Adrián creció feliz, hermoso, natural como la naturaleza, exigente de atención y cuidados como ella. Carente de principios, codicioso, y como todos: egoísta. Durante muchos años, tres, paré el tiempo. Me volví felizmente estúpida, monótona e imprescindible a tiempo parcial, una parcialidad con la que no había contado.
Envejecida, entubada por el amor materno, primerizo e incauto, me enredé en sus garras llenas de biberones y pañales por cambiar. Dejé que sus ojos negros traspasaran los umbrales de mi alma, haciéndome vulnerable a cada uno de sus llantos. Fui dichosa, a pesar de mis renuncias, a pesar de haberme dejado llevar, lo fui. Lo fui hasta que se fue.
Está amaneciendo, la noche ha pasado veloz, envuelta en estas confesiones que siempre quise hacer junto a usted. Cobijada por el maldito insomnio que me acompaña mi soledad desde hace años. Mi mano tiembla, ha sido demasiado tiempo el que he permanecido hablándole de mí, de lo que soy y siento…, de lo que fui; de esas pequeñas cosas que el tiempo arrastra aquí y allá.
Las estrellas se pierden sin que su luz se haya visto, cegada por otra luz artificial, por la que ilumina esta gran ciudad. Apenas quedan treinta minutos para emprender el vuelo que nos llevará a la gran presa, y más tarde a la ciudad que le da nombre, primer destino de mi anhelado viaje. Desde el avión, quizás vuelva a escribir, si las nauseas, el vértigo, o ese pavor que estalla dentro de mí cuando mis pies se separan del suelo, me deja. Si supero el cansancio de ésta sórdida noche de insomnio.
Asuán, a la que los griegos bautizaron con el hermoso nombre de Elefantina se alza valiente bajo los motores de este pequeño e inseguro avión. El cansancio ha hecho que mi sistema nervioso deje de funcionar con normalidad. Creo que, por ello, no he sentido vértigo.
Abajo, la gran presa de Asuán ahoga los gritos de furia, aún vivos, del gran Ramsés II ante la violación de su gran capricho: el templo de Abu Simbel, perdido en el desierto de Nubia. Los cuatro colosos se alzan victoriosos a salvo de las aguas del poderoso, del ancestral Nilo, desafiando con su belleza a la muerte. Intentando con su excelsitud rozar a Dios. Nefertari permanece inerte a lado de su señor. Viva, imperecedera en su templo de diez metros de largo, se deja imaginar hermosa a simple vista. Sufrida, inteligente, ávida de pasión, etérea y silenciosa dentro de mí. Sus grandes ojos toman los reflejos de los papiros, despojados en la prensa del azúcar y el agua que le da vida a esta planta de forma piramidal. El entrelazado de sus fibras se hace tenso, recio, inalterable, dando cobijo en su áspera superficie a la imagen de la perfección encarnada en un rostro de mujer.
El lago Nasser, hijo del progreso, hacedor de aldeas que se aferraron a su creación sabiendo en él su único salvador, muestra sus aguas dulces. Las montañas de arena acariciaban nuestros ojos, desbocando con su aterciopelado contorno nuestra imaginación.
El templo de Filae reposa seco en la isla de Egelika, a salvo de las aguas del magnánimo y a veces excéntrico Nilo. Sus pilones se levantan impolutos, perfectos, engañando al tiempo, guardando en sus paredes el secreto de la eterna juventud, quizás consagrada por las aguas llenas de vida de este gran río que amamanta impetuoso a su más amado hijo: el grandioso, el imperecedero Egipto. Atrapado por el tiempo y la imprecisión humana, se alza solitario el gran obelisco incompleto, el que hubiera medido cuarenta y un metros de alto y pesado mil doscientas sesenta y siete toneladas. Aquel gran bloque de piedra que la hermosa dama de Egipto, Hatshepsut, quiso erguir. Varias grietas aparecieron en su superficie y esto hizo que no fuese desprendido nunca de la gran masa de roca que lo circunda, convirtiéndolo, para mí, en el más bello de todos.
El brillo de Venus nos acompañará durante las primeras horas de navegación por el Nilo, entonces, madre, retomaré, una vez más, este monólogo.
Han pasado tres largas horas en las que este barco con forma de milhojas recorre el Nilo, el padre Nilo. El sol se va despacio, oscureciendo este horizonte dilatado. Sus largos dedos se agarran a la superficie del anhelante hijo de la mar, tiñendo sus aguas de naranja. Es un color tornasolado, pigmentado por la arena mágica del desierto que lo envuelve todo. A los lados, en las márgenes, los pueblos parecen deslizarse. Las pequeñas casas de adobe dejan al descubierto la magnitud y el triste esplendor de la pobreza. Las mezquitas se aproximan, asaltan los objetivos de las cámaras que invaden la superficie del barco. Las mezquitas están en todas partes; supermercados de la ilusión, sucursales bancarias de la esperanza.
Desde que embarqué, permanezco entre el grupo intentando conquistar el anonimato. Mi aspecto no es el de la clásica turista alegre, dicharachera, ávida de experiencias nuevas, de información. Mi aspecto y ánimo es…; terrible. Las horas de carencia de descanso han erosionado mi cuerpo y mi carácter. Todos parecen preocupados por mi aislamiento, por intentar averiguar la extraña falta de pareja en un viaje tan largo y poco habitual para realizar a solas. A diferencia de la mayoría, no he fotografiado absolutamente nada. No ha sido por falta de ganas, sino por el despiste crónico al que estoy sujeta desde que embarqué en dirección a este país. Un despiste y una desidia que han hecho que olvide la cámara en el hotel. Una desorientación anímica selectiva que sólo me permite recordar el pasado y perderme en el presente, y de la que me ha sacado la soberbia mirada del joven guía árabe que nos ha tocado en suerte. Nada más verle, madre, supe que era él, el árabe de mis lienzos. Él me ha traído hasta aquí.
Omar es nuestra voz en la oscuridad. Sus labios son los labios de la historia que hablan a nuestro conocimiento, haciendo que nuestra imaginación vuele con sus palabras, viaje a través de los siglos, respire el aire quieto del pasado. Cuando sus grandiosos ojos negros rozan los míos, me siento terriblemente dichosa. Cuando su cabeza gira hacia la orilla de la vida y su mano de dios egipcio se alarga señalando el horizonte, mi anhelo por oír su voz se agudiza. Omar sonríe. Dibuja en su cara la expresión de la alegría con cada una de sus escuetas explicaciones y, con ella, con su expresión, descarga un grito de ansiedad en mi delgado cuerpo. Omar es joven, fuerte, duro y un gran observador.
Siempre me atrajo lo desconocido, lo inalcanzable. Él se muestra lejano, ausente a mis inquietudes. Sus pensamientos esquivan mi análisis, permaneciendo vírgenes, infranqueables, sin cimentación posible. Mi curiosidad intenta invadir esa intimidad aparente, ahondando a través de su pupila, buceando en sus gestos, en el tono de sus palabras. Pero sus ojos de halcón vuelan alto. Su corazón parece agitarse ante la evidencia de una presa fácil, y arrulla mi grito con una sonrisa furtiva que no sé interpretar.
Es insólito, difícil de explicar el vértigo que siento, el acceso de locura que invade todo mi ser. La apetencia visceral, incontrolada, por entrar en su presente. Omar ha dado un sopapo a mi aturdido corazón. Ha oído mi sonrisa, ha pensado en mi pensamiento y hemos reído juntos sin saber qué decir. Ahora, deseo su cuerpo, anhelando que él, como predijo Sheela, también desee el mío. El viento desplaza mi pelo hacia atrás. Siento como observa mi mano, como roba mis gestos, como siente mi deseo; ¡es tan hermoso sentir!
El aire huele a tarde de otoño, a mandarina y papel. Como olía entonces. Como olía aquel día, en el que, Adrián, al quedarse en el colegio, por fin, dejó de llorar. Había crecido. La línea de su horizonte dejó de ser una vía pecuaria y se convirtió en una gran autopista por donde correr hacia confines muy alejados de los míos. En donde perderse, encontrarse, y volverse a perder sin que ello le supusiera ningún quebranto, ni la más mínima preocupación.
El agua salía por los caños de aquella horrorosa fuente que coronaba la plaza del barrio, y yo vagaba sin saber si ir a comprar el pan o echarme a llorar. Aún así, aún errante y sola, era un poco feliz. Sí madre, feliz porque mi niño crecía, pero, al tiempo, me sentía pavorosamente triste, un poco muerta. Aquellos días estuvieron llenos de horas yermas. Fueron estériles de gritos, de risas, carentes de expresiones; de sus irreemplazables expresiones que habían aminorado, hasta entonces, la monotonía que colgaba de las cortinas; que se empapaba del polvo acumulado en los estantes, la falta de conversación, de una mirada cómplice o una sonrisa a tiempo perdido, de todas aquellas horas de tedio y soledad.
La sonrisa cálida y complaciente, junto con el efusivo y apretado abrazo, con los que Adrián me obsequiaba a la salida de clase en cada uno de nuestros encuentros, fue convirtiéndose paulatinamente en un simple y despegado: «¡hola mami!».
Mientras él estiraba sus brazos intentando en cada luna rozar el cielo, a mí, las estrellas fugaces dejaron de concederme deseos. Comencé a cerrar los ojos cuando su estela iluminaba el diminuto horizonte de mi terraza llevada por el temor de que algún pedazo de meteorito cayera sobre los insulsos geranios, que daban color a los ventanales ribeteados en PVC blanco. Por aquellas ventanas, se colaba el viento del norte, la brisa del verano y el silencio de las mañanas gemelas, imposibles de diferenciar una con la otra. Tan semejantes entre sí que llegaron a trastornar mi realidad. Poco a poco me fui construyendo un patrón a medida. Pespunteando entretelas, almidonando puños, cosiendo botones, diseñando disfraces, el pensamiento se me atoró.
El barco acaricia el perfil de la pequeña ciudad de Edfú. Debo dejar de escribir. Ra asoma sus dedos y escudriña en mi cuerpo. Aquí todo es diferente; él también. Ra se acerca insistentemente, olisqueando nuestra débil y foránea piel, arañando la superficie de nuestro cuerpo como un gran perro guardián que protege el templo de su amo. El agua fluye incansable y una de las frases que componen el himno al Nilo se instala en mis pensamientos durante su contemplación: ¡Salve Nilo!, resplandeciente río que das vida a Egipto entero.
A medida que nos aproximamos a Edfú, Horus comienza a dejarse notar. El viento parece batir sus alas invisibles, rápidas, perfectas, endiabladamente hermosas. Sus ojos de rapaz escudriñan en nuestro conocimiento lleno de una codicia de saber enfermiza y carente de tiempo. El gran dios halcón espera en su templo oteando siglo tras siglo el horizonte. Allí en Mamisi —el lugar del parto— renace día tras día.
Cuando la noche vuelva y Tot, el dios lunar, se haga dueño de mis palabras, entonces, madre, nos volveremos a encontrar.
En el interior del barco el aire es denso. Su olor me sumerge lentamente en ese pasado que, a pesar de haber muerto, se niega a dejar de existir. Es una fragancia impregnada de madera y agua, tan antigua como el mundo, y que, como él, esconde celosamente la fórmula utilizada en su creación. Semejante al perfume que tenían sus armarios, madre. Aquellos armarios que en el fondo de los estantes y los cajones estaban forrados de papel blanco. En su interior no faltaban pastillas de jabón de lavanda deslizadas por usted entre la ropa.
Recuerdo las tardes de octubre, el aroma que se escapaba por sus bisagras y que durante días permanecía impregnando nuestra ropa. Jamás ningún armario tuvo ese olor, esa fragancia entrañable, profunda, segura y familiar que habitó en los armarios de mi niñez. En sus cajones de madera de pino guardé las castañas del mes de noviembre, acericos llenos de alfileres para estrenar en abril y mis primeros poemas.
La encina, mi encina. Aquella áspera encina insociable y desconfiada que arañaba mi piel durante las escaladas constantes a las que era sometida en las tardes engalanadas con bocadillos de pan y chocolate, se quedó prendida en mis recuerdos, en mi carrera a lomos del tiempo. En esos días en los que aún no existe el miedo a envejecer. Años después, uno de sus frutos hizo posible que la sombra de mi infancia se volviera a instalar en mi jardín. Bajo la silueta de sus ramas, junto al ruido seco y punzante de sus hojas, volví a ver acercarse los inviernos, los tristes inviernos, esos que invaden mi reminiscencia, inacabablemente inacabados. ¡Dejé tantas cosas por hacer! Tantas palabras sin pronunciar, tantos besos por dar, tantos corazones sin labrar en su tronco. En ese tronco áspero y seco que aún sigue creciendo en nuestro jardín. En donde Mena, durante las horas más calurosas del estío, se cobijaba para pintar.
Me quedé embarazada de Mena cuatro meses después de que Adrián comenzara el colegio. El embarazo fue imprevisto, lo fue porque Carlos y yo atravesábamos una época en la que nuestra relación volvía a hacer aguas. Yo pasaba los días encerrada en una jaula de oro. Sin más compañía que mis novelas, la radio y un grupo de madres del colegio que sólo hablaban de los problemas escolares de sus hijos, del plato estrella de los domingos, de la depilación láser o de la confección de tal o cuál disfraz. Actividades, todas ellas, en las que yo era una completa inútil. También estaban los típicos rasgados de vestiduras ante la forma y manera de ser o de vivir de algunas de las mamás de los compañeros de clase de nuestros retoños. Cuando las reuniones emprendían camino por aquellos derroteros solía levantarme de la mesa con alguna excusa repentina y abandonaba, disculpándome, el desayuno o la merienda. Mis huidas repentinas me condujeron, durante mucho tiempo, a ser el blanco de cuantiosos y variados recelos.
Carlos permanecía sumergido en su reciente ascenso que nos permitiría pagar la totalidad de la hipoteca en un tiempo casi récord para una familia normal. Su objetivo era vender el piso sin un solo recibo de préstamo pendiente y establecernos fuera de la capital. Siempre quiso vivir en un chalet, tener jardín y barbacoa, un jardín que jamás cuidaría ni disfrutaría. Debido a la lealtad y dedicación plena que profesaba a su empresa, en donde hacía de todo menos dormir, apenas nos veíamos. Una de las consecuencias del distanciamiento fue que nuestras relaciones sexuales se fueron reduciendo y alargando en el tiempo peligrosamente, tanto que a mí, las pocas veces que surgía, me costaba ponerme a la labor. Mis necesidades eran más anímicas que físicas. Mientras él se moría por ir al grano, yo mendigaba un simple y tranquilo abrazo. Una charla a la luz de las velas, oler su perfume mientras le acariciaba la nuca, sentir sus manos deslizarse por mis muslos con deseo pero sin ansia. Necesitaba volver a sentirme viva y deseada, no «cumplida». Volver a ser mujer, su mujer.
El cuidado de Mena y de Adrián durante su más tierna infancia fue lo que consiguió que no volviese a derrumbarme como hice en los comienzos de nuestro matrimonio. Fue lo que evitó que le enviase la cama de matrimonio y la muda por mensajero a la oficina; algo que reconozco se me pasó más de una vez por la cabeza. Aquello era lo único que le faltaba en el despacho para que éste fuese su casa.