El 11 de julio, cincuenta militantes anarcos de Turín se vistieron de carteros y se tomaron el tren a Milán: allí desfilaron frente a la radio Popolare. Llevaban un paquete cada uno y se acusaban d e los crímenes más variados: el corte de la oreja de Van Gogh, el aluvión de 1994, la derrota de Italia en el mundial '90.
—Ustedes la detienen al 97,83 por ciento. Nosotros la queremos libre al 100 por ciento.
Decía una de sus consignas. Pero Cadeddu siguió presa y el Laboratorio clausurado. Esa noche, de vuelta en Turín, los carteros organizaron un baile en el Asilo: necesitaban juntar fondos para los abogados de su compañera. El clima era festivo y preocupado. Pero los anarco-punx del Asilo de la via Alessandria estaban en un momento de optimismo: el movimiento seguía activo e imaginativo, la casa estaba llena, la estaban arreglando bien y, en esos días de verano, recibían muchas visitas de otras ciudades italianas y europeas. Pocos días después, el lunes 21 de julio, cenaban con ellos cuatro o cinco chicas de una casa ocupada de Berlín. Una noche de tantas: risas, porro y pasta bien al dente.
La puerta del Asilo solía estar cerrada pero aquella noche de verano estaba abierta. Silvia y Soledad se pararon allí: no sabían bien qué hacer. Soledad tenía un poco de vergüenza y estuvieron a punto de no entrar. Pero no se les ocurría otra opción para pasar la noche.
¿Qué transforma las vidas? ¿Qué hace que de pronto todo cambie? Minucias, supongamos: un viejo barbudo que dice vayan a tal parte porque acaba de recordar que justo allí, la mirada de un chico que hace temblar las piernas de una chica, la espera de una palabra que no llega si otra la reemplaza, la lluvia que te cambia los planes poco antes y entonces sin ella nunca te habrías cruzado con aquel, un libro que te destella con sus tapas rojas, el coche que dobla donde no debiera, el terror de que nada está trazado: la sucesión de los azares, las tentativas laboriosas de darles un sentido, la tontería, la cobardía de precisar que tengan un sentido. Las decisiones que se toman, después de los azares. Más azares.
"Nos fuimos a comprar un par de cervezas para llevar algo, por no entrar con las manos vacías, y después cuando volvimos del bar todavía nos quedamos un rato sentadas en la puerta: todo el tiempo salían y entraban punks", dirá Silvia Gramático. "Pero de últimas la puerta estaba abierta y yo pensé bueno, es un centro social, pensé que era abierto para todos. Yo recién después me enteré de que en general había que ir con alguien, pero entonces no lo sabía; creo que si lo hubiera sabido no habría entrado. Entramos: la cocina estaba llena de gente comiendo y nosotras nos sentamos en una punta de la mesa, calladitas. Ellos estaban en plena cena, charlaban, y nadie nos dijo nada, el ambiente estaba ya formado; al cabo de un rato uno nos acercó un helado, empezamos a charlar y nos quedamos".
Después, unos minutos después, sabrían que el del helado se llamaba Stefano, un okupa con varios años en la brecha. "Esa noche había mucho movimiento", dirá Stefano, ex ocupante del Asilo. "Había varias chicas alemanas que estaban de visita. Al principio, cuando entraron estas dos pensamos que serían un par de alemanas más, que estarían con las otras, y no les dijimos nada. Tardamos un rato largo en darnos cuenta de que habían venido solas". Después, unos meses después, Soledad diría que aquella puerta abierta le hizo entender que ése era su lugar. "Por casualidad el primer día en que llegué al Asilo la puerta estaba abierta, no necesité tocar el timbre. Es de locos: todo un océano de distancia y llegué al lugar indicado. Pensar que el mundo es tan grande, pero ahí un lugar para cada uno, y yo creo que encontré el que me corresponde", escribiría ya desde su celda.
Soledad alucinaba: ese lugar se parecía a sus fantasías. Era un espacio sin domesticar, siempre cambiante: nadie era dueño de nada, uno podía apropiarse una habitación, arreglarla y quizás después abandonarla; la propiedad es una forma de la permanencia y en el Asilo nada parecía sometido a la duración. Estos tipos, visiblemente, tenían otra idea del tiempo y del espacio, de las costumbres, de lo que significaba convivir. Nadie le pedía ninguna explicación, nadie le preguntaba nada que no quisiera contar, pero le sonreían y trataban de entender si ella les hablaba en su cocoliche incomprensible. Y veía que hacían todo lo que se les ocurría para pasarla bien en la vida: sobre todo, no juzgar a nadie.
"Cuando ella llegó la casa estaba a pleno", dirá Ita Primavera, ocupante del Asilo. "Éramos como veinte, y se veía que estábamos bien. Acá estábamos todos los que la habíamos ocupado, éramos tantos, todos amigos, habíamos pasado cantidad de cosas. Se notaba que teníamos un proyecto juntos y que nos hacía muy felices llevarlo adelante".
Aquella noche les prestaron una pieza, colchones en el suelo y unas mantas viejas. Pero Silvia y Soledad se quedaron hasta muy tarde en el patio enorme charlando y fumando y bebiendo y cantando con una docena de personas que no conocían y que las trataban como si las conocieran de siempre. "Nos cayeron bien, hubo un buen feeling", dirá Luca Bruno, ocupante del Asilo desde el primer día. "Nosotros teníamos experiencia en esto de ver aparecer gente por acá; algunos te gustan, otros no. En principio si nos piden refugio no los rechazamos, pero estamos muy atentos para ver cómo se arman las relaciones. Si se deteriora rápido la cortamos... Soledad casi no hablaba italiano, pero hablando español no era tan difícil: nos entendíamos, no era como si llegara un turco, ¿no?".
Soledad se sentía en su elemento y esos dos días le resultaron fascinantes. Y también fue fascinante uno de los okupas: Dennis tenía veintiún años y una novia Giorgia con quien justo había discutido en esos días.
—¿Qué es ese tatuaje? Es genial.
—Nada, un pájaro sagrado, un símbolo de los indios americanos.
—¿Cómo? Contame...
Soledad se sorprendió al ver cómo Dennis se interesaba por sus vagas historias aborígenes. Esa noche, casi sin darse cuenta, empezó a descubrir que su identidad latinoamericana la individualizaba, la hacía distinta de las otras. Y, sin proponérselo, empezó a jugar con ella. Soledad pasó su segunda noche con él en una cama altísima: una plancha de madera instalada a más de dos metros sobre una estructura tubular. Era su primer romance en italiano y estaba encantada. Aunque se le notara el susto.
—¿Qué, no te gusta la cama? La construí yo. Así me queda más espacio abajo, en el cuarto.
—Sí, está bien. Pero me impresiona un poco la altura, me da miedo.
"En una casa ocupada vive mucha gente y todos tratan de llevarse bien", dirá Stefano, ex ocupante del Asilo. "Pero siempre hay subgrupos, gente que tiene más afinidades entre sí, que además de vivir juntos se hacen amigos. En esa época acá vivíamos tres que hacíamos muchas cosas juntos —Dennis, Marco y yo. Y enseguida Silvia y Soledad nos cayeron bien a los tres. Nos cayeron simpáticas, nos fascinaba que fueran argentinas y había un buen feeling cultural: a ellas les parecía bien toda esta cuestión de la autoorganización, el hecho de ocupar espacios vacíos como éste para darles un uso social y hacer experimentos de vida autogestionaria sin jefes, sin reglas superiores. Así que nos pasamos esos dos o tres días juntos acá en Turín. Al final las acompañamos a la estación, porque tenían que volverse a trabajar". En ese tren, mientras subían hacia el pueblo de cuentito alpino, Soledad se prometió que pronto volvería a Turín.
Soledad nunca había estado muy feliz en Alpe Devero, pero el contraste con el deslumbramiento del Asilo terminó de oscurecer esa rutina pava. Igual trató de conformarse: según el arreglo original, todavía les quedaban varias semanas de posada. El problema —uno de los problemas— era que se aburría bastante. Así que escribía cartas.
La versión para los padres todavía incluía el reloj cucú: "Acá parece un cuento de hadas, pero trabajamos bastante", le escribió Soledad a su familia. "Yo empiezo 8:30 y mi labor específica es la cocina, estoy aprendiendo a cocinar italiano. También hacemos los cuart os y eso. Después del mediodía es bastante tranquilo y tenemos 2 o 3 horas libres. Nosotras nos vamos a caminar y hacemos gimnasia todos los días".
La versión para Sole Vieja era más cruda: "El matrimonio de la posada es buena gente. La minita tiene 32 años pero es súper careta, no careta de faso y todo eso, pero sí de cabeza. De todos modos nos tratan rebien. Tenemos un cuarto para nosotras, comemos rebien y todo lo que queremos. El marido de ella me hizo la onda para pegar jash. Pero, ¿sabés qué, má? No me pega. Será porque se mezclan una mínima pelotita de jash con tabaco, y no me gusta, quiero conseguirme una pipa para fumar sola, pero mientras tanto no tengo ganas de fumar".
Dennis y Stefano les habían dicho que irían a visitarlas, pero Soledad sabía que esas cosas se dicen mucho más que se hacen. Por eso se sorprendió, la semana siguiente, cuando los dos okupas se presentaron en el pueblo. "Fuimos y acampamos, ellas vinieron a visitarnos a la carpa", dirá Stefano, ex ocupante del Asilo. "Había cierta atracción entre nosotros, Soledad con Dennis, yo con Silvia, y eso también jugaba. Pero fue sólo el motor, la chispa, porque enseguida todo eso se transformó en una amistad; a veces pasa, conocés a una persona y capaz que dos o tres días te acostás con ella, porque te gusta; después te vas conociendo un poco más y te das cuenta que no es la gran historia, hay simpatía, tantas otras cosas lindas, pero no el amor —y queda la amistad".
(Después, varios años después, le preguntaría a Luca si tenían un discurso sobre la sexualidad, si había algo de eso. Luca me dijo que no:
—No, no hemos pensado nada particular sobre el asunto. Ahora nos vamos haciendo grandes y tenemos parejas cada vez más fijas. Algunos no son así, pero...
—Pero no hay un discurso sobre la moral sexual...
—No, no hay. Eso queda librado a la decisión individual, no hay decisiones colectivas al respecto. La única vez que hablamos un poco entre nosotros fue en encuentros con los españoles, con los berlineses. Ellos hablan más de feminismo, eso entre nosotros no existe...
—¿No?
—No, pero no porque seamos machistas... Probablemente no existen las condiciones por las cuales las mujeres deben llevar adelante este discurso.)
Al cabo de unos días, cuando Dennis y Stefano se volvieron a Turín, los cuatro quedaron en verse de nuevo en un par de semanas. Era lo más intenso de la temporada turística y Silvia y Soledad no podían irse así como así. Pero la situación en la posada empezó a degradarse. Soledad ya no tenía ganas, y además había cierto maltrato.
"En el hotel no nos trataban bien, y Soledad se rebelaba: era difícil seguir trabajando", dirá Silvia Gramático. "En realidad ellos eran medio miserables; nos pagaban menos que a las italianas que trabajaban con nosotras y cuando lo supimos hubo una primera discusión. Era todo una onda, una energía negativa. Soledad se enojaba porque no la dejaban comer pan fresco, nos lo daban duro. Los padres del dueño también comían pan duro, cómo íbamos a comer pan fresco nosotras. Entonces Soledad hacía mal las cosas. Un par de veces la dueña me dijo que no habíamos limpiado bien y yo le dije que de ninguna manera pero ella me mostró y era cierto. Así que un día salimos a caminar y yo le dije 'Soledad, para estar así nos vamos, no vale la pena, no fue para esto que nos vinimo s hasta acá'".
—No, miren, no se lo tomen a mal pero la verdad que así no vale la pena seguir. Nos vamos. Todo bien pero nos vamos.
—¿Y el contrato, los papeles?
—¿Los qué?
Aquella tarde de mediados de agosto Silvia y Soledad agarraron sus mochilas y empezaron a caminar montaña abajo: querían llegar hasta Domodossola, la estación de tren más cercana. Decididamente en Italia había cosas mucho más interesantes que pasarse los días haciendo camas y lavando platos. Soledad caminaba cantando, feliz por la decisión que habían tomado. Hasta que un muchacho las levantó con su coche y las llevó hasta la estación.
"Pero perdimos el tren, el último tren ya había salido", dirá Silvia Gramático. "Así que nos invitó a la casa de unos amigos en un pueblito. Estaban todos fumando, nos invitaron a tomar unas cervezas y esa noche nos quedamos ahí. Total, daba lo mismo, ¿no?". A la mañana siguiente llegaron a Milán.
Varios militantes del Asilo estaban, en esos días, en Milán, ayudando a reocupar el Laboratorio Anarchico de la via De Amicis. Silva y Soledad lo sabían y fueron a verlos. Los okupas milaneses y sus compañeros de otras ciudades acampaban en un jardín detrás del Laboratorio. La situación era muy distinta de lo que había visto en Turín: en vez de la fiesta del Asilo, era gente esforzándose, trabajando en la reconstrucción de su casa. La policía había tirado abajo las escaleras interiores y, para vivir allí, era necesario volver a hacerlas. Los okupas se preparaban también para resistir los ataques de la policía: necesitaban, sobre todo, poner barrotes en puertas y ventanas para conseguir unos minutos de ventaja cuando llegara el desalojo. "Si la policía quiere desalojar, con las puertas reforzadas tarda diez minutos más", dirá Luca. "Esos diez minutos son los que nos permiten subirnos al techo, que es la forma de resistencia que solemos usar. Una vez que estamos en el techo la policía en general no se atreve a venir a sacarnos".
Silvia y Soledad daban una mano en lo que podían: no tenían especial habilidad para esos trabajos. Entre los más eficaces había dos militantes piamonteses un poco mayores, más serios que los demás, Silvano y Edoardo: tenían años de trabajar el metal y las diversas herramientas. Silvano Pelissero era el Druida, el que había arengado a los enanos. "Yo era casi el único que hablaba español, por el tiempo que había pasado en México, pero esa vez hablé muy poco con ellas", dirá Silvano Pelissero. "La primera vez que la vi a Soledad me pareció una hippie, una trotamundos, una que fumaba marihuana: nada que me interesara mucho". No era una gran opinión; parece que la de Edoardo Massari, el amigo de Silvano, fue más o menos parecida, pero nadie se acuerda.
—Chicas, ustedes a Dennis lo conocían, ¿no?
—¿Cómo que lo conocíamos? ¿Qué querés decir?
—No, nada, nada. Todavía no sabemos muy bien qué pasó. Pero está muy grave, tuvo un accidente y está muy mal.
Soledad estaba recién levantada, legañosa, y se quedó un minuto sin entender gran cosa. Estaban en el jardín del Laboratorio, entre carpas y botellas vacías, restos de la noche recién terminada. Silvia se acercó a preguntar qué pasaba.