echaron a andar por el pasillo hacia ella.
—… Tarek debe de haberse vuelto loco —afirmó uno de los dos—. ¿Cómo se le ocurre hacer algo así, a ese pedazo de tarado? Como se entere mi viejo, me mata.
Calló al ver a Pia.
—Eh —dijo el otro, un muchacho flaco, con espinillas y el pelo de un rubio sucio y graso que la miró de arriba abajo de manera ofensiva—. ¿Qué haces tú aquí, guapa?
Pia sopesó si decirles que iba al servicio, pero se había equivocado; sin embargo, al final se decidió por la verdad.
—Me gustaría saber qué hay detrás de esa puerta —afirmó.
—¿Eres socia del club? —preguntó el de las espinillas, que respondió él mismo a su pregunta—: Yo diría que no, porque no te conozco.
—¿Y quién eres tú? ¿El gerente? —espetó ella.
—Yo soy Dean Corso. —El joven sonrió con descaro. Y este es mi amigo, Boris Balkan.
—Pues no es que te parezcas mucho a Johnny Depp —respondió Pia, que había visto
La novena puerta
. Se sacó el carné—: Policía judicial de Hofheim.
—Vaya, el ojo de la ley —se burló el muchacho, sin dejarse impresionar por la placa de Pia ni por sus conocimientos de cine—. Pese a todo no es socia del club, de manera que tendrá que quedarse fuera.
Pia miró al otro chico, de unos dieciocho o diecinueve años. Tenía un pelo rizado y oscuro que le llegaba por los hombros y parecía ausente. En la mano sostenía una tarjeta de plástico. Apareció un tercero; al igual que el flaco de las espinillas, llevaba unos pantalones de
skater
demasiado grandes, una camiseta holgada y zapatillas de deporte con los cordones sin atar. Pia se preguntó cómo podían enamorarse hoy en día las chicas de unos seres tan desaliñados.
—¿Qué pasa? —les preguntó a los otros dos con indolencia al tiempo que clavaba la vista en Pia, encontrándose con su mirada.
—¿Qué se cuece ahí dentro? —preguntó ella—. Si no es nada ilegal, no tendríais por qué ocultármelo.
—No es ilegal —aseguró el de las espinillas—, solo es… privado. Nada de tu incumbencia, ¿vale?
—No, no vale. —Pia llamó por teléfono a Behnke.
—¿Es que te has caído en la taza? —inquirió él con el encanto que lo caracterizaba.
—Entra por la puerta en la que pone PRIVADO —contestó ella—. Ahora mismo.
—Los refuerzos no le servirán de nada. —El de las espinillas extendió los brazos, y con gesto risueño le impidió el paso, mientras el de rizos deslizaba la tarjeta deprisa por la ranura del lector.
La puerta se abrió con un zumbido, los tres chicos entraron corriendo y Pia se quedó fuera sola. Entonces llegó Behnke. Pia le contó lo sucedido, pero su compañero se encogió de hombros sin el menor interés.
—Si no nos dejan pasar, entonces no tenemos nada que hacer —aseveró.
—Yo no me doy por vencida así como así. —Pia se puso a aporrear la puerta de hierro—. No voy a consentir que esos mocosos con espinillas no me dejen entrar.
—Pide una orden de registro. —Behnke miró el reloj—. Por cierto, mi turno terminó hace once minutos.
—¡Pues vete! —exclamó Pia, furiosa.
—Mira tú por dónde, eso es precisamente lo que voy a hacer.
Dicho eso, dio media vuelta y se fue. En el mismo instante en que él salió al restaurante, la puerta de hierro se abrió. Con cara de fastidio, el muchacho de rizos la sujetó para que entrara Pia.
—Pase —le dijo—. De lo contrario, no nos dejará en paz.
—Bien pensado —replicó ella—. ¿Qué es esto?
—Un cibercafé —el muchacho echó a andar delante—. No queremos que entre todo el mundo, por eso lo de la tarjeta.
Bajaron una escalera hasta un sótano y caminaron por un pasillo. De una habitación cuya puerta abrió el de rizos salía el retumbar sordo de una música ensordecedora. Pia se vio en un cuarto grande, sin ventanas, con las paredes peladas y un fluorescente en el techo. Haces de cables del grosor de un brazo recorrían el cemento desnudo y desaparecían en el suelo. Unas diez pantallas planas centelleaban en una mesa del centro; alrededor se sentaban los jóvenes a los que Pia había visto entrar, concentrados en los monitores y tecleando con brío.
—¿Qué hacen? —le gritó Pia al oído al de rizos, que la miró como si dudara de su inteligencia.
—Navegar, ¿qué van a hacer? —le respondió a voz en grito.
Las dos horas pasadas en compañía de Behnke no hicieron que mejorase su humor; además, le dolía considerablemente la cabeza. El efecto de la aspirina que se tomó por la mañana se había desvanecido hacía mucho, y ahora se arrepentía no solo de haber pasado la noche con Henning, sino también de las cinco copas de vino tinto por las que se dejó llevar. Para entonces, el restaurante estaba lleno de gente. Reparó en que las chicas de la barra la miraban con lo que ellas creían que era disimulo. Lukas sonrió y la saludó con la mano. Ella se acercó a un extremo de la barra.
—Hola, señora Kirchhoff —dijo el muchacho amablemente al tiempo que se echaba al hombro el paño con el que había estado secando copas—. ¿Quiere tomar algo?
—Hola, Lukas. —Pia fue consciente de las miradas que le dirigieron al menos veinte pares de ojos femeninos celosos y le atravesaron la espalda—. No, gracias. Quería pagar.
—Se lo diré a Aydin. —Lukas se inclinó hacia ella, con gesto grave—. ¿Ya han averiguado quién mató a Ulli?
—Todavía no, por desgracia —le respondió, mirándolo a aquellos ojos fascinantes; nunca había visto un verde tan increíble—. ¿Está Esther hoy aquí? —quiso saber.
—No. —Lukas sacudió la cabeza—. Está bastante hecha polvo, pero nos las arreglamos bien.
—¿Sabes qué hizo Pauly el martes por la tarde cuando se fue del restaurante? —le preguntó Pia.
—Ni idea. —Lukas se encogió de hombros—. Después de la reunión se fue a casa en bicicleta, puede que a eso de las ocho y cuarto.
Pia se dio cuenta de que algo a su espalda llamaba la atención de Lukas, quien de repente parecía distraído.
En el restaurante había entrado un tropel de chicas. Con esos vaqueros por la cadera ceñidos y esas camisetas cortas, a Pia le parecían todas iguales: guapas, de pelo largo, enseñando el ombligo. Le dio la sensación de que las chicas de su época no eran tan guapas ni de lejos, y tampoco le concedían tanta importancia a ese estilismo perfecto, que se asemejaba a un uniforme.
—No quiero entretenerte —dijo al verlas—, tienes trabajo. Pero muchas gracias.
—De nada. Si tiene alguna pregunta más, ya sabe dónde encontrarme.
Bodenstein recogió a Pia en el Grünzeug y ella no hizo comentario alguno de la puntual retirada de Behnke. Ante la casa de Esther Schmitt había dos coches patrulla con la luz azul parpadeando; en los balcones de los adosados vecinos y en la acera de enfrente se habían reunido los curiosos.
—¿Qué pasa aquí? —Bodenstein frenó detrás de uno de los coches—. Espero que no haya muerto nadie más.
Se bajaron del coche a la carrera y entraron en el patio. En la casa se oían voces histéricas y un gran estruendo. Sentada en los escalones que llevaban a la cocina había una agente joven que se apretaba una toalla contra una herida en la cabeza que sangraba; otro policía salió a su encuentro en la cocina. Tenía un labio reventado.
—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber Bodenstein.
—Los vecinos nos llamaron porque creyeron que habían matado a alguien. La verdad es que no había visto nada igual en mi vida —se quejó el hombre—. He pedido refuerzos.
Bodenstein y Pia se dirigieron al salón, y al ver la imagen grotesca que los recibió se quedaron en la puerta, desconcertados. Un agente rodeaba con un brazo el cuello de una Esther Schmitt que se revolvía contra él a medio vestir; otro forcejeaba con una rubia delicada que sangraba profusamente por la nariz. Estupefacto, Bodenstein reconoció a Mareike Graf, que al parecer no era la criatura elegante y femenina por la que la había tomado.
—¡Silencio! —ordenó enervado uno de los agentes—. ¡Ya basta!
Las mujeres no le hicieron ni caso, y siguieron con la bronca, en un tono de voz que casi hacía daño en los oídos.
—¡Si crees que te vas a poder quedar en mi casa aunque solo sea una noche más, vas lista, zorra! —escupió Mareike Graf.
—¡
Tu
casa! ¡No me hagas reír! —espetó Esther Schmitt. Del dolor por la reciente muerte de su compañero no se veía ni rastro.
—¿Se puede saber qué es esto? —inquirió Bodenstein, alzando la voz.
Las dos mujeres enmudecieron y lo miraron confundidas. Acto seguido, al menos Mareike Graf se calmó y dejó de ofrecer resistencia al policía que la sujetaba.
—Quiero que me devuelva el dinero —explicó—. Esa mujer no tiene ningún derecho a vivir en esta casa. Se lo dije y se me echó encima.
—¡Eso no es verdad! —exclamó Esther Schmitt fuera de sí—. Fuiste tú la que se me echó encima, psicópata chiflada.