"Fue un sábado. Cuando le dieron el OK fue todo muy rápido porque no tenía que enterarse la prensa ni nada por el estilo para que no supiera el lugar donde iba a estar. Yo agarré mi bolsito y mi valijita y me fui a esta casa a esperarla", dirá Gabriela Rosas. "Estaba todo hecho una mugre. Limpié un poco, le hice la cama, arreglé la habitación donde iba a dormir con ella, porque yo me iba a quedar ahí un par de días. Y a la tardecita escuchamos las sirenas. La casa estaba como en una loma, tenía una o dos hectáreas en total. Tenía un laguito con un monte atrás y hacia abajo, lejos, se veía el pueblo. El camino serpenteaba para subir a la lomita. Veíamos la caravana. Era todo un despliegue: cuatro o cinco motos, dos o tres autos de los carabineros y el carro azul grandote donde iba ella. Veías que aparecían y desaparecían hasta que llegó. Los policías entraron a recorrer la casa antes de que ella bajara y preguntaron quién era yo. Estaba el dueño de la casa, que se llamaba Enrico, Luca y yo. No tenía que haber mucha gente. Nos pidieron documentos y ahí la dejaron bajar. Ella me dio un abrazo tan tan largo: estaba recontenta".
La casa de la comunidad Sottoiponti en Bene Vaggena es como un fin del mundo: se llega por un sendero imposible, por donde un coche pasa a duras penas, entre maizales y malezas. Son un par de kilómetros de huella que, con cada lluvia, convierten a la casa en una celda de aislamiento.
A lo lejos se levanta el Monviso, majestuoso; la llanura alrededor es casi pampa, si no fuera porque otros montes la encierran por todos los costados. Y no hay gente ni construcciones a la vista: es muy raro en Italia. Hasta que surge, al fondo, la casita de cemento sin revoque: el huerto al frente a veinte metros de la entrada, una hondonada detrás llena de árboles y matorrales desmañados, el calor. En verano el paisaje se hace seco, pajizo: pálido de amarrete. La casita tiene una galería: desde allí se ve muy escaso paisaje, salvo, por delante, el campo triste de maíz.
La comunidad Sottoiponti era la creación de Enrico De Simone, un turinés amigo de los anarquistas, ex heroinómano, seropositivo, que se había pasado los últimos años dando charlas para enfermos de sida: trataba de explicarles los beneficios de la medicina natural y de una actitud positiva, en érgica, para resistir su enfermedad. Unos mes es antes, cuando un herborista amigo aceptó prestarle esa casa que no usaba, Enrico organizó el refugio. Para vivir fabricaba juguetes de madera —caballos, marionetas, avioncitos— que solía vender en el Balon.
La comunidad funcionaba más o menos. Era autogestionaria y no tenía subsidios ni padrinos: no solía tener fondos. En esos días de abril sus únicos habitantes eran Enrico y una chica Alessandra, drogadicta en rehabilitación, que se fue poco después.
"El día que la llevaron nos avisaron y salimos enseguida a verla", dirá Ita, ocupante del asilo. "Fuimos como diez, en dos o tres coches. Soledad recién había llegado, estaba todo lleno de policías, el camión celular, los patrulleros. Después fue muy fuerte tocarla, abrazarla sin canas adelante: fue muy emocionante. Y todos queríamos festejarla, hacerla sentir bien. Estuvimos hasta tarde, algunos se quedaron a dormir para acompañarla. Pero ella estaba triste, tristísima. Y débil, porq ue recién terminaba su huelga de hambre. Decía que no entendía lo que había hecho Edo. Se escribían cartas de amor, si vos resistís yo resisto, resistamos juntos, y de pronto el otro te deja así, te sentís mal, ya no sabés qué hacer. La tristeza se le veía en los ojos. No era que hablase mucho, pero alcanzaba con mirarla en los ojos y te dabas cuenta de que había cambiado, que estaba marcada por lo que había pasado".
La casa de Bene Vaggena no tenía ningún lujo. Abajo, la cocina, con espacio para una mesa no muy grande, el saloncito de cuatro por cinco, la escalera de hierro que subía al primer piso. Donde estaban los dos dormitorios: el de Enrico y el que sería de Soledad. Su dormitorio tenía un piso de plástico, una cómoda vieja, una cama grande contra la pared del fondo, una ventana. Era muy luminoso: por la ventana orientada al este le entraría el sol de las mañanas. Al lado estaba el baño, muy chiquito. Y más arriba, bajo el tejado, un altillo con cinco o seis camas de metal para que se quedaran los amigos. Comparada con los espacios barrocos del asilo, la casita de Bene Vaggena era una especie de celda austera, muy vacía. Pero, pensaba Soledad, cualquier cosa era mucho mejor que la prisión. Eso pensaba, los primeros días.
Esa mañana el sol le entibió la cara muy temprano: hacía mucho que no sentía ese calor. Soledad suspiró, primero, de placer; después, enseguida, recordó dónde estaba, por qué, y pensó que iba a ser duro despertarse las mañanas.
En la cama, a su lado, Gabriela dormía todavía. Soledad se levantó, se fue a lavar los dientes, hizo su primer pis en el frasco donde lo colectaba: era un pis incoloro, inodoro, el pis de una persona que sólo comía ciertas verduras y granos. Dentro de un rato se lo tomaría para purificarse el organismo o se lavaría con él el pelo o la cara. La urinoterapia era una de las costumbres que le quedaban de Edoardo y quería conservarla; además la hacía sentir muy bien. Era domingo y 19 de abril, segundo día en la casa: dentro de un rato em pezarían a llegar sus compañeros de Turín. Tenía ganas de verlos y tantas ganas de quedarse sola. En realidad, se dijo, no sabía muy bien qué era lo que quería.
—Tendrías que haberlo visto, Sole, fue increíble. Justo cuando estaban todos esos chupacirios ahí adelante, los dos se subieron a la muralla de porta palatina y se pusieron en bolas ahí nomás, y entonces desplegaron ese cartel. Fue increíble.
El cartel decía "Asesinos. Silvano Sole y Luca libres" y los chupacirios estaban justo ahí, en la catedral de Turín, porque el sábado había empezado el gran evento católico: la exhibición del Santo Sudario, que llaman la Ostensión. Estaban todas las autoridades de la Iglesia y el Estado; los fieles eran menos que los previstos y la catedral no estaba llena. Pero al fin al de la misa los feligreses aplaudieron a Marina Doria, viuda del ex rey Vittorio Emanuele. Entre los carteles de la catedral había uno que resumía la idea de la creencia y su relación con el saber: "Para el que cree, no es necesaria ninguna explicación. Para el que no cree, toda explicación sobra".
—Los de la catedral no sabían qué hacer, los turistas los filmaban, nos cagamos de risa. Desde arriba de la muralla los pibes les decían 'qué tanto miran un pedazo de tela si nosotros somos el cuerpo de Cristo...' era genial.
Los dos cuerpos crísticos —con sus pasamontañas — fueron detenidos y acusados de atentado al pudor.
—Los squatters nunca hacen lo previsible.
Intentó justificarse el jefe de policía tiempo después, porque no había sabido prever el incidente:
—Y casi siempre ponen en escena acciones realmente sorprendentes. Que aparecieran sin calzones en la porta palatina era francamente la última cosa que nos esperábamos el día del inicio de la Ostensión.
Ese domingo 19 también fueron a verla los padres de Edoardo, que le llevaron fotos de él, algunas cartas que guardaban, su cariño y su angustia.
—Sole, qué alegría verte acá. Vos sabés que para nosotros ahora vos sos como nuestra hija.
Y después llegó su abogado Ugo Pruzzo. Charlaron un rato; cuando se fue, Paola Massari se lo reprochó:
—Me parece que a Edo no le habría gustado que tomes un abogado vos sola, sin Silvano, sin los compañeros.
Soledad se sentía completamente tironeada. Por un lado estaba su lealtad a su hombre muerto, a sus compañeros; por el otro, aparentemente, su amor a su familia. No era una decisión que quisiera tomar. Quizás por eso, esa noche, cuando Gabriela volvió a hablarle de los abogados, Soledad no le hizo caso. Gabriela se cabreó:
—Al pedo estoy acá, no sé para qué mierda vine si al final no me escuchás.
"Parecía una película, la situación era ridícula", dirá Gabriela Rosas. "Era como que todos estábamos tironeándola a Soledad. Los chicos por un lado, la familia de Edoardo por el otro, yo por otro, los abogados más allá. Todos estaban diciéndole qué hacer, cómo, cuándo y dónde. Yo me doy cuenta ahora que lo veo a la distancia, pobre mina, debe haberse sentido tan presionada en ese momento, tan mal".
Charlaban en el salón; ya sólo quedaban en la casa tres o cuatro personas y los sobresaltó una luz intensa.
—¡Cuidado! ¡Cúbranse!
El coche de los carabineros había llegado hasta la entrada de la casa y apuntado sus faros hacia ellos: un susto casi tonto, un par de canas que querían mostrarles su poder. Soledad tenía que estar a su disposición: cada vez que venían —y venían varias veces cada día— debía salir a mostrarles que todavía estaba allí. Al cabo de unos días esas irrupciones se hicieron insoportables y un par de okupas de Turín vinieron a armar una barrera en el camino, a veinte o treinta metros de la casa, para que el patrullero no pudiera entrar. Entonces, cada vez que oía la bocina, Soledad debía salir hasta el camino y reportarse.
El martes 21, en Ivrea, un juez condenó a varios meses de cárcel a nueve anarquistas arrestados en diciembre de 1993 —casi cinco años antes— por participar en una manifestación por la libertad de Edoardo Massari. El jueves 23 en Rovereto un grupo de anarquistas vació una bolsa de mierda en la sede de dos diarios locales: "Periodistas, venimos a devolverles un poco de su mierda". El sábado 25 los okupas turineses manifestaron su apoyo a Soledad y Silvano frente a la cárcel de Le Valette. El 27, a un mes de la muerte de Edoardo, alguien decoró rojo el frente de la Orden de Periodistas de Turín.
—Bueno, tenemos que arreglar, limpiar, poner en orden todo esto.
—Seguro, hermanita. Yo te ayudo.
"No hablaba mucho Sole. En realidad estaba recallada", dirá Gabriela Rosas. "Me enseñó a hacer yoga, me hacía hacer ejercicios, me contaba de la urinoterapia, me leía cosas en italiano que yo no entendía. Me enseñaba a cocinar sin cebolla. Hacíamos pelotudeces para pasar el tiempo, el día se hacía largo. Creo que después llevaron una televisión, pero en ese momento no había. Había radio, música. A Sole la vi bien pero muy distinta. Yo ya había percibido, con las visitas en la cárcel y las llamadas telefónicas, cuánto había cambiado. Era lógico, con todo lo que había pasado, el tiempo que estuvo encerrada, la muerte de Eduardo. Supongo que la afectó muchísimo, porque estaba muy distinta a lo que era antes de irse. En Buenos Aires, cuando dormíamos juntas en la misma habitación, éramos de quedarnos hablando hasta cualquier hora, de contarnos todo. Era una relación muy profunda, no había nada que no nos dijéramos. Y ahora, esos días que yo estuve ahí, ella se quedaba despierta abajo y yo, que no daba más, me iba a dormir y nunca pudimos tener una conversación a solas entre las dos. Nunca pudimos tener un momento de encuentro verdadero, en esos días".
A veces podían charlar unos minutos, entre dos silencios. Soledad insistía en que todo lo había hecho por su voluntad:
—A mí nadie me puso un revólver para hacer lo que hice, siempre fue porque quise.
—'Tá bien, pero vos sabés que lo que yo no puedo justificar es la violencia y eso...
—Violencia es la del Estado, hermanita, no seas ingenua.
—Sí, pero ustedes...
—Es distinto. Yo puedo tirar una molotov y quemar un depósito de no sé qué, de últimas podría, pero nunca le haría nada a las personas. En cambio, el Estado ejerce violencia todo el tiempo, te obliga a todo tipo de cosas, te corre con su poder para que hagas lo que quieren que hagas...
"Soledad estaba endurecida, más adulta. Yo la había criado, la llevaba a todos lados, salía con mis amigos, no se vestía sin preguntarme qué se ponía", dirá su hermana. "Y de repente, cuando estuve allá, no me consultaba nada, no me decía nada, no me daba ninguna explicación de lo que hizo, de los porqué. Maravilloso, pero para mí fue tan raro... porque no viví el proceso. Estuve un año sin verla y cuando volví a verla era otra persona. No palpé el crecimiento. Fue llegar y ver que estás delante de una mina totalmente distinta.
"No sé si tomaba distancia de mí para no lastimarme. Quizás lo hacía por eso. O porque realmente estaba muy mal y no estaba en condiciones de acercarse a nadie. Pero estaba súper dura. Muy aislada, muy distinta. Súper disciplinada, parecía un soldado. Se levantaba a tal hora, se iba afuera, hacía sus ejercicios de yoga, entraba, se tomaba su pis, todas esas cosas de la urinoterapia. Tenía una disciplina. Acá era un desbole Soledad: se levantaba a cualquier hora, comía cualquier cosa, era una mina muy desordenada, con ella y con su cuerpo. Allá estaba resaludable y tenía el cuerpo de un atleta. Fibrosa, con músculos. Estaba resana, muy bien físicamente: eso lo noté enseguida. En Buenos Aires no: se enfermaba o estaba ojerosa. Allá tenía otra mirada, otra expresión: estaba luminosa. Con una mirada súper triste pero con la piel suave, distinta. Y distante. Cada detalle hacía que no fuera la misma persona. No sé si había crecido, pero había cambiado muchísimo".
"Hola, Silvano, no hago otra cosa que pensarte. Desde que salí de la cárcel me siento muy mal: ¿por qué yo afuera y vos y todos los demás adentro?", le escribió Soledad en esos días. "Estoy mal porque me siento muy impotente, no sé qué puedo hacer. Quiero ver a Novaro pero no vino todavía, necesito hablar con él para saber cómo seguirá todo. Estoy pensando seriamente qué hacer con Zancan, me da la sensación de que es una persona muy sucia, lo veo como un corrupto. Si vos estás de acuerdo le diría a Zancan que nos defienda a los dos, o si no, no lo quiero más como mi abogado.
"Estoy muy dolida. Recién ahora que estoy afuera de la cárcel me siento peor que nunca. No está Edo, no estás vos. Busco a Edo en cada momento y no acepto que él no vuelva con nosotros, me falta tanto. Tengo una rabia tan grande y fuerte que me estoy destruyendo porque este odio que tengo adentro me quema. Desde que salí de la cárcel no duermo casi nada, estoy nerviosa, me hablan y yo no puedo seguir el hilo del diálogo. No tengo el coraje de abrir los diarios y ver cómo nos ensucian la tevé, los periodistas, la gente común, toda esta mierda de mundo que nos rodea pero que nosotros queremos destruir.
"Al menos ahora tú estás en Le Valette donde pienso que es un poco menos duro que Cuneo, aunque los detenidos me decían que Alessandria era mucho más liviano.
"Se preocupan porque si nos sucede algo es una gran responsabilidad para ellos. A nosotros nos quieren muertos porque somos sus enemigos y no les servimos para nada porque no somos sus esclavos. Precisamente como ahora quieren matarnos a nosotros también, debemos estar más vivos que nunca. Yo personalmente quiero morir porque estoy destruida, pero continúo avanti porque debo seguir peleando y luchando. Esta es mi única razón de existir, una verdadera revolución social. Yo para mí misma no quiero más nada, no está Edo, no tengo nada. Pero todavía estás vos y tal vez tú tienes ganas de continuar adelante por la memoria de Edo y por nuestra causa.