Amor y anarquía (38 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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La gran manifestación se preparaba y aterraba a las autoridades y los buenos burgueses de Turín. Pero antes, esa misma mañana, Gabriela Rosas llegó al aeropuerto de Turín. Llevaba una valija chica y una panza imp ortante; lo primero que hizo fue ir al estudio del abogado Zancan: una de sus colaboradoras la acompañó enseguida a la oficina de la jueza Pironti, para pedirle que la autorizara a visitar a su hermana. "La jueza me hizo algunas preguntas: cómo era Soledad, si tenía antecedentes en Buenos Aires", dirá Gabriela Rosas. "Le dije que no, que era una chica normal que había sido educada como cualquier chica de clase media de la Argentina, que nunca había tenido problemas con la policía, que nunca había participado en política. Que estábamos todos muy sorprendidos con lo que está pasando porque Soledad no era para nada como se decía. Era la verdad."

Hacía muchos años que Turín no temía tanto. Y el país se alarmaba también. El presidente del Consejo, Romano Prodi —de visita oficial en Inglaterra — decía que estaba "muy preocupado por los incidentes de Turín, expresión de un malestar que no puede dejar de preocupar al gobierno". Y durante los días anteriores el ministro del Interior, Giorgio Napolitano, había escuchado a los políticos de la derecha y a las asocaciones de comerciantes turineses que le reclamaban que prohibiera la manifestación. Pero el gobierno de centroizquierda no podía permitirse ese recorte de las libertades, y al fin la autorizó. Aquel sábado la ciudad apareció infestada de carteles llamando a la marcha: "Los terroristas son ustedes: administradores y patrones del TAV, jueces, canas de todo tipo, periodistas y opinadores varios, políticos todos, ciudadanos silenciosos, con sus persecuciones, con sus jaulas dentro y fuera de la cárcel, con su tácito e inocente silencio, ustedes le pusieron la soga al cuello". Los diarios anunciaban el apocalipsis –"Turín blindada por la invasión squatter", "Cuenta atrás en la ciudad blindada", "Vigilia de alta tensión", "Turín cierra contra los squatters", "El día del miedo"— y sus lectores les creían.

—¿Oye, te acuerdas de aquella pintada que hicimos una vez, hace la ostia de tiempo? ¿Aquella que ponía burgués, tu pesadilla es mi sueño?

Le decía un catalán cuarentón a su amiga en el patio del Asilo, esa mañana: recién llegados, desayunaban entre un mundo de gente que se agitaba con panes, carteles, frutas, abrigos, palos. Para los okupas del Asilo y las demás casas había sido una semana agotadora: la más intensa de sus vidas políticas. Había empezado siete días antes con la muerte del amigo y, tras marchas, funerales e intervenciones varias, terminaba con el ajetreo de preparar la gran manifestación y recibir a cantidad de compañeros que llegaban desde todo el país —y Suiza, Francia, España, Alemania, Holanda.

Dos chicas, en medio del caos, repartían un volante con las instrucciones para la marcha de la tarde. Las habían consensuado las casas ocupadas turinesas en una asamblea: "La marcha es una de las mil formas de protesta que usamos: será una marcha decidida, pero no queremos provocar encontronazos con los canas. Acordate que si sos un duro y sabés correr rápido y pelear con éxito, detrás hay alguien que puede no serlo. Acordate que la policía y los diarios están esperando esta ocasión para volver a ponernos el cartelito de vándalos y delincuentes. Si estás caliente y querés romper todo hacelo, pero no hoy que, por elección, queremos ir tranquilos. Si vos elegís la música y el ritmo, el baile será desenfrenado y mágico; si los canas marcan el paso vas a ser un instrumento en sus manos". Los anarco-punx turineses se preparaban para terminar en paz la manifestación más grande de sus vidas, pero los burgueses de Turín no lo sabían y, si lo hubieran sabido, habrían imaginado alguna trampa. O se habrían sentido ligeramente defraudados.

El Balon hervía de banderas negras, y muchos mástiles eran más que mástiles. Algunos manifestantes usaban pasamontañas; la mayoría iba a cara descubierta, y llegaban por cientos: hacia las tres de la tarde eran ocho o diez mil. La mayoría, anarquistas y squatters de toda Italia, pero también estudiantes, jóvenes diversos, inmigrantes, algunos militantes de la izquierda radical, unos pocos concejales verdes y comunistas. Las columnas estaban a punto de ponerse en marcha y no sabían bien hacia dónde: el intendente les había prohibido pasar por el centro e incluso por Porta Palazzo, el mercado de frutas y verduras, quinientos metros más arriba. Pero cuando la cabeza de la manifestación empezó a marchar, con el gran cartel negro que decía Asesinos, encaró hacia el mercado.

Que ya estaba cerrado. Todo lo estaba, aquella tarde. El cielo se cerraba sobre la ciudad; la ciudad se había cerrado por temores. Ni negocios ni tranvías ni personas sueltas; sólo policías y manifestantes. La ciudad era un tablero para esos movimientos. Los policías eran más de mil, llegados desde todo el norte, fuertes con sus cascos y escudos y pistolas y tanquetas antidisturbios y perrazos. Los anarquistas avanzaban hacia ellos, por el camino prohibido; a último momento los de la ley se abrieron y los dejaron pasar. Las dos partes se tanteaban, probaban hasta dónde podían enfrentarse sin llegar al enfrentamiento. Era curioso que ninguna de las dos quisiera la batalla anunciada.

—¡Sole y Silvano libres! ¡Libertad para todos!

Los cantos de las manifestaciones europeas no suelen ser rítmicos ni rimados: éstos tampoco. El cortejo marchaba pesado, con gritos desperdigados, caras tensas, helicópteros revoloteando por arriba, los cantos de sirenas. Todos los diarios lo habían anunciado, los políticos lo habían repetido: frente a la marcha anarquista, una "ciudad blindada". Y lo estaba: sus habitantes habituales refugiados, nadie para escuchar los gritos de esos diez mil que la cruzaban. La ciudad blindada contra esas palabras, resistiendo. Una marcha que no comunicaba porque no encontraba a quién decirle nada: porque la mayoría se blindaba en el prejuicio y la marcha era una mancha que sólo reafirmaba —para quienes ya lo sabían— lo sabido. Los periodistas los seguían desde el costado, pastoreados por docenas de policías tipo armario.

—¡Chacales, afuera, asesinos!

Los saludaban desde adentro, y Radio Black Out, que transmitía en directo, reafirmaba:

—Son unos provocadores, unos infames. No queremos periodistas en nuestra marcha. Hay que boicotear su trabajo de mierda.

Los organizadores no admitían carteles de partidos políticos: quien quiera participar, habían dicho, que lo haga como individuo. Al fondo, algunos electos comunistas marchaban aislados, mirados con recelo:

—¡Ustedes apoyan a este gobierno que reprime y ahora vienen acá, canallas!

Les gritó una chica de pelo rapado a lo Sole. El cortejo llegó a la estación de tren de Porta Susa; de ahí siguió hasta el nuevo Palacio de Justicia —terminado pero sin uso todavía: era allí donde Edoardo y Soledad habían lanzado su bomba de pintura. Miradas controlaban las esquinas, ventanas, recovecos diversos para ver de dónde les llegaría el ataque. El Palacio no tenía custodia: "Mejor vidrios rotos que cabezas rotas", dijo después el jefe de policía Francesco Faranda, para explicar su decisión.

—¡...y ahora las ventanas del Palacio vuelan en pedazos, les llueven piedras y vuelan en pedazos...!

Se entusiasmaba la radio. No eran todos los manifestantes; dos o trescientos apedreaban con dedicación los vidrios del Palacio, que caían como moscas.

—Y esos hijos de puta los cobraron fortunas porque eran blindados.

Dijo un enterado. Pocos días después no estallaría el escándalo: los contratistas habían facturado como vidrios blindados unas ventanas muy comunes. Que seguían cayendo sin que nadie interviniera para evitarlo, mientras las paredes del Palacio se cubrían de pintadas:

"Todos somos Lobos Grises".

"Edo estás vivo con nosotros".

"De cárcel se muere, de lucha se vive".

A lo lejos los policías mordían el freno. Al cabo de unos minutos el cortejo volvió a ponerse en marcha. Iba dejando en el camino humos verdes, azules, amarillos, unos gritos, rojos:

—¡So-le li-be-ra! ¡So-le li-be-ra!

Escuchaba Soledad por la radio en su celda, golpeteando distraída con los dedos sobre la tapa de un libro: seguía el ritmo pero no prestaba atención a las palabras. De pronto se dio cuenta de que hablaban de ella y se rió. Pedían su libertad, gritaban por ella. Por mí, pensó, y no pudo evitar un sobresalto de orgullo. Duró poco: enseguida se dijo que no, que no correspondía, que ella no había hecho nada particular y que todo había costado demasiado caro. Que no había hecho nada particular, se dijo. En esos días había pensado muchas veces en los caprichos del azar: por qué ella, para bien y para mal, por qué ella y no cualquier otra. Sabía que hasta entonces todo le había sucedido mucho más por azar que por sus decisiones pero ahora era el momento, pensaba, de empezar a tomar las decisiones que confirmaran ese azar: que la pusieran a la altura de su historia. No sería fácil, pero tenía que hacerlo.

—¡So-le li-be-ra! ¡So-le li-be-ra!

Oyó ahora, mucho más bajo, casi borroso, y se volvió a reír: los estaba oyendo en vivo y en directo, allí, bajo su ventana, y era gracioso que la realidad le llegara más lejana que la radio. Allá abajo, ahora, una banda de saxo, clarinete, trombón, guitarra, bajo y redoblante tocaba una especie de jazz; alrededor, otros tiraban humo de colores y cohetes.

—La rabia se está liberando de una forma tranquilísima y espléndida.

Decía Radio Black Out. La calle, que Soledad veía cada vez más irreal, se volvía un circo muy real. Alguien pintó: "Bello como una cárcel en llamas". Hasta que aparecieron unas camionetas policiales y la realidad se hizo distinta: piedras, corridas, botellas, gritos.

—¡So-le li-be-ra! ¡So-le li-be-ra!

Después la marcha se normalizó de nuevo.

—¡No somos extraños ni malvados!

Gritaba un anarquista con un parlante, el tono burlador:

—¡Somos buenos, hemos demostrado que somos buenos, no somos vándalos!

El cortejo se iba deshilachando. Muchos tomaban el camino de la estación de tren, otros volvían a las casas ocupadas. Unos pocos apedrearon las vidrieras de Marvin, el negocio de electrodomésticos del padre del jefe del Comité Antisquatters. Radio Black Out intentaba un balance:

—Esta gente, que dicen que es tan violenta, ha demostrado en la manifestación de hoy que sabe decir cosas importantes sin romper todo.

Unos rezagados pintaban una última pared: "Feliz cumpleaños, Edo". Ese 4 de abril Edoardo Massari —Edo, Baleno— habría cumplido treinta y cinco años.

Horas más tarde el ministro del Interior, Giorgio Napolitano, hizo su propio balance:

—No sucedió nada dramático, gracias al empeño de las fu erzas del orden.

Y Radio Black Out:

—Fue una jornada tranquila y pacífica, como queríamos que fuera.

Era la impresión de muchos okupas. De hecho, aquella noche hubo fiesta en varias casas ocupadas. Pero los diarios del día siguiente tenían otra visión: "Tres horas de una marcha lúgubre y rabiosa: ningún incidente grave pero muchos actos de vandalismo"; "Squatters, una marcha del miedo"; "Turín, rehén de los squatters"; "El Olivo regala Turín a los autónomos"; "Turín, una tarde años 70: también las Brigadas Rojas fueron minimizadas". "La ciudad vivió un día de pesadilla y sólo se despertó cuando terminó la manifestación", decía el
Corriere della Sera
, y seguía: "No hubo incidentes graves pero la tensión era altísima, la violencia de las palabras y de los carteles y pintadas dejaba a todos una promesa: la guerra de los squatters no se terminó sólo porque en su gran concentración nacional de ayer no sucedieron los encontronazos tan temidos".

Los comerciantes pusieron el grito en el cielo —que es el lugar favorito de los comerciantes gritones:

—Por cuatro semanas hemos soportado sus marchas, hemos vivido en el terror y la inseguridad. Sufrimos daños en nuestras estructuras y en nuestro trabajo y nos callamos la boca. Pero ya se acabó. De ahora en adelante ya no bajaremos las cortinas; nos pondremos delante de las vidrieras para defender nuestra propiedad, nuestro trabajo y la libertad con palos y bastones. Ya no queremos delegar nuestra seguridad en las fuerzas del orden. Que el gobierno y el intendente se enteren y actúen en consecuencia.

Declaró el presidente de la Asociación de Comerciantes, Giuseppe De Maria. La factura de los daños no terminaba de estar clara: los medios los estimaron en 200 o 300.000 dólares —sobre todo los famosos vidrios blindados del Palacio de Justicia.

—Fueron filmados y fotografiados. Procederemos contra ellos.

Tranquilizó Faranda, jefe de policía. En un acto por mártires de la resistencia antifascista, el intendente Valentino Castellani se puso a tono:

—Hoy recordamos a esos mártires que regalaron la libertad incluso a los que hoy la usan malamente, y que no tienen nada que ver con la democracia.

Su asesor de Presupuesto, el comunista Stefano Alberione, había estado en la marcha: al día siguiente la presión de los medios estuvo a punto de provocar la caída de la Junta Municipal. El intendente, primero, lo echó; después, cuando pidió públicas disculpas, lo reintegró a su puesto. Pero algunos sectores de la izquierda, en esos días, llamaron al diálogo con los anarquistas. Incluso la ministra de la Solidaridad Social del gobierno del Olivo, Livia Turco, mandó una carta a
Il Manifesto
, "Démosles la posibilidad de dialogar: Hace unos meses que hemos abierto en Turín una consulta con los jóvenes para poner a punto, juntos, un diseño de ley que ofrezca nuevos instrumentos de comunicación y de poder. Sé que todo esto les parecerá poco interesante a los que, llenos de desconfianza y rencor, piensan en el gobierno y las instituciones como enemigos permanentes, pero igualmente les pido —a ellos y a la gran mayoría de jóvenes que no protestan pero que no por eso son necesariamente más felices— que se concedan a sí mismos y a nosotros la posibilidad de una escucha recíproca y de un encuentro. Sería, creo, una forma de darle significado a la muerte de Edoardo Massari y de conseguir que no sea olvidada en pocos días y pocos títulos de diario".

La ministra comunista hablaba de escucha. Pero definía a los jóvenes que se oponían al diálogo como "llenos de desconfianza y de rencor", mientras ellos se definían c omo portadores de ideas que no se basan en la desconfianza y en el rencor sino en la convicción de que las leyes y las instituciones son instrumentos de opresión. Y que por eso no les interesaba charlar con quienes las representaban e instrumentaban.

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