Authors: Danielle Ganek
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El arte es la cocaína del siglo XXI
».
Inauguración de la exposición de Jeffrey Finelli en la Galería de Simon Pryce. Bienvenida del artista 6:00-8:00 p.m.
Marzo
Mi historia comienza, como a menudo comienzan las buenas historias, con un muerto. El muerto parece un lugar adecuado para empezar. Tal vez te decepcione saber que el muerto no fue asesinado. No, en mi historia no hay ningún asesinato. Ni tampoco demasiado sexo, si eso es lo que andas buscando. Si quieres llamarla
roman à clef
, adelante; yo ni siquiera sé pronunciar esa palabreja.
Esta historia comienza a finales del invierno pasado, cuando febrero empieza a envejecer y la primavera aún parece estar lejos. Faltan nueve meses para la subasta que posteriormente será conocida —al menos para mí— como la venta del Finelli. Cuando febrero se convierte por fin en marzo y clausuramos la exposición de collages multimedia realizados por el prometedor artista británico Nigel Smith, sigo siendo recepcionista en la Galería de Arte Simon Pryce en Chelsea. Según un reciente recuento, existen más de trescientas galerías de arte sólo en esta parte de Nueva York —sí, el mercado del arte se encuentra en plena burbuja, por si no lo sabías— y Simon Pryce es una de las galerías nuevas, así que no te sientas mal si no has oído hablar de ella.
Cada día, tomo asiento tras un escritorio de hormigón, justo enfrente de la puerta principal y detrás de una losa de acero inoxidable que hace las veces de mostrador. Acero y hormigón; no es precisamente acogedor. Sobre el mostrador se encuentran un florero con un solitario lirio cala y un libro de cuero blanco. Los clientes pueden anotar sus direcciones en el libro para que las añadamos a nuestra lista de e-mails. Nunca les enviamos nada, pero a alguna gente les gusta registrarse conmigo. Así es oficial, supongo. Siempre intento sonreír, intentando sin ayuda de nadie disipar el mito de que las recepcionistas de las galerías de arte tienen que ser antipáticas.
Nos llaman «galerinas». Por lo general se nos considera una raza aborrecible. Casi universalmente se nos representa como chicas guapas con ropa a la última, repelentes y creídas. Sí, sí, somos personajes tipo en obras en miniatura dentro del mundillo del arte, criaturas pretenciosas que llevan ropa de intelectual y tacones altos, rebosantes de mal genio y de sarcasmo y que ponemos los ojos en blanco si un cliente pregunta por algo tan mundano como la lista de precios. Que Dios te ampare si se te ocurre preguntar por los servicios.
Conocemos a un montón de chicas así, mujeres guapas y descorteses contratadas para acentuar el ambiente exclusivo, refinado y actual de la mayoría de las galerías. Pero yo no soy una de ellas. Para empezar, no creo que sea guapa. Y sospecho que tampoco soy llamativamente fea, al menos no tanto como para que pueda llamárseme
jolie laide
ni para resultar llamativa. Eso me gustaría,
jolie laide
, creo. Es una palabra que me hace gracia, fea-guapa, que una vez oí usar a un coleccionista francés para describir a su esposa. Pero yo soy un término medio, ni
jolie
ni tampoco
laide
.
Tengo el cabello largo y liso, de ese rubio que llaman «sucio». Mi pelo tiene una molesta tendencia a la raya en medio, aunque cuando salgo de casa por las mañanas lo llevo cuidadosamente peinado hacia un lado. Sonrío mucho. La gente me dice que tengo una sonrisa muy agradable. Bueno, tener una sonrisa amable es algo estupendo, pero no le llega ni a la suela del zapato a
jolie laide
.
Mis gafas son una necesidad, no un accesorio, y mi ropa tiende a ser neutral. Podrías llamarlo un look minimalista, o llamarlo lo que es, en realidad, una inofensiva, aunque poco inspirada, falta de estilo.
También ando muy lejos de ser creída. E intento reservar todo el comportamiento repelente que logro reunir sólo y exclusivamente para la gente más desagradable que se inclina sobre mi escritorio. Las pocas veces que he intentado actuar con mal genio, mis esfuerzos pasaron desapercibidos por completo. Así que no soy la típica recepcionista de galería. Hasta me sorprende que Simon me haya contratado. Más aún me sorprende que se me dé bien lo que hago, que, con los años, ha llegado a convertirse en, bueno, en todo lo que es necesario hacer en una galería. Por alguna razón, cuando comienza mi historia, llevo trabajando en éste, mi primer trabajo, más de cinco años.
Desde mi escritorio de hormigón y acero puedo ver el área de entrada, que está separada del resto por un tabique de escayola, y la amplia galería. La pared que da a la calle es toda de cristal, así que siempre tengo frío en invierno. Cuando se abre la puerta, gélidas ráfagas de aire helado entran silbando hacia mí. Puede que eso explique por qué a veces no parezco demasiado entusiasta al recibir a los clientes, aunque siempre sonrío. ¿Ves? No soy la típica galerina.
La puerta de la galería es una luna de tres metros y medio del mismo cristal grueso que la pared que da a la calle. Fue diseñada, junto con el resto de la galería, por un arquitecto con un nombre conocido que Simon suele dejar caer sutilmente durante algunas conversaciones, como una diminuta piedrecilla que se sumerge en un estanque con tanta suavidad que apenas produce ondas. La puerta es llamativa y tiene mucho estilo, pero no es demasiado práctica. Encaja bien con el temperamento caprichoso de la galería. Si la manejas con tacto, puede que te deje pasar. Pero si no inclinas las caderas en el ángulo adecuado, no importa cuánto empujes o protestes, no se abrirá.
Esta tarde lluviosa, Jeffrey Finelli abre la puerta con facilidad, aunque sólo tiene un brazo. Llega a la galería cargado con un queso que me entrega con una sonrisa amable y tímida.
Hace veinte años que no pone un pie en suelo americano. Se discutió incluso si vendría a Nueva York desde Florencia, donde vive encima de una
salumeria
. Significa carnicería en italiano. Tuve que buscarlo en el diccionario. Allí, Jeffrey pinta en un estudio inundado de sol, me dijo por e-mail, y desde entonces no ha vuelto a Estados Unidos. Pero aquí está, ofreciéndome con el mismo porte con que un amante presenta una pulsera de diamantes, una cuña de queso que hace que la galería entera apeste igual que unos pies envueltos en lana húmeda.
—Mia —dice, inclinándose sobre mi mano. Se rumorea que es conde. Es cierto que tiene modales aristocráticos, aunque por lo visto en Italia hay montones de condes y condesas. Y Jeffrey es americano—. Eres la empleada de galería más amable que jamás he conocido.
Me enamoro un poquito de él. Es un insólito candidato para un romance, una figura baja y algo rechoncha al menos treinta años mayor que yo, con una rebeca con alguna que otra bola y un brazo prendido a un lado con un alfiler, pero yo tampoco soy todo lo exigente que debería ser.
Finelli continúa, con una voz ronca mitad Brooklyn, mitad europea:
—Aunque tampoco es que haya conocido a muchas de las de tu pelaje.
—Mi pelaje —repito, sonriendo—. Bien dicho, pelaje.
—Desciendo de una larga estirpe de artistas fracasados —dice, fijando sus ojos grises y completamente redondos en los míos. Me sorprende lo mucho que se parecen sus ojos a los del cuadro de Lulú que cuelga de la pared. Me pregunto si lo habrá hecho a propósito, lo de usar sus propios ojos para el cuadro, puede que sea una especie de referencia autobiográfica.
—Yo también —digo en respuesta a su comentario sobre los artistas fracasados. Me gusta imaginar que es cierto, aunque por lo que sé nunca ha habido ningún artista fracasado en el clan McMurray. Ha habido un dependiente fracasado de una tienda de bebidas alcohólicas, un profesor fracasado, un bombero fracasado. Pero ningún artista.
Algunos dirían, de forma despectiva, que Jeffrey Finelly es aspirante a artista, porque no ha tenido ninguna exposición hasta ahora. Pero sería la misma gente que diría que su hijo de cinco años podría pintar cuadros mejores que los que cuelgan de las paredes. El término «aspirante» implica un anhelo —¡por favor, Mundo del Arte, acéptame!— que, a sus cincuenta y cuatro años, Jeffrey no parece conocer.
Ahora, a los aspirantes a artista se les llama nuevas promesas. Las nuevas obras de las nuevas promesas es lo que quieren comprar los coleccionistas. Los marchantes como Simon acechan las exposiciones de los doctorandos en busca de presas, y todos quieren conocer los nombres de los últimos artistas. Pero esperan que los artistas prometedores sean jóvenes. Cuanto más jóvenes, mejor. Lo ideal sería que estuviesen aún en el instituto, sobre todo si son fotogénicos, o si tienen una buena historia. Lo que la gente no espera es que un artista nuevo que celebra su primera exposición en una galería tenga cincuenta y cuatro años.
Para cuando llegan a la edad de Jeffrey, la mayoría de las almas creativas han escuchado a su censor interno y han dejado de lado el arte cuando el universo no les ha proporcionado el suficiente estímulo, que por lo general se traduce en representantes artísticos e intercambios de dinero. Pero el lema de Jeffrey siempre ha sido «lo importante es el proceso y no el producto», o eso me dijo en una serie de e-mails que intercambiamos y que yo leía como cartas de amor.
Jeffrey no ha visto su exposición. Le pidió a Simon que colgara sus cuadros sin él, aunque también le dijo que, como empezase a darse aires de encargado de museo, iba a hacerle ver las estrellas. En aquel momento Jeffrey había dicho que no estaba seguro de poder volver a América para la inauguración. Pero aquí está.
—Echemos un vistazo —me dice ahora, extendiendo un dedo en el aire y usándolo para indicarme que le siga—. Quiero ver lo que ese horrible inglés ha hecho conmigo.
Salgo de detrás de mi escritorio y él me ofrece el brazo, galante.
—Tienes una sonrisa preciosa —me dice. ¿Ves? Me lo dicen mucho.
La exposición de Finelli consta de siete cuadros. Estos son «los bienes», como a Simon le gusta llamarlos. Por supuesto, Simon Pryce es marchante de arte contemporáneo, y sus intentos de ser gracioso —los bienes, ¡ja, ja!— formarían parte de un tipo de humor que podría definirse como humor de marchante, si existiese tal cosa. Nunca he conocido a ningún marchante de arte con sentido del humor.
Jeffrey y yo entramos juntos en la galería, y él contempla sus propias obras con una sonrisa sobrecogida, como si se alegrase de volver a ver sus cuadros. Siempre me he preguntado qué significará este momento para un artista, la primera sorpresa al ver su visión única y personal plasmada en un lienzo y colgada sobre las blancas paredes de una galería pública, expuesta para que todos sean testigos de ella. Debe ser aterrador, me imagino.
Hay dos interiores, uno llamado
Estudio al atardecer
, y, el otro,
La habitación de Mona
. Hay un autorretrato,
Retrato del artista como confuso adolescente
. Es una versión más joven de Jeffrey. Hay dos detallados paisajes de las colinas que rodean Florencia, repletos de iconografía religiosa, peces, cruces y zarzas ardientes, cosas así. Uno de ellos se titula
Dónde está Dios cuando lo necesitamos
, y el otro,
Añoranza de la familia
. Hay un pequeño retrato de una mujer de pelo caoba con la mirada distraída,
Encontrar y perder la fe
. Y por último está el enorme retrato,
Lulú conoce a Dios y duda de Él
.
Simon me dijo que no imprimiera una lista de precios, pero sé que quiere setenta y cinco mil dólares por
Lulú conoce a Dios
. Se supone que los demás, más pequeños, cuestan cuarenta y cinco mil. No son unos precios pasmosos según los criterios de hoy en día, pero Jeffrey es un artista desconocido. Perdona, una nueva promesa. Sus obras son poderosas, mucho mejores que las que suele exponer Simon, y creo que podría pedir más por ellas.
Jeffrey yo nos quedamos parados frente al enorme retrato de Lulú. Domina las otras seis piezas, y la chica obliga a los ojos del espectador a permanecer clavados en los suyos. Tiene algo de agresivo, la forma en que nos ordena que la miremos. Está deseosa de atención, sabe que es el centro de una exposición de cuadros más pequeños, más tímidos, aquellos ojos grises rodeados de colores cálidos.
La primera vez que vi este cuadro fue en una imagen digital. Me impresionó enseguida. Incluso en aquel formato pixelado resultaba evidente el poder que desprendía la pintura. Supe de inmediato que de alguna manera iba a ser importante para mí. Aunque no sabía cómo.
Oh, claro, es fácil decirlo ahora. Ahora que sabemos que el cuadro llegará a venderse por cuatro coma tres millones de dólares en una subasta celebrada tan sólo nueve meses después de que fuese expuesto por primera vez, por supuesto que puedo decir que lo había previsto desde el principio. Pero es verdad, lo sabía.
Lulú conoce a Dios y duda de Él
. El título me molestó. Era demasiado farragoso, demasiado literal; de alguna manera no resultaba nada moderno. Me dejó perpleja. Me irritó. Y me hizo pensar.
—¿Cuál es la historia de éste? —le pregunto a Jeffrey. Es una pregunta que me encanta hacer. Señalo a Lulú con el dedo. A estas alturas, llevo su imagen grabada en mi mente, esa bonita niña de pelo rubio que me miró con curiosidad desde las imágenes JPEG de los cuadros que utilizo para organizar los materiales para la exposición, desde las pruebas de las invitaciones a los anuncios, y después, una vez estuvieron colgados los lienzos, desde la pared frente a mi escritorio de hormigón y acero.
En una galería vacía reina un silencio muy particular, como en una iglesia, y Jeffrey habla en un susurro, aunque estamos solos en la habitación.
—Trata del esfuerzo creativo —dice. Sonríe, orgulloso, a Lulú—. Trata de cómo llegamos a conocer a Dios por medio de nuestros actos creativos.
—Entonces, ¿usted cree en Dios? —pregunto. La religión no va conmigo, y preferiría que él no me hiciese la misma pregunta. Tendría que explicarle que soy (¿cómo es el término que usan?, ¿no practicante?)... sí, que soy católica no practicante. Espero que no sea uno de esos friquis religiosos. Eso le echaría un jarro de agua fría a mis ilusiones románticas por él.
Me rodea los hombros con su único brazo. Aún estamos parados frente al enorme lienzo.
—Hay dos tipos de personas en este mundo. Están los que creen. Y los que dudan.
Se vuelve para inspeccionarme, como si estuviese intentando averiguar a qué grupo pertenezco. Yo diría que soy de las que dudan. Definitivamente. El conde asiente con la cabeza, como si me comprendiese, aunque no he dicho nada.