Todos ocultamos pedazos de nosotros mismos: instantes imprecisos de nuestra vida. Esos jirones están preñados de añoranzas, de deseos incumplidos, de amores imposibles o frustrados, de silencios necesarios, de mentiras piadosas. Llenos de la impotencia que, a veces, produce la vida. Esas pequeñas cosas que no solemos compartir con nadie, son las que nos hacen ser quienes somos, las que nos convierten en seres únicos e irrepetibles. Son las que guardamos en un rincón del alma.
En esta novela, carente de sinopsis, el lector encontrará una historia real y conmovedora. Una historia que, como apunta su creadora, debe ser leída como si la protagonista saliera del presidio de sus páginas, e irrumpiera en nuestra vida del mismo modo en que lo hace una persona que nos acaban de presentar, con la que intimaremos poco a poco, día tras día. En este caso, página tras página. Todo ello bajo la sombra de un paraguas rojo.
Una novela estremecedora en la que el destino, el amor y la muerte marcan a sus protagonistas
. Clara Tahoces
Una prosa convincente y cautivadora ilumina esta obra excepcional de Antonia J. Corrales. Una historia conmovedora que no dejará a nadie indiferente
. Miguel Ruiz Montañez
Antonia J. Corrales
En un rincón del alma
ePUB v1.3
Polifemo7 & Carlos
77.06.12
Título original:
En un rincón del alma
Antonia J. Corrales, 2011.
Editor original: Polifemo7 (v1.0 - v1.2)
Segundo editor: Carlos (v1.3)
Corrección de erratas: leyendoaver (v1.2), Carlos (v1.3).
ePub base v2.0
Mientras él estiraba sus brazos intentando en cada luna rozar el cielo, a mí las estrellas fugaces dejaron de concederme deseos.
A mi suegro, donde quiera que esté. Sé que él me habría dado un paraguas rojo para cobijarme, para cobijarnos.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata le requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Elegía a Ramón Sijé
Miguel Hernández (Orihuela, Alicante, España. 1910-1942)
Felipa, a pesar de su ancianidad, tenía una belleza serena, aunque su carácter, huidizo y desarraigado, le daba a su faz un toque de frialdad marmórea. Aquella mañana arrastraba su cuerpo delgado, casi famélico, por las baldosas húmedas, vetustas y desiguales que conducían al establo. Caminaba en silencio, cabizbaja y renqueante, ensimismada en el sentido de las palabras que, haciendo un gran esfuerzo ocular, había conseguido leer. De vez en cuando se paraba y, tomando el escapulario que colgaba de su cuello, susurraba una especie de plegaria.
Su vedeja, de un color ceniciento, se mecía en el aire, en la frialdad del albor. El cántaro de latón parecía querer escapar del balanceo enfermizo de su añosa mano. Él, aún gozaba de lozanía. Su mocedad había sido mantenida por aquella anciana a la que la vida se le escapaba. Por ello, aquella alcuza que había llevado la leche recién ordeñada de la mejor vaca del establo durante años, aquella mañana, parecía negarse a acompañarla. Era como si dentro de ella hubiese raciocinio. Como si tuviese la certeza de que aquella aurora sería la última en la que la luz del sol haría brillar su cuerpo de metal.
Felipa miró el campo cubierto de rocío y suspiró. Con la cabeza gacha retiró la tranca y entró en el cabañal. El olor del heno y la alfalfa atenuaba el hedor de los excrementos. El ganado, que ahora estaba compuesto por cinco cabezas, no se asemejaba en nada a la vacada que, tiempo atrás, constituyó la fuente de ingresos de su numerosa familia.
«¡Cómo he podido dejar que suceda! —Murmuró, al tiempo que tomaba asiento en el viejo taburete y procedía a ordeñar una de las reses—. ¡Cómo he podido estar tan ciega! Llamaré a Carlota. Ella me leerá el resto del manuscrito. Cuando Jimena regrese hablaremos. Sí, hablaremos sin tiempo de por medio. No puedo morirme sin pedirle perdón. No puedo hacerlo…».
El cántaro se precipitó contra el suelo y la leche recién ordeñada cubrió el piso empajado. Felipa desvaneció, precipitándose con una lentitud mortuoria contra el suelo.
En la casa, las ascuas del brasero calentaban con suavidad las faldas de la mesa camilla. La lente de aumento reposaba sobre el hule. Dentro de un paquete había un centenar de folios, junto a ellos un paraguas rojo. El resguardo del envío no mostraba los datos completos del remitente. En él sólo figuraba el nombre y la ciudad de procedencia:
Jimena Alcántara; El Cairo.
Madre, soy Jimena. Sé que apenas me recuerda. Siempre pasé por su lado como una sombra parlante a la que nunca logró prestar atención. En casa éramos demasiados y a usted siempre le faltó tiempo. Lo entiendo, entiendo su falta de tiempo, pero jamás pude comprender la carencia de justicia en la repartición del mismo.
«La fuerza se te va por la boca. Hablas demasiado. Como no rectifiques tu forma de ser, tendrás muchos problemas», solía decir como única e invariable respuesta a mis intentos de conversación.
No se equivocó. He tenido problemas, infinitos problemas, pero no por hablar demasiado. Los he tenido porque nadie, empezando por usted, tuvo tiempo para escucharme.
Mi vida siempre fue una lucha constante por conseguir su atención, su beneplácito. Ahora el paso de los años me ha otorgado la capacidad de ver la realidad y poder aceptarla sin que ello vaya más allá de una toma de conciencia. Sin que la soledad sentida me obligue a derramar una sola lágrima. A diferencia de antaño, hoy no necesito que alguien me escuche. He aprendido a dialogar conmigo misma. Este desarraigo, en parte, se lo debo a usted. Sin embargo y a pesar de ello, necesito hacerla saber quién es su segunda hija, aquella joven delgada, casi escuálida, que un día se marchó del pueblo buscando hacer realidad un sueño, un sueño de cuento que aún no ha cumplido. Usted me lo debe, me debe ese tiempo que nunca me dedicó, esas conversaciones que nunca tuvimos… Pero sé que la única forma que tengo de conseguir mi propósito, de que usted me escuche, es a través de estos folios.
El autobús desde el que la escribo se dirige al aeropuerto. Me voy a Egipto.
Todos pensábamos que aquello sería eterno, que nuestra casa jamás estaría vacía de risas; de gritos, de carreras, de comidas casi multitudinarias. Sobre todo lo creía usted que aseguraba que le poblaríamos la finca de nietos, que jamás se vería sola. Pero, poco a poco, todos, a excepción de Carlota, que se quedó en el pueblo, nos fuimos marchando. Padre también se fue, se fue antes de que llegara su hora. ¡Cuánto le quise!, le adoraba. Aún añoro sus charlas junto a la chimenea, el sonido melancólico y pausado de su voz; tan profunda como su mirada. Echo en falta el humo de su pipa garabateando siluetas en el aire; su olor, y la aspereza proletaria de la palma de sus manos, con las que tantas veces acarició mi nuca.
«Sin carrera eres un señor. Con carrera eres el señor Don», solía decir para darnos ánimos, para que ninguno dejásemos de estudiar. Para él, todos estábamos capacitados, a excepción de Carlota que siempre se negó a ello. Imagino que ella, mi hermana, será quien lea para usted estos folios. Siempre le gustó leer en voz alta. Desde pequeña, si algún día lo fue, porque yo siempre la recuerdo mayor, tuvo muy claro que sería madre y esposa. Que pasaría sus días sin pena ni gloria, pero feliz, aterradoramente feliz, en ese horizonte empequeñecido por los quehaceres diarios, raptado por las tareas cotidianas que no van más allá de las necesidades de los demás y que, para ella, eran y siguen siendo el pan y la sal de su vida. La admiro por ello. La admiro por conseguir lo que quería, por tenerlo claro. Tal vez ahí resida el misterio de la supervivencia, en creer que uno es feliz, en no distinguir la alegría de la felicidad.
El autobús está cerca de la terminal. Está lloviendo. Cuando mi avión despegue habrá pasado el tiempo necesario desde mi ausencia para que Carlos comience a inquietarse y se pregunte dónde ando, cuál es el motivo trascendental que me ha llevado a ausentarme del campo de batalla, por qué no permanezco como de costumbre, estoica en el lugar de siempre.
Adrián no percibirá mi ausencia hasta la hora del almuerzo. Él seguirá perdido en los miles de apuntes que necesita aprender, casi al pie de la letra, para aprobar la oposición que le hará merecedor del titulo de notario, ardua labor que le ha hecho perder tres largos años de intentos frustrados. Adrián es igual que su padre, robusto, varonil y obstinado hasta la demencia. Ajeno al resto de inquietudes que no sean las suyas.
Mi pequeña Mena estará en el baño. ¡Siempre está en el baño! Ella es el reflejo de lo que siempre he deseado ser: alguien inalterable ante las exigencias de los demás. Mi niña no se preguntará dónde ando. Si quiere saber algo de mí irá directamente a las pirámides. Se perderá en ese mar de arena empachado de historia y me buscará bajo la sombra invisible que refleja la figura de Hatshepsut, la dama del Nilo.
A estas alturas, madre, ya se habrá dado cuenta de que viajo sola, que ninguno de ellos, ni Mena, ni Adrián, ni Carlos saben nada de mi marcha. Se habrá percatado de que me he marchado sin dejar aviso, que he dejado a mis hijos y a mi marido. A estas alturas usted estará sacando el pañuelo de su manga para limpiar el lagrimeo constante que mis palabras le producirán. Y me atrevo a adivinarla acercándose a la cómoda en busca del retrato de padre, quejicosa y renqueante. La imagino limpiando el cristal que protege su foto con la manga de la camisa negra después del consabido beso, estirando el paño de ganchillo blanco sobre el que descansa. Tras unos instantes de ensimismamiento, sé que lo volverá a colorar con una escrupulosidad casi obsesiva, y se alejará, cabizbaja e hiposa, moviendo la cabeza de un lado a otro.
El autobús ha llegado. Tengo que dejar de escribir. Pero sólo por un instante. Cuando el ruido de los motores me llene el estómago de burbujas, cuando las ruedas se escondan en la barriga del Boeing 747, entonces, para calmar el miedo ancestral, oceánico y profundo que siento a volar, haré lo único que siempre ha conseguido calmar mis ansias, mi inseguridad y mis penas; hablar. Volveré a hablar con usted a través del papel.
¡Internacional! Pone salidas internacionales. Créame madre; me gustaría tanto que estuviera aquí.
Son las dos de la madrugada y aún no he conseguido dormir. El miedo me atenaza. No es un miedo cualquiera. Es el que crea la inseguridad. Me siento perdida. Nada es como pensaba. Desde que llegué a El Cairo y crucé la puerta del aeropuerto en dirección al taxi sentí una sensación extraña; no sabía qué hacía aquí.
Siempre imaginé El Cairo como una pequeña aldea llena de casas de adobe, en medio de un desierto salpicado de nómadas y tuaregs, vestidos de blanco y azul añil, sonriendo prepotentes encima de sus enormes y abnegados camellos. Todos eran hombres de tez morena, de formidables ojos negros y grandes cejas. Las calles, un inmenso zoco donde todos los espacios estaban invadidos por miles de tenderetes que exhibían vasijas, momias y tesoros arqueológicos que se podían adquirir por dos duros. Nada más lejos de la realidad. El Cairo es una gran ciudad. Iluminada por la energía de la gran presa de Asuán. Llena de autopistas. Plagada de turistas ingenuos como yo. El Cairo es hermoso, cosmopolita, políglota y demasiado grande para mis conocimientos. Aún y así no me arrepiento, sólo siento inseguridad. Todo lo que me gusta siempre me ha producido inseguridad y miedo. ¿O tal vez miedo e inseguridad?