Amigos hasta la muerte (11 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Amigos hasta la muerte
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—Ayer estuve en su restaurante —empezó Pia—. Me llamó la atención que algunos chicos desaparecieran por una puerta que ponía PRIVADO y no volvieran a aparecer. ¿Qué hay tras esa puerta?

A los ojos llorosos de Esther Schmitt afloró una expresión vigilante. Por primera vez en esa mañana, miró a Pia a la cara.

—No mucho. Por ahí se baja al sótano —contestó en voz baja, como una niña pequeña e insegura; no encajaba con ella.

Por su forma de mover nerviosamente los ojos a un lado y a otro, Pia supo que en el supuesto cibercafé pasaba algo. Antes de que pudiera hablar, el joven se inmiscuyó.

—Ahora déjela en paz —ordenó con energía—. Vaya a verla más tarde.

Esther Schmitt se echó a llorar de nuevo y dejó que el muchacho la llevara a la furgoneta.

—Por lo visto, Pauly no es el único al que le tiran los chicos de dieciocho años —observó Pia con sequedad. A nuestra vegetariana de pro también le van los brotes tiernos.

Bodenstein los siguió con la mirada y sonrió levemente. En ese momento un tractor salió por el portón del agricultor Schwarz, y a Pia le sonó el móvil. Bodenstein le indicó por señas que quería hablar con el conductor del tractor, y Pia asintió y abrió el teléfono. Era Henning; llamaba para confirmar que las heridas de la mano y la pantorrilla de Patrick Weishaupt eran, en efecto, mordeduras de perro. Le pidió que le hiciera un análisis de sangre y le tomase las huellas dactilares al chico y a continuación cruzó la calle y fue al encuentro de su jefe, que hablaba con el conductor, un hombre de unos veinticinco años.

—… ni idea de a qué se refiere —le oyó decir Pia por encima del ruido del motor. Era un muchacho rubicundo y fornido, con el rostro redondo surcado por las marcas de un terrible acné juvenil.

—Tiene quemaduras recientes en la cara y los antebrazos —señaló Bodenstein al tiempo que apuntaba a los brazos del hombre, en los que había ampollas—. ¿Por qué?

—La caldera anda mal —aseguró—. Ayer me escaldé en la ducha. ¿Me puedo marchar ya? Tengo que ir al campo.

Bodenstein se echó hacia atrás y dejó que el tractor avanzara.

—¿Quién era ese? —quiso saber Pia.

—El hijo de Erwin Schwarz —contestó Bodenstein—. Sospecho que ayer la vecina quería contarme algo de los Schwarz, pero al ver al padre, sintió miedo. —Se quedó pensativo un momento—. Becht opina que la pista de la furgoneta de reparto blanca no interesa —añadió tras unos instantes—. El lunes es el día de recogida de desechos. Mucha gente saca cosas, y los polacos y los lituanos recorren las calles para recoger todo aquello que les sirva. Cree que fue pura casualidad.

Para entonces ya habían llegado agentes de la Policía científica, junto con especialistas de la BPPJ, la Brigada Provincial de Policía Judicial. Enfundados en trajes ignífugos y con mascarillas protectoras, se aventuraban a adentrarse en los restos abrasados de la casa, de la que solo quedaban en pie muros ennegrecidos y escombros al rojo vivo.

—Henning ha confirmado sin lugar a dudas que las heridas de Patrick son mordeduras de perro —dijo Pia, y torció el gesto al recordar al perro peludo y bonachón de ojos azules—. Puede que los compañeros aún encuentren entre las cenizas por lo menos los dientes de los perros. Así quizá tengamos la prueba de que Patrick Weishaupt estuvo en la casa.

La carnicería Conradi hacía chaflán en la Bahnstrasse, la calle comercial por antonomasia de Kelkheim, que entre los habitantes de la ciudad seguía estando por delante del nuevo y elegante centro de la avenida Franken. A las puertas del fin de semana, el establecimiento estaba muy concurrido. Bodenstein y Pia se pusieron a la cola y esperaron pacientemente a que les llegara el turno. La jefa estaba de mal humor, pero Bodenstein sabía por Cosima que era lo habitual, sobre todo cuando se ponía a dieta. Al parecer eran muchos los clientes que iban no solo por el buen embutido de Conradi, sino también porque los comentarios mordaces de la señora Conradi y los enfrentamientos verbales que solían protagonizar en la tienda marido y mujer resultaban de lo más entretenido. Ese día los presentes tampoco se irían de vacío.

—Quiero una chuleta maja, magra —pidió una mujer.

—¿La quiere para comer o para enmarcarla? —bufó la señora Conradi. La otra se limitó a sonreír; a todas luces era clienta habitual—. ¿Algunacositamás? —Preguntó a continuación, en tono amenazador.

—Tres lonchas de jamón cocido. Pero no me dé la de arriba.

La señora Conradi sacó el jamón del expositor con el trinchante y partió tres rodajas, que dejó caer en el papel encerado. La atractiva dependienta pasó por detrás de ella para ir a la caja registradora y tecleó algo.

—¿Siguiente?

La señora Conradi miró a Bodenstein, con el rostro mohíno surcado de arrugas causadas por la amargura.

—Me llamo Bodenstein y esta es mi compañera, la inspectora Kirchhoff… —comenzó Bodenstein con las presentaciones de rigor.

—Me alegro mucho —lo interrumpió ella—. ¿Qué va a ser?

—Nos gustaría hablar con su marido.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Me lo pueden decir a mí.

—Policía judicial de Hofheim. —Pia sacó el carné—. Vaya a avisar a su marido, por favor.

La señora Conradi la miró entrecerrando los ojos; acto seguido, dejó el trinchante en el mostrador y desapareció.

La tienda se había vuelto a llenar, y en ausencia de su jefa la dependienta rubia trabajaba a destajo. Al cabo de unos minutos apareció un hombre alto, de cabello castaño claro, con una bata de un blanco inmaculado y un delantal de cuadros rojos y blancos. El carnicero Conradi tenía un rostro de rasgos marcados y unos ojos de un azul radiante. Al verlo, la clientela femenina, a la que él fue saludando por su nombre, lo devoró con la mirada.

—Hola. —Conradi esbozó una sonrisa cordial—. Querían verme, ¿no es así? Salgan y den la vuelta, por favor.

Bodenstein y Pia salieron del establecimiento y se dirigieron a la parte posterior, donde había una furgoneta de reparto con la puerta lateral abierta.

—No me extraña que la señora Conradi le tenga miedo a la competencia —comentó Pia.

—¿Y eso? —inquirió, sorprendido, Bodenstein.

—Usted no lo ve porque es un hombre.

—¿Qué es lo que no veo?

—Que el tipo está de miedo.

Conradi apareció en la puerta trasera y les indicó que se acercaran. Bodenstein y Pia lo siguieron y, tras cruzar un obrador de azulejos blancos, llegaron a un pequeño despacho.

—Seguro que vienen por lo de Pauly —dijo después de que Bodenstein y Pia tomaran asiento en dos sillas ante la mesa—. Erwin Schwarz me dijo que ha muerto. Supuse que se pasarían por aquí tarde o temprano.

—¿Por qué? —preguntó Pia.

En la distancia corta, Conradi ganaba incluso más. Las sienes grises y las arruguitas de los ojos no menoscababan la impresión general.

—Todo el mundo sabe que no podía soportar a ese comehierbas respondón.

Conradi no se esforzó en ocultar su antipatía.

—No hace mucho le pegó un tiro a uno de sus perros —añadió Bodenstein.

—Es verdad —asintió Conradi—. Siempre dejaba sueltos a los chuchos. «Los animales deben estar en libertad»…, ¡y un cuerno! Como arrendatario de un coto, soy responsable de la caza, y le dije repetidas veces que por lo menos encerrara a los bichos durante la veda. Dicho sea de paso, no sabía que el perro era de Pauly. Ni siquiera llevaba collar, y más tarde se supo que Pauly se había ahorrado los impuestos por cuatro de los perros, por eso no pregonó el asunto a los cuatro vientos, como solía hacer con esa clase de cosas.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unas semanas. Al día siguiente entró en la tienda como una exhalación y me acusó delante de todos los clientes de asesino de animales y matón. —Conradi torció el gesto—. Le encantaban esas escenas. Lo eché, y al día siguiente me encontré los cristales de la tienda embadurnados de pintadas insultantes.

—¿Y usted no hizo nada al respecto? —inquirió Pia.

El carnicero se encogió de hombros.

—Se ocupó mi mujer —respondió—. Tenía…, bueno, tenía una cuenta pendiente con él. Por nuestro hijo. —Su rostro se ensombreció—. Se suponía que el chico iba a aprender el oficio para que en un futuro se quedara con la tienda, pero ese puñetero Pauly le calentó la cabeza y le dijo que terminara el bachillerato y fuera a la universidad. De repente, nuestro hijo se avergonzaba de nosotros con sus amigos finolis, ya no se acercaba por la tienda y prefería el ordenador. Y hace unas semanas se fue de casa.

—¿Dónde estuvo usted el pasado martes por la tarde? —preguntó Bodenstein.

—¿Por qué? —inquirió, suspicaz, Conradi—. No creerá que tengo algo que ver con la muerte de Pauly, ¿no?

—Desde luego, libre de toda sospecha no está —le contestó el inspector—. Estaba enfadado con Pauly, y alguien nos contó que el lunes por la tarde le dio un puñetazo.

Conradi sonrió débilmente.

—Esa tarde Pauly estaba completamente fuera de sí —admitió—. Cuando me llamó por tercera vez, con desprecio, «el rey de la mortadela de la Bahnstrasse» no pude más.

—Hoy pone en el periódico que el lunes dijo usted que le gustaría orinarse en la tumba de Pauly —apuntó Pia. Mire usted por dónde, pronto podrá hacerlo.

El carnicero se puso rojo.

—¿Por qué no fue el martes al Goldenen Löwen, como acostumbra hacer?

Si a Conradi le sorprendió que la Policía supiera eso, no se le notó.

—Esa noche… —empezó, pero se calló cuando su mujer apareció en la puerta del despacho y se quedó allí plantada, con los brazos cruzados, como un enviado de la Inquisición.

—¿Sí? —lo animó Bodenstein.

—Llevó dos lechones al club de golf —respondió la señora Conradi por su marido, que de repente parecía incómodo.

—Ya. —Pia tomó nota—. ¿Cuándo volvió a casa?

El hombre abrió la boca para contestar, pero de nuevo su mujer se le adelantó. Y quedó claro que, desde luego, no pretendía ayudar a su esposo.

—A las dos de la mañana —espetó con sequedad—. Y venía como una cuba.

—No digas bobadas —le soltó Conradi a su mujer—. ¿Es que no tienes nada que hacer en la tienda? ¡Largo!

—¿Y dónde estuvo hasta las dos de la mañana? —se interesó Pia.

—En el club de golf hasta que terminó la cena —replicó él—. Luego…

—Eso mismo me gustaría saber a mí —lo cortó su mujer.

—¡Fuera de aquí! —Conradi se levantó de golpe y fue hacia la puerta. Su mujer retrocedió.

—Apuesto a que estuviste otra vez con alguna. —Rio con odio—. Te pierden las faldas.

Conradi dio un portazo y se volvió de nuevo hacia Bodenstein y Pia.

—No estaba borracho —afirmó tímidamente—, pero es cierto que me pasé a ver a una conocida.

—¿Y cómo se llama esa conocida? ¿Dónde vive? ¿Y cuándo se vio con ella? —preguntó Pia.

—No quiero meterla en ningún lío —aseguró el carnicero, a disgusto.

Pia se encogió de hombros.

—Será usted quien se meta en un lío si no nos proporciona una coartada sólida para la noche del martes al miércoles.

Conradi se sentó de nuevo, y Bodenstein y Pia esperaron a que se decidiera a responder.

—Muy bien —dijo después de un silencio—. Lo más probable es que de todas formas lo averigüen. Me vi con Mareike. Mareike Graf.

La respuesta dejó sin palabras a los policías.

—¿Mareike Graf? —quiso cerciorarse Pia—. ¿La ex mujer de Pauly?

—Nos conocemos desde hace tiempo. —Conradi hizo un gesto de indiferencia—. Durante una temporada trabajó de camarera en el Lehnert, cuando dejó a Pauly. Un buen día nos pusimos a hablar. Y desde entonces, en fin…

—Sin embargo, no hace tanto que volvió a casarse —objetó Bodenstein.

—¿Conoce usted a su marido? —El carnicero movió la mano en señal de rechazo—. A ese solo le importan el trabajo, el golf y participar en
rallies
con su coche de época. El suyo con Mareike es una especie de matrimonio de conveniencia. —Miró hacia la puerta—. Como el mío —añadió con amargura.

Bodenstein y Pia se miraron: ni Conradi ni Mareike Graf tenían una coartada en toda regla para la hora en que se cometió el asesinato y no cabía duda de que sí tenían uno o incluso varios motivos para desear la muerte de Pauly. Como arrendatario de un coto, Conradi tenía llaves de todos los accesos del bosque, de manera que desde el club de golf pudo acercarse fácilmente hasta la casa de Pauly. Y era lo bastante fuerte para meter un cuerpo en la furgoneta. Móvil, medios, ocasión: lo tenía todo.

A los Graf también parecía gustarles vivir de cara a la galería en su ámbito privado. El chalé que se alzaba tras altos e impenetrables setos de boj en la zona Bad Soden, constaba en su mayor parte de grandes ventanales. En el camino de entrada, al otro lado de un alto portón de hierro forjado, había un Jaguar antiguo descapotable ante un garaje abierto que albergaba otros dos coches.

—Si mi hijo viera este coche, se le saltarían las lágrimas de envidia. —Bodenstein pulsó el timbre—. Si no me equivoco, es un Jaguar XK 120 de los años cincuenta.

Un hombre delgado y canoso, vestido con un polo y unos vaqueros claros planchados con raya, salió de la casa. Rondaría los cincuenta años, tenía bigote y llevaba gafas. Al hombro, una bolsa de golf de la que asomaban algunos palos.

Bodenstein le enseñó el carné.

—Policía judicial de Hofheim. Nos gustaría hablar con la señora Graf.

El hombre abrió el portón y examinó un instante a Bodenstein y Pia.

—Ahora mismo sale. Imagino que habrán venido por lo de su ex marido.

—Así es. —Bodenstein asintió—. ¿Va al club de golf?

—Sí. Hoy se celebra un torneo. Un campeonato del club.

—Ya. ¿Y dónde juega usted?

Graf echó una ojeada a su reloj de pulsera.

—En el club Hof Hausen vor der Sonne —respondió.

—Bonito coche, por cierto —alabó Bodenstein—. Un XK 120, ¿no?

—Así es, sí. —Graf sonrió con orgullo de propietario—. De 1953. Cuando lo compré, hace diez años, era un montón de chatarra, pero me lo restauraron por completo. Me gusta correr
rallies
con coches de época.

Mareike Graf se acercó taconeando. Iba vestida elegantemente, aunque fuera sábado por la mañana; el collar de perlas de tres vueltas que llevaba al cuello debía de valer una pequeña fortuna.

—Buenos días —saludó radiante, y le acarició el brazo a su marido—. ¿No tienes que irte, tesoro? Ya son las once y cuarto.

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