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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

Amor y anarquía (42 page)

BOOK: Amor y anarquía
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"Amigo mío, confío en que cuando salgas los dos podamos hacer tantas cosas. ¿Cuál es la razón de tu huelga de hambre? ¿Solamente estás buscando morir? Decime la verdad, yo siento eso y me hace estar muy mal".

—Yo te quiero tanto, hermanita. No te preocupes.

Esa tarde habían tenido una discusión violenta por la cuestión de los abogados; a la noche, antes de dormirse, cuando ya se habían quedado solas, Soledad quiso reconciliarse con su hermana.

—En serio, Gaby, no te preocupes, que todo va a salir bien.

A Gabriela le llamó la atención que no le preguntara qué le pasaba. Antes, cuando discutían, Soledad siempre le preguntaba qué había hecho, qué había dicho para que se enojara. Pero ahora no; era sólo no te preocupes, todo se va a arreglar. Igual, pensó Gabriela, ya era algo. Y la charla siguió. Después Soledad se atrevió a la pregunta que le bailaba en la cabeza:

—¿Qué pasaría si yo no volviera más? ¿Qué pasaría con ustedes si no me vieran más?

El silencio fue denso.

—¿Pero de qué me estás hablando?

Gabriela pensó que la frase se podía entender de dos maneras: que estaba hablando de no volver o de matarse. Pero no atinó a preguntarle; se puso a llorar y le salió entrecortada la respuesta:

—Soledad, por qué no te vas a la concha de tu madre. Nos destrozaría, vos sabés, nos haría mierda.

Le dijo, y se fue de ese cuarto. "Era lo peor que nos podía pasar después de todo esto", dirá Gabriela Rosas. "Estábamos luchando tanto por ayudarla, por apoyarla, que la peor manera de terminar con todo esto era... la manera en que terminó. No te digo que ella lo haya planeado, pero sí que todos los días pensaba en la idea de matarse. Porque esa distancia que tomaba en ese momento yo la veía como que estaba mal y necesitaba estar sola o que estaba muy triste por todo lo que había pasado, pero hoy la veo como su manera de despedirse, de irse alejando poco a poco".

Cuatro días después Gabriela Rosas se fue, antes de lo previsto, a Buenos Aires. Estaba agotada. "Me sentía resola", dirá Gabriela. "Los chicos eran muy amables pero no hacían ningún esfuerzo para que yo entendiera de lo que hablaban. Soledad no me daba pelota. Me daba pero no me daba: cocinábamos juntas, hacíamos algún comentario, una pelotudez, pero la mayor parte del tiempo ella estaba callada. En silencio o leyendo. Estaba presa, no estábamos pasando un fin de semana en el campo. Era una mierda. Me di cuenta, o Soledad me hizo entender, que no tenía sentido que me quedara más tiempo. Que ya había conseguido mi objetivo, que me fuera tranquila. Ella ya estaba en una casa, estaba cuidada, que no me preocupara por ella, que iba a estar todo bien. Que me podía volver a casa, que me quedara tranquila. Estábamos en situaciones casi opuestas. Yo estaba embarazada, feliz con eso, llena de vida, de futuro. Ella tenía toda la carga de la muerte".

La última tarde fueron a dar una vuelta por el terreno detrás de la casa. Pasando un alambrado había una loma sembrada de avena que bajaba hasta un pequeño bosque con un laguito ínfimo. Soledad había tomado la costumbre de ir, cada atardecer, a ese lugar a ver ponerse el sol y hacer sus ejercicios.

"Esa tarde yo la acompañé", dirá su hermana. "No me acuerdo bien de qué hablamos pero recuerdo que hablamos. Seguramente era algo sin importancia o estaríamos acordándonos de cuando éramos chicas y estábamos en el campo. Fue un ratito de unión. Estábamos las dos solas, sentadas en el pasto mirando el sol. Fue el momento en que la sentí cerca de mí. Ni cuando dormíamos ni nada. De los cinco días que estuve ahí ése fue el único ratito que sentí que estábamos juntas. Y al día siguiente, cuando me fui, me acompañó hasta la tranquera y me despidió como si me fuera a ver mañana. No fue una despedida. Nos abrazamos, nos dimos un beso".

—Cuidate.

—Sí, cuidate vos. Hablamo s.

Fue una despedida de quien no quiere despedirse.

Pero Soledad imaginaba despedidas todo el tiempo. Poco después de la partida de su hermana le escribió a Silvano, que ya había sido transferido a la cárcel de Novara, una carta casi desesperada. Silvano la recibiría muchos días más tarde: "Recién este lunes a la noche", escribiría tres semanas después, "recibí una carta de Sole con fecha del 28 de abril. Era muy fea. Me decía que 'quería seguir a Edo...' Me cayó muy muy mal. Enseguida mandé una carta urgente de sostén y apoyo pero para ser todavía más rápido mandé un telegrama, en el que la invitaba a no decepcionarme haciendo alguna tontería del tipo suicidio. Empezaba diciéndole que pensaba mucho en ella y que no quiero dejarla sola ni ahora ni después. Pero debe estar viva y con el cerebro en orden".

Más tarde, el 16 de mayo, Silvano recibió en su celda de la cárcel de Novara un telegrama de Soledad: "Yo pienso siempre en vos. ¿Por qué decepcionarte? Soledad".

2. LA DECISIÓN

Al principio su emoción principal era la bronca; después se fue imponiendo el tedio. Cuando no se desesperaba, Soledad se aburría. Los días se sucedían siempre iguales: largos, calientes, aburridos. Algunos, la alegraban las visitas de Turín; muchos estaba sola, desganada, sin saber qué pensar, pensando demasiado. Ya no había acción: los días eran todo lo contrario. Después de la vorágine de los dos meses anteriores, su vida se transformó en una lentitud devoradora.

Soledad trataba de distraerse: leía varias horas cada día —ella, que nunca había leído mucho, se tragaba libros sobre el anarquismo, la guerra civil española, alguna novela— y trabajaba en el huerto que había organizado. Tenía frutillas, lechugas, chauchas, papas, berenjenas, remolachas, tomates, albahaca, melones, zapallos, cada cual con su cartelito de cartón.

—Se nota que vos no sos campesina.

Le dijo un día un compañero Turinés burlándose de los letreros y Soledad estuvo a punto de ofenderse. Alguien le había regalado una pareja de ocas; las llamó Ócrata y Ácrata y a veces la divertían con gritos y morisquetas y batallas contra sus dos perros. En cambio, su relación con Enrico era muy complicada. Se peleaban por los trabajos que él le encargaba —y en los que colaboraba muy poco: cortar leña para cocinar y calentarse, arreglar algún caño, pintar una pared. Y, sobre todo, tenían problemas con el manejo del dinero: "en los días que estuve ahí, Enrico vivía pidiéndome plata para esto y para lo otro", dirá Gabriela Rosas. "y sole me decía que no le diera plata, que fuera a hacer las compras yo, por si acaso. Ella escondía su plata en una botella enterrada en el corral de los gansos. Tenía miedo de que Enrico se la robara".

Los días se hacían largos. Salvo cuando llegaban las visitas: compañeros Turineses , sobre todo, pero también anarquistas de otras ciudades italianas, franceses, algún español. "Desde su arresto, con todo lo que había pasado, Soledad empezó a salir mucho en los diarios", dirá Stefano, ex ocupante del asilo. "Y entonces se le acercó una cantidad de gente que antes ni la conocía. O sea que, en esos primeros días, si querías ver a Sole tenías que hacer la cola. Yo la fui a ver un par de veces y si pudimos hablar cinco minutos fue mucho. La verdad que era un embole hacer quién sabe cuántos kilómetros para ver a una cantidad de gente que yo no conocía o conocía muy poco. Quizás ésta sea una excusa, porque en realidad yo estaba tan deprimido por todo lo que había pasado. Pero lo cierto es que empecé a ir cada vez menos, y supongo que a varios nos pasó lo mismo".

Soledad se había convertido en una figura pública, en el centro de un proceso que no había generado. Pero decidió hacerse cargo. Otra de sus actividades de esos días consistía en contestar interminablemente cartas y mensajes que le llegaban desde toda Europa. Le parecía que era su obligación, que se lo debía a Edoardo y a sus compañeros. Y la cumplía con su mejor denuedo.

"Yo de una cosa estoy segura", dirá Marta Mosas, su madre. "Yo acá en Buenos Aires despedí a un ángel y cuando volví a verla en Italia era otra persona, nada que ver con lo que yo había despedido".

Es difícil, para madres y padres, resignarse a los cambios de sus hijos, los pasos que los van alejando de sus órbitas. Pero si esos pasos los llevan hacia territorios tan dramáticos, la aceptación se hace casi imposible. Marta Rosas decidió su viaje a fines de Abril, poco después de la vuelta de Gabriela: iría a Italia para terminar de sacar a su hija del atolladero: quería convencerla de que ya estaba bien, que se volviera: "Yo me acuerdo que hablé con su madre antes de que se fuera y me dijo 'Yo le voy a decir que se deje de hacer boludeces, a ver si esta boluda se cree que es la pasionaria'", dirá Josefina Magnasco, su compañera de colegio. "Y el padre decía 'bueno, si tiene tanta vocación de servicio que se venga y que ayude acá a la gente, a los indios, a quien sea'".

Marta Rosas llegó al aeropuerto de Turín una mañana de primavera esplendorosa. Luca la esperaba: se había tomado en serio sus responsabilidades de pariente político. Sin pasar por la ciudad la llevó a Bene Vaggena: Marta sólo pensaba en ver a su hija cuanto antes. Pero el encuentro no fue lo que había imaginado: la granja estaba repleta de gente, Soledad no la recibió con la emoción que descontaba: "La encontré fría, poniéndome límites", dirá su madre. "Después nos abrazamos, nos besamos, lloró, lloré. Yo llegué antes del mediodía, estaban preparando el almuerzo, ella me mostró la habitación y me dijo 'si se quedan a dormir los padres de Edo acá, vos, Mamá, dormís allá con la señora y yo duermo arriba'. Yo le dije si estaba loca. 'Soledad, yo acá no vengo para dormir con los papás de Edoardo ni con nadie, vengo para estar con vos, ¿cómo voy a dormir con alguien que no conozco?'".

Marta le había llevado ropa interior, jeans, remeras, pero se encontró con que su hija andaba todo el tiempo vestida con la ropa de Edoardo: camisetas enormes, el pantalón con botamangas dobladas y un cinturón enrollado a la cintura para que no se le cayera.

—Solita, no hace falta que estés tan mal vestida, con eso todo roto. Dame que te lo coso o te lo achico.

—No, Mamá, dejálo, ¿No te das cuenta de que lo uso así porque era de Edoardo?

"Ella estaba acosada con tanta gente, tenía que atender a tanta gente, tenía que responder tanta correspondencia, tenía tanta demanda de las exigencias de Enrico, tenía tanto que hacer, pobrecita, tanto trabajo ahí", dirá su madre. "Al principio dormíamos las dos en dos camas con un solo colchón de dos plazas. Gabriela me había dicho que había una sola cama y todo lo que tenía que llevar: sábanas de dos plazas, de una plaza, porque no había nada. Cuando yo llegué había de todo: sábanas, toallas, ropa, de todo, mucho más de lo que cualquier persona puede tener. Se lo habían llevado sus compañeros, le llevaban cosas todo el tiempo; me imagino que las robaban para ella".

Marta Rosas no la pasaba bien. Le resultaba difícil adaptarse a esa vida: las visitas de a muchos, las charlas que no entendía, las reuniones que duraban hasta el alba, los conflictos con Enrico, los trabajos para mantener la casa en orden. Y la actitud de Soledad no mejoraba las cosas. "Sí, la presencia de su madre la afligía...", dirá Ita, ocupante del asilo. "una mujer que siempre estaba llorando, que estaba tan triste: 'pero qué te han hecho, volvé a casa, cómo vas a seguir así'. Cómo si no respetara a su hija, las elecciones de su hija. A mí me parece que Sole se vino hasta acá también para salir de la órbita de sus padres, con tanta mala suerte que su madre se le apareció cuando encima estaba presa y no tenía forma de escaparle".

Marta Rosas estaba dispuesta a soportarlo todo porque tenía la meta muy precisa de llevarse a su hija de vuelta a casa, pero lo que más le dolía era el trato displicente o crispado, la distancia que Soledad ponía entre ellas.

"Soledad había cambiado tanto...", dirá su madre. "Ella era una persona que tenía que demostrarte su cariño tocándote. Vivía peinándote, sacándote los granitos, depilándote, arreglándote las manos. Vivía encima de uno, de cualquiera. Pero ahí estaba fría, distante. Para darle un beso, por ejemplo, tenía que esperar a que se durmiera. Yo me iba a la habitación antes que nadie: como siempre había tanta gente y fumaban tanto y tomaban tanto y hablaban todos a la vez... Arriba había una buhardilla llena de camas, así que por ahí se quedaban cinco o seis o diez. Nunca sabías a cuántos ibas a saludar a la mañana siguiente. Y después de trabajar quince horas, el cuerpo no me daba, y además yo estaba haciendo una novena para que todo se arreglara y tenía que ir a rezarla a las siete de la tarde, y el frío no me permitía seguir haciendo nada, así que me iba a acostar. Pero también me levantaba cuando se acostaba el último para limpiar la casa y preparar todo.

"Yo me iba a la habitación y cuando ella volvía la acariciaba o la tocaba, y ella enseguidita se sentaba, se asustaba o, si no, tenía que esperar que se durmiera para besarla. Eso fue espantoso, fue terrible. Me acuerdo un día que estábamos en la casa con el hijito de Enrico, un chico de cuatro años que se llamaba Iuri y a Sole la amaba. Estábamos jugando y yo le contaba a Iuri, 'Cuando Sole era bambina, mamma le daba un baccio en el ojo, en la nariz', hacíamos como un circo, yo le daba el beso a Iuri, Iuri a Sole y Sole me lo tenía que dar a mí. Él le pedía 'baccio a mamma' y ese día me ligué como diez besos de Sole y de Iuri. Mirá lo que tenía que hacer. Un día le dije llorando 'fijate lo terrible que es para mí tener que esperar que te duermas para poder darte un beso'".

—Lo que pasa es que el que está en la cárcel, así sea un día, aprende a dormir con un ojo solo, Mamá. No sabe en qué momento lo van a matar, lo van a violar, le van a robar las cosas que tiene.

—Sí pero ahora estamos acá, no estamos en la cárcel.

Soledad la miró cansada, como quien se pregunta por qué tiene que explicar cosas tan obvias:

—Acá hay muy poca diferencia con la cárcel.

"Al principio, cuando yo llegué, Soledad escuchaba ladrar los perros a la madrugada y se levantaba en seguida", dirá su madre. "No descansaba nunca. No entiendo cómo hacía, porque no se drogaba para estar despierta. Ladraban los perros y ella se levantaba: muchas veces ladraban por una rata o una serpiente, pero otras veces era porque venían los carabinieri. Entonces, si no te levantabas enseguida o no prendías la luz del cuarto, empezaban a tocar la sirena. Así que ella dormía sobresaltada. Entonces yo le decía 'descansá, que yo ya llevo durmiendo dos horas antes que vos y cuando oiga algún ruido, la sirena o cuando vea el reflector, te despierto'. Así y todo se levantaba. Ya al final estaba un poco más relajada, ya la despertaba yo: 'Sole, vinieron'".

BOOK: Amor y anarquía
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