Authors: Danielle Ganek
—¿Sin haberlo visto? —Alexis me mira—. ¿Qué otros cuadros componen la exposición?
Las tres me observan, formando una negra línea de la más alta, Alexis, a la más bajita, Meredith. A veces me dan miedo.
No respondo a la pregunta de Alexis, así que Julia decide llenar el silencio que se produce.
—Es muy triste —afirma—. Lo ha matado el mundillo del arte.
—Tal vez fuese un suicidio. —Meredith nunca, jamás, se entera bien de las historias.
Julia asiente con la cabeza.
—Tienes razón. O tal vez lo asesinaran.
Deja caer esta reflexión casi de pasada. Las otras dos la pasan por alto para concentrarse en otros detalles de la historia del artista fallecido. Continúa su conversación, pero yo no las sigo. ¿Jeffrey asesinado? Le doy vueltas a la idea. ¿Asesinato? Vaya, ésa sí que es una buena historia.
Pero la descarto. Porque, en realidad, la historia no se sostiene. Sólo hay que poner una objeción para darse cuenta: ¿cómo podría haber sabido el taxista que Jeffrey iba a salir a fumar en ese preciso momento? Todo el cuento se derrumba si supones que Simon fue el asesino. Simon Pryce es capaz de convencer a un montón de gente de que crea un montón de cosas —que de verdad es inglés, para empezar, que es o no es gay, que tiene una larga lista de compradores para esa pieza que te estás planteando adquirir, o que fue «amigo íntimo de Andy» (entre tú y yo, se refiere a Andy Warhol)—, pero ya resulta bastante difícil tomarlo en serio como marchante de arte, así que no digamos como asesino a sangre fría.
Meredith señala en dirección a la puerta.
—Mira quién está ahí —dice con voz cantarina.
Julia, Alexis y yo seguimos su gesto con los ojos. Es Zach Roberts. Se acerca a nosotras mientras charla con Simon. Con su chaqueta de tweed y sus chinos anchos y arrugados, podría ser profesor de universidad en vez de asesor artístico. Y de hecho, si recuerdo bien, tiene un par de carreras por Yale, prueba, como dice él, de que le costó muchísimo trabajo decidir qué quería ser de mayor. Es muy alto y tiene esa especie de gracia inclinada que tienen los hombres altos que practican deportes como el squash y el golf, y a Zach se le dan bastante bien ambos, o eso he oído. Se inclina sobre Simon para escuchar lo que tiene que decirle.
—Últimamente no se cuece nada en el mundillo del arte en lo que no esté involucrado —dice Julia, con tono de admiración.
Las cuatro nos quedamos en silencio, observándolo. Zach nos ve y nos dedica una sonrisa. Zach Roberts tiene una de las sonrisas más carismáticas que he visto nunca, una sonrisa pausada y sexy que haría marearse hasta a la más remilgada matrona. Nuestros ojos se encuentran, y los suyos se abren al reconocerme.
Conocí a Zach hace cinco meses en una de las subastas de otoño. Estaba sentado a mi lado, y admiró los garabatos con los que había cubierto mi catálogo. Nuestro negocio, el negocio del arte, está lleno de pavos reales, de hombres que se visten de manera calculada para causar impresión. En este mundillo, el estilo desaliñado de Zach hace que destaque entre los demás. Suele llevar vaqueros gastados o unos chinos anchos sin planchar; camisas Oxford por fuera de los pantalones, con las mangas arremangadas como por casualidad, o desabrochadas.
Aquella noche se sentó a mi lado en la subasta con el pelo ondulado aún húmedo después de una ducha. Hablamos durante toda la subasta. Si supe interpretar correctamente su lenguaje corporal, le parecí encantadora. Cuando terminó, me invitó a un martini y a una hamburguesa.
Le dije que no. Acababa de salir de aquello a lo que a partir de ahora me referiré como la «situación» con Ricardo. Ricardo era un marchante de Milán que me dijo, con un acento italiano muy sexy, que me adoraba más que a la vida misma. ¿Cómo iba a saber yo que aquello era un eufemismo para «planeo robarle a Simon el primer artista bueno que va a exponer y tú, jovencita, vas a ayudarme a averiguar cómo»?
No quiero que pienses que soy el pendón del mundillo del arte, pero... antes de Ricardo estuvo Giles. Y antes de él, Manuel. Oh, y Jean-Pierre, pero aquello sólo fue una noche. Comparada con algunas de las galerinas, soy prácticamente virgen.
(¿Se puede ser prácticamente virgen? ¿Es lo mismo que técnicamente virgen?) ¿Qué puedo decir? Un caso clásico de chica que busca el amor en los sitios equivocados. No he sido todo lo perspicaz que debí haber sido. Y me pirran los acentos extranjeros. Pero he aprendido la lección. Se acabaron los hombres del mundillo del arte. Exceptuando a los artistas, claro está. Una siempre está dispuesta a hacer excepciones con un artista.
—He oído que anda buscando a un par de personas a las que contratar —dice Meredith, con voz melancólica—. Tiene tantas cosas que hacer que no le llega el tiempo.
—Parece que quiere un trabajo nuevo.
Esta vez no se equivoca. Zach se ha convertido rápidamente en una estrella en el negocio de los asesores artísticos. Tiene la reputación de ser honesto además de inteligente, y no es fácil ganarse una reputación así en este mundillo. Si a las recepcionistas de las galerías por lo general se las considera criaturas repelentes, a los asesores artísticos se les considera algo peor. Perritos falderos. Sórdidos, serviles, amigos falsos pagados con dinero de los clientes a los que despluman en secreto mientras aceptan sobornos de los marchantes, ¿no es eso lo que has oído?
Martin Better aparta a Alexis de nuestro grupo para darle un beso en la mejilla. Meredith agita su vaso vacío hacia nosotras y se dirige a la barra. Julia la sigue.
Ahora Zach está hablando con los Colancas. Ambos tienen sesenta y muchos y son muy serios, pertenecen a esa clase de coleccionistas de arte admirablemente formales que llevan años en el negocio, estudiando, comprando, donando. Serios, y peligrosamente aburridos. Lo han acorralado.
—Sálvame. —Zach forma la palabra con los labios mirándome desde detrás de la espalda de la señora Colanca. Pone una divertida mueca con los ojos en blanco, como si se estuviera muriendo.
Me abro paso hasta ellos.
—Siento interrumpir, pero Zach, ¿nos disculpan un momento? Simon quiere que te dé una cosa. No te ha visto en la inauguración.
—Por supuesto —dice la señora Colanca, dándole a Zach una palmadita en la mejilla—. Ahora está muy solicitado. Pero nosotros lo conocemos desde sus comienzos.
Dejan que Zach salga del rincón en el que se había refugiado, y me da un beso en la mejilla. Huele bien, a jabón y a detergente para la ropa.
—Hola. —Tiene una voz grave, de esas voces que casi te retumban dentro del pecho. Tiene los ojos azul claro y el pelo y la piel, morenos. Lleva una camisa azul claro que resalta el color de sus ojos.
—Hola.
—McMurray. Te debo una. Gracias. —Me sonríe.
¿Cómo he podido olvidarme de esa sonrisa? Si mal no recuerdo —y aquella noche no resulta fácil de recordar, después de dos martinis, ¿o fueron tres?— me hizo reír tanto que me caí de la silla.
Le dije que no. Al principio. Pero soy fácil de convencer. Y tengo debilidad por los hombres altos. Así que después le dije que sí. Primero nos tomamos un martini. Después nos tomamos otro. Y después otro. No llegamos a pedir la hamburguesa.
Menos mal que no me acosté con él. Quise hacerlo. Nos acercamos lo bastante como para que pueda decirte que lleva boxers, no slips, o aun peor, rebuscada ropa interior de marca. Pero me resistí, pensando que ya habría otra ocasión. Y después de eso, nunca me llamó.
Supongo que le dije que no lo hiciera. Le dije: «No me llames, jamás saldré con nadie que se gane la vida vendiendo obras de arte». Pero no esperaba que me tomase en serio. ¿No se supone que los hombres saben lo de nuestra fantasía de capitulación? Sí, a algunas nos gusta que nos ganen con su fuerza de voluntad y encanto personal. Cuando les decimos que no salimos con nadie que haga negocios en nuestra misma rama, esperamos que nos ignoren. Nos gusta pensar que nos adoran tanto que se sentirán obligados a llamar de todas maneras.
Desde entonces sólo he visto a Zach un par de veces. Parecía avergonzado. Igual que yo, por supuesto, pero para mí la vergüenza es prácticamente el estado de ánimo en el que convivo permanentemente.
—¿Cómo estás? —me pregunta ahora. Parece que de verdad le interesa. Esas palabras, «cómo estás», podrían significar montones de cosas. Como, por ejemplo, ¿qué puedes decirme sobre el mercado de los Finelli? Incluso cuando se pronuncian con tanta sinceridad. De hecho, sobre todo cuando se pronuncian con tanta sinceridad. Algunos de estos tipos son actores consumados.
Zach es uno de esos hombres cuyo saludable aspecto juvenil le hace parecer incapaz de todo engaño. Siempre da la impresión de que es un buen tipo, uno de ésos de los que ciertas personas dirían: «Desprende buenas vibraciones». Parece preocupado de verdad cuando me pregunta:
—¿Conocías al artista?
¿Que si lo conocía? Estaba medio enamorada de él.
—No muy bien —replico—. Aunque me caía muy bien. Tenía mucho talento. No has visto la exposición.
—No, sólo he venido por la comida.
Eso podría significar que tiene hambre. También podría interpretarse como que ha venido a averiguar si se produce una demanda repentina por las obras de Finelli. O tal vez sea una alusión irónica a la insípida y barata comida inglesa que Simon se empeña en servir.
Intento comprobar si está de broma. Su media sonrisa hace que sea difícil saberlo.
—¿Por el pastel de carne con patatas?
—Me gusta el pastel de carne con patatas —dice—. Háblame de la exposición.
—¿Qué es lo que quieres saber? Es brillante. Siete piezas. Dos paisajes, dos interiores y tres retratos.
Le cuento todo lo que sé de los lienzos, empezando por los interiores. Describo el colorido de las piezas y la forma en que Jeffrey aplicó la pintura en varias capas. Le explico cómo son los paisajes y el autorretrato. Me tomo mi tiempo, incluyendo todos los detalles que recuerdo. Por fin llego a la obra maestra, el cuadro de tres por cuatro metros
Lulú conoce a Dios y duda de Él
.
—Hacía veinte años que no la veía —digo, dejando que aumente la tensión para culminar con un final dramático. Me gusta que las historias, incluso una historia sobre una exposición de pintura, tengan un buen final—. Cuando llegó a la galería, él ya estaba muerto.
—Me encanta cómo hablas sobre arte —dice Zach—. Con tanta pasión.
—¿Por qué no dices lo que en realidad quieres preguntarme?
—¿Y qué es eso? —pregunta, sonriendo.
—Ya sabes, si alguien ha comprado ya algún cuadro. Y si es así, cuáles están vendidos. Por cuánto se vendieron. Y a quién. Dame nombres, por favor.
Se echa a reír.
—Eres muy graciosa, McMurray.
¿Graciosa? ¿Que soy graciosa? ¿Yo? Oh, Dios, estoy radiante de felicidad. Si te soy sincera, me molesta mi reacción ante sus palabras. No me interesa Zach, ¿recuerdas? Pero sí me gusta pensar que soy graciosa.
Cuando me trasladé a Nueva York, esperaba conocer a un montón de gente graciosa, como en las películas. Por desgracia, enseguida me dejé atrapar por el mundillo del arte, así que no suelo encontrarme con los neoyorquinos graciosos. Por lo general, me encuentro con gente que se toman a sí mismos tremendamente en serio, o con aquellos que piensan que son graciosos sin serlo. Ahí tienes a Simon y el humor de marchante que te he mencionado antes. Pero Zach sí es gracioso, con un ingenio seco y perspicaz que indica que de verdad está prestando atención.
—He oído que Martin Better ha comprado el cuadro grande —dice.
Le doy un buen sorbo al vino que queda en mi copa antes de contestarle. Recuerda, me digo a mí misma, esto es lo que él quiere. Aunque no sea el típico asesor artístico, esto es lo que quieren todos. Información. No lo confundas con un interés en ti como persona.
—¿Dónde has oído eso?
—Con estas orejas tan grandes que tengo —replica, señalándose un lado de la cabeza con el dedo.
—Tus orejas son perfectamente normales —digo, observándolas.
Lo son. En realidad, son unas orejas muy bonitas. Todos sus rasgos tienen una forma bonita, me fijo de repente. Objetivamente. Una forma y un color bonito. Tiene una nariz perfectamente recta, y una frente con la altura perfecta. El tono de su piel indica que pasa tiempo al aire libre, como si hubiera estado tomando el sol hace poco. Tiene los dientes muy blancos. Su pelo es de un moreno oscuro e intenso con vetas de ésas por las que algunas mujeres pagan una fortuna. Y esos ojos grandes, de un matiz de azul inusitadamente pálido.
*
Simon nos convoca a comer. Nos acercamos a la larga mesa cubierta de platos blancos y servilletas verdes. A lo largo de la parte central hay distribuidas macetas bajas con hierba sobre las que descansan al menos setenta candelas votivas, que proporcionan la única luz que hay en la habitación. Es un arreglo con mucho estilo. El estilo es algo que a Simon se le da bastante bien. Aunque se empeñe en poner el disco de Fischerspooner demasiado alto, como hace ahora. Fischerspooner no es música para cenar.
Connie y Andrew me paran de camino a la mesa. Ella aún lleva puesto el gorro de piel. ¿No hay ninguna norma de etiqueta que prohíba llevar piel en marzo? Debería haberla. Se inclina hacia mí entre una nube de perfume floral para besarme en ambas mejillas.
—Pienso reservar el grande —dice Connie, colocándose demasiado cerca de mí.
—A mí me recuerda a Cindy Sherman —farfulla Andrew desde su lado, y la cara casi le desaparece entre la papada. Rara vez dice nada, y casi nunca habla de arte. Puede que esta inusitada locuacidad se deba a que la muerte del artista también ha afectado a su equilibrio emocional.
—Cindy Sherman es fotógrafa. —Connie agita la mano en respuesta al comentario de su marido, desdeñosa.
—Bueno, y entonces ¿cuál es el pintor ése que me gusta? ¿El que pinta a las mujeres?
Connie lo ignora y me observa descaradamente de arriba abajo como sólo sabe hacerlo una mujer realmente competitiva. Connie no está delgada ni es guapa, ingeniosa, amable o culta. Es rica. Le sorprende que eso no sea suficiente.
—¿Y? ¿Vas a decirme que está todo vendido?
—Pensé que dijiste que querías comprar algo de Cindy Sherman —le dice Andrew. Delega todas las decisiones sobre su colección de arte en su esposa, de la que todavía anda bastante encaprichado. Según la leyenda, Connie y Andrew se conocieron durante una cena. Y dependiendo de quién te cuente la historia, o bien ella estaba sentada al lado de él, o bien cambió de lugar las tarjetas con los nombres de los invitados. O bien sabía exactamente quién era él y cuál era su valor neto hasta el último centavo, o bien nunca había oído hablar de él.