Amor y anarquía (36 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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Que ya era grave.

En Buenos Aires la familia Rosas estaba al borde de la desesperación. La muerte de Edoardo Massari fue para ellos un choque de realidad: no sólo significaba que el novio de su hija acababa de suicidarse en prisión, que los diarios hablaban del tema, que su problema se había hecho público; también, y sobre todo, que ya no podían seguir creyendo que Soledad tenía un inconveniente menor, un patinazo que se solucionaría más o menos pronto. Esa misma semana Ugo Pruzzo llegó a Buenos Aires y volvió a reunirse con ellos:

—El problema es que Soledad no está mostrando u na actitud de colaboración. Ahora se ha declarado en huelga de hambre: eso es lo peor, la indispone con los jueces. Es necesario convencerla de que deje la huelga, de que adopte una actitud más sensata. Y el problema es que por el momento no se ha confiado con Zancan tampoco. Las veces que él la fue a ver no le hizo mucho caso, no colaboró.

El abogado Pruzzo les volvió a decir que, por su falta de antecedentes, Soledad tenía la posibilidad de pedir la extradición: que la mandaran a Buenos Aires mientras seguía la investigación, con el compromiso de volver para el juicio. Que después podría cumplir o no cumplir. Era la salida más completa y los Rosas ya se la habían planteado por teléfono. "Yo creo que la mamá quería que se volviera y se olvidara de todo: que cerrara el paréntesis", dirá Silvia Gramático, su compañera de viaje. "No se dieron cuenta de que ella ya era otra. Ellos querían sacar a Soledad del problema sin pensar en lo que ella quería hacer. Se pusieron muy enfrente, y ella siguió adelante sin poder parar". "Nosotros ya habíamos hablado con Sole de esa posibilidad", dirá su hermana, "y ella nos sacó recagando".

—Sí, lo sé. No podemos insistir más con esto porque si ella no quiere volver no va a volver. Es ella la que se tiene que defender, no podemos obligarla. Entonces, lo mejor que podemos hacer por ahora, hasta el juicio, es sacarla de la cárcel. Conseguirle el arresto domiciliario.

Les dijo Pruzzo.

—Pero para eso tenemos que convencerla de que cambie su actitud, que empiece a dialogar con el juez porque si no, no va a conseguir nada. Y esas cosas no se pueden discutir por teléfono, y menos por el teléfono de la cárcel, que lo están escuchando.

Soledad y su familia habían hablado por teléfono varias veces, y cada comunicación era un tormento. Cada sábado, los Rosas se reunían a esperar la llamada, que podía llegar o no llegar. Cuando atendían un guardia de la cárcel les decía que se prepararan para hablar: recién entonces les pasaba a Soledad. Las llamadas no podían durar más de tres minutos: los Rosas se anotaban en un papel lo que cada cual quería decirle, para aprovechar al máximo ese tiempo. Aunque sabían que no podían hablar de nada importante: las conversaciones eran escuchadas y grabadas por los carceleros. Cada vez que terminaban de hablar, la alegría se les mezclaba con el desaliento.

—Yo creo que es necesario que viaje alguno de ustedes, tendrían que hablar con ella, convencerla. Ahora es urgente: lo primero es sacarla de la huelga de hambre, que le puede hacer muy mal.

Dijo Pruzzo y los Rosas se miraron. "Mi papá dijo que él no viajaba porque sabía que se iba a terminar peleando con Soledad, que no iba a ser de mucha ayuda", dirá Gabriela Rosas. "Él creía que tenía que ir yo. Mamá no porque estaba muy mal, como en estado de shock, no estaba fuerte como para ir y ocuparse de eso. No era sólo ir a estar con Soledad sino ver a los jueces, a los abogados".

—Yo viajo. Tiene razón el doctor, desde acá es muy difícil intervenir, no se puede hacer nada. Yo soy la que puede irse más fácil, en cuatro o cinco días preparo todo y me voy para allá.

Dijo Gabriela Rosas. La facilidad era relativa: Gabriela estaba embarazada de seis meses y en plena reforma de su casa, pero esa misma tarde llamó a la agencia de viajes.

—Rosas, preparate para salir.

Las guardias la esposaron y la llevaron por el pasillo con un par de empujones: nadie le quiso decir adónde iba. Eran las tres de la tarde; la metieron en un furgón policial muy custodiado y arrancaron. Soledad imaginó destinos: el tribunal, un hospital, otra prisión, vaya a saber. En el Instituto de Medicina Legal de via Chiabrera la bajaron con tremendas precauciones y la llevaron, siempre rodeada, hasta la morgue. En el medio de tantos uniformes parecía todavía más chiquita. Hacía frío. En un costado de la sala, sobre una tarima de metal, bajo una campana de vidrio, estaba Edoardo.

—Amor, mi amor.

Gritó Soledad y empezó a llorar. Había pensado que quería mantenerse firme; cuando lo vio supo que no podría. Trató de taparse la cara con las manos: las esposas le lastimaron las muñecas. El cuerpo de Edoardo estaba tapado por una sábana blanca: su cara ya no tenía mirada, la barba hirsuta, el color agrisado de los muertos. Soledad nunca había visto un muerto. Pensó: nunca antes había visto un muerto. Pensó: se parecen a los vivos demasiado.

Pasaron minutos. Soledad en silencio, los ojos clavados en el muerto. Ya no lloraba: era silencio. Toda ella era silencio. Después un guardia contaría que dijo 'hasta la vista, amor, nos vemos pronto'. Yo no la oí.

Le dijeron que tenían que salir. La escoltaban varios carabineros; aun así se las arregló para saludar a los fotógrafos con el clásico
fuck you
: esa foto de una chica rapada y esposada y desafiante recorrería el mundo. En la foto Soledad tenía un jogging adidas, un pulover gordo con su cierre relámpago y un policía de boina que la agarraba de los brazos; también tenía los labios apretados, la mirada hacia abajo para no tropezar en la escalera, la cara flaca por la huelga de hambre y esposas en las manos; en la foto Soledad levantaba las dos, unidas, esposadas, con el dedo medio de cada una en desafío. Era un gesto de amor y enfrentamiento: ella, después, contaría que lo hizo por orgullo anarquista y por su hombre.

"Los abrazo fortísimo con todo mi corazón y toda mi rabia", les escribió esa tarde, ya de vuelta en la cárcel, a los padres de Edoardo. "Es difícil encontrar una explicación a todo esto, aunque si lo pienso quizás no tanto: Edo era una persona demasiado libre como para estar en un lugar como éste. Este lugar no es para él, ni para nadie. Sólo me reconforta pensar que él es nuevamente libre, esta vez para siempre. Yo pienso que cuando una bella persona como él se va es porque acá ya no tiene nada que hacer".

Escribió Soledad, y no habló de lo que sí tenía para hacer en este mundo: seguir siendo su hombre, acompañarla: no habló de su terrible decepción. Seguramente no eran cosas para decirles a los padres del muerto.

"Pienso que la vida es sólo un paso para prepararse para ir a un lugar mucho mejor, donde somos realmente libres. Hoy fui a verlo al hospital y cuando lo vi sentí que eso no era él, que eso era sólo un cuerpo, demasiado material y me convencí de que él no estaba realmente allí sino en otro lugar. Pienso y siento que está entre nosotros.

"Me resulta muy difícil seguir adelante ahora, pero lo haré tanto por mí como por él, de alguna forma lo haré. Es muy difícil salir de la cama a la mañana, pero lo consigo si pienso que cuando me levante haré yoga: puedo continuar gracias a tantas cosas lindas que él me dio".

Esa tarde Soledad insistió en que quería que le permitieran ir al entierro de su hombre, al día siguiente en Brosso Canavese. La jueza Fabrizia Pironti le contestó a través de la prensa:

—No, es imposible. Su presencia allí provocaría graves problemas de orden público.

Esa tarde los okupas de Turín decoraron el frente del Tribunal de la Libertad —el que había negado la libertad provisional o la prisión domiciliaria— con bombazos de pintura roja. En otras ciudades italianas — Roma, Bologna, Milán— anarquistas hicieron manifestaciones y actos de repudio. Y los turineses anunciaron una gran marcha de protesta por la muerte de Edoardo y la prisión de Soledad y Silvano para ese sábado 4 de abril. La convocaban todas las casas ocupadas de la ciudad: sería la última vez que todas ellas —anarquistas y comunistas— se reunirían en una iniciativa común. Los manifestantes llegarían de toda Italia, las autoridades y los buenos burgueses se asustaban, grupos políticos que nunca se habían mezclado con los squatters ahora querían participar:

—Cualquiera puede venir a nuestra manifestación, pero no queremos siglas de partidos políticos, los mismos que con sus manos blancas firman nuestros desalojos. No queremos que nadie use el escenario de la muerte de Baleno para ganarse un lugar en los diarios, lo que ya está sucediendo.

Dijo alguien en Radio Black Out. La marcha del sábado asustaba, pero antes había que enterrar a Edoardo.

En Brosso Canavese el sol brilla sobre todo en invierno. En Brosso, esa tarde de invierno, no había sol: amenazaba lluvia. Desde el mediodía unos doscientos squatters habían ido llegando al pueblito: casi dos horas de viaje de Turín por caminos que se hacen cada vez más estrechos, más sinuosos, que se enredan entre picos nevados. Brosso es un lugar encantador: calles angostas, varias docenas de casas sin ninguna estridencia, una vieja iglesia de piedra con su pequeño cementerio alrededor. La obra de generaciones y generaciones de piamonteses que nunca pensaron en producir ninguna obra: montañeses espesos, agricultores sólidos y romos. Es un lugar común: bajo la superficie tersa de cada paisaje deleitable se esconden los ronquidos de la bestia.

"Nosotros les pedimos a los muchachos que estuvieran tranquilos, que era un funeral, y los muchachos se quedaron tranquilos", dirá Paola Massari, la madre de Edoardo; los muchachos eran, por supuesto, los compañeros de su hijo. "Y queríamos mantener la privacidad del funeral y les pedimos a los periodistas que no vinieran. No queríamos que convirtieran nuestro dolor en un espectáculo para vender. Pero algunos vinieron, provocaron". Que fueran era, para los deudos, una provocación: ellos habían sido muy claros en su reclamo de intimidad. Y los squatters se habían hecho eco, a su manera:

—¿Ustedes son periodistas?

—Sí, bueno, en realidad...

—Toménselas de acá, rápido. Éste no es un lugar para ustedes. La familia lo dijo clarito, no quieren que haya periodistas. Ustedes también lo mataron a Edo, no los queremos acá, son unos chacales, váyanse.

Les decían tres o cuatro squatters en la plaza de Brosso a periodistas de
La Repubblica
,
Il Manifesto
y
La Stampa
. "Nosotros habíamos pedido explícitamente que no hubiera periodistas", dirá Luca, ocupante del Asilo. "Un entierro es un asunto privado, no queríamos tener por ahí dando vueltas a los mismos tipos que habían hecho tanto mal con sus difamaciones, que habían escrito que nuestros amigos eran terroristas peligrosos, lobos grises: que los habían declarado culpables desde el primer día, sin necesidad de pruebas o comprobaciones". Lo había dicho, también, Radio Black Out: "Los periodistas que quieran seguir el funeral de Baleno se atendrán a las consecuencias". Pero los periodistas también acarrean cierta mitología profesional: los periodistas creen que tienen que contar sobre todo lo que otros no quieren que cuenten y eso, que es respetable cuando los otros son los que suelen imponer sus normas, se vuelve discutible cuando los otros son de abajo.

El ataúd llegó a las tres de la tarde. Lo esperaban, en la plaza, sus padres y sus parientes y sus compañeros. Lo cubrían una bandera negra con una A pintada en rojo, lluvia de flores blancas y una gran cruz de metal plateado; repicaron las campanas de la iglesia. Poco después aparecieron el obispo de Ivrea, Luigi Bettazzi, y el cura Luigi Ciotti, un sacerdote comprometido en la lucha contra la mafia, creador del Grupo Abel —que ayuda a drogadictos. Don Ciotti venía con su custodia:

—¡Ahí viene el cura con sus tiras!

Gritó alguien, y él trató de explicar que no tenía más remedio que llevarlos porque estaba amenazado. La discusión fue breve. Antes de cargar el ataúd a hombros, los anarquistas le pidieron al padre de Edoardo que sacara la cruz:

—Es una forma de respetar su ideología, sabe.

El padre aceptó: la cruz quedó en manos del párroco y la comitiva se puso en marcha, cuesta arriba, hacia la iglesia. Algunos vecinos los acompañaban. El silencio era extremo, los pasos arrastrados. La iglesia estaba a un centenar de metros; ya llegando algunas mujeres empezaron a recitar avemarías. El cortejo entró en la iglesia: muchos anarquistas se quedaron afuera.

—A Edo le pediría que no se ofenda si lo comparo con el Buen Ladrón. Aquel hombre era una especie de anarquista de su época, un opositor al poder romano que sin embargo usaba instrumentos de odio y de violencia. Ese hombre, en la cruz junto a Jesús, se sorprendía de ver condenado a un opositor que operaba con el amor y sin violencia. Y, al pedirle que lo dejara entrar en el Reino, mostró que había entendido las enseñanzas de Cristo.

Dijo monseñor Bettazzi en su homilía. Afuera su voz se oía entrecortada. Algunos anarquistas lo escuchaban; otros charlaban entre ellos, fumaban, miraban las nubes negras a punto de romperse. La mezcla era curiosa:

—Jesucristo en la cruz entendió al ladrón que le pedía su misericordia y su recuerdo. Hoy ciertamente el Señor tiene en cuenta la soledad que ha llevado a Edoardo a su trágico gesto y lo llevará consigo a la Resurrección.

Siguió el obispo. De pronto alguien, afuera, pegó un grito:

—¡Ése, ése que está ahí es Ge nco, el asesino!

Era Daniele Genco, el periodista de Ivrea que había empezado su campaña contra Edoardo cuando cayó preso en 1993. "El tipo lo había acusado de todo tipo de mentiras", dirá Luca. "Y eso en un lugar chiquito y cerrado es terrible, porque todos te conocen, conocen a tu familia: es muy eficaz. Es medieval: antes te ponían la cabeza y las manos en una picota; ahora lo hacen poniendo tu foto y tus datos en el diario y contando las peores mentiras. A Baleno este tipo le había jodido la vida y sus padres habían tenido que cambiar de pueblo por la presión de este individuo. Y el tipo se presentó ahí, a la entrada de la iglesia...".

Tres hombres se le acercaron y empezaron a pegarle. Después se les sumaron cuatro más: puñetazos, patadas. No había policía: los doscientos efectivos que había mandado la comisaría de Ivrea estaban a tres kilómetros: "Tenemos órdenes de quedarnos acá", dijo el jefe del operativo. "Si nos ven allá va a ser la guerra. Así que no nos acercamos". Los golpes arreciaron, hasta que otros squatters se interpusieron:

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