Amor y anarquía (49 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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Era más fácil: para la prensa de un país que renegaba de la política, el corazón parecía una razón más tolerable, más comprensible que la razón. No importó que Soledad hubiera empezado a vivir y militar con los anarquistas meses antes de conocer a Edoardo; era sólo un detalle de la realidad que no tenía por qué empañar una buena historia.

"El acoso de la prensa en esos días fue terrible", dirá Marta Rosas. "Me aterraba leer las barbaridades que escribían en los diarios. ¿Cómo se puede tener tan mala información? La llamaban la Pasionaria argentina: me pareció una cosa tan ridícula. Después hablaban de 'una familia pudiente'. Luis había estado un año y medio sin trabajar, no teníamos un peso partido por la mitad. Decían 'De un colegio de monjas a las calles de Torino'. ¿Cuándo mis hijas fueron a un colegio de monjas? En la vida, jamás. Tantas barbaridades, tantas burradas. Y teníamos que salir de casa a escondidas, por el acoso de los periodistas, no sabíamos cómo hacer. Imaginate, en un momento como ése".

—Mi hija fue a terminar al lugar equivocado entre gente malvada y egoísta que funciona como una secta.

Dijo a esa prensa Luis Rosas el martes 14. Sus declaraciones se publicaron en Italia; los compañeros de Soledad las leyeron con tristeza y bronca. Al día siguiente, Luis Rosas repensó sus palabras:

—¿Usted sigue creyendo que la asesinaron?

Le preguntó Rodolfo González Arzac, periodista del efímero
Perfil
.

—No, ya no. Para empezar, nunca creí que lo hubiera hecho la policía o los servicios italianos. Pero pensé que lo podían haber hecho sus propios compañeros para generar un escándalo similar al que produjeron cuando se ahorcó Edoardo Massari. Esto ya lo descarté. Los squatters son como los desaparecidos: tipos que luchan por la democracia mientras tipos como yo miran para otro lado y comen todos los días.

—A mí no me importa cómo ni por qué se mató.

Dijo, ese mismo día, Marta Rosas.

—Sí quiero que me expliquen por qué la privaron de la libertad durante cuatro meses en los que sufrió tanto. Pero lo único que sé es que la que se fue a Italia era mi hija y lo que vuelve es una caja de cenizas que ni siquiera puedo saber si son de ella.

"Yo decidí que la cremaran", dirá, años después, Marta Rosas, su madre. "Yo sólo habría dejado el cuerpo de Sole si hubiese habido lugar en el cementerio donde estaba enterrado Edoardo. Le pregunté a Luca si había alguna posibilidad de enterrarla a Sole en ese lugar. Averiguó y me dijo que no, porque los padres se lo habían llevado al pueblito de donde eran ellos y no se podía llevarla allá. No quería que Sole fuera una tumba donde a lo mejor van los turistas sin saber quién carajo era mi hija, nada más que a verla como 'oh, mirá, ésta era la Sole que se suicidó, que se murió por amor o que se mató no sé por qué'. Si yo traía el cuerpo de Sole era una cosa tremenda y también iba a ser una manera de darle de comer a gente que lo único que le importaba era sacar una nota; imaginate, algo tan íntimo y tan tremendo para nosotros y tener que compartirlo con gente que no nos importaba".

"Yo decidí que la cremaran", dirá, años después, Gabriela Rosas, su hermana. "Para traer el cuerpo tenía que viajar alguien. Pruzzo, el abogado, se había ofrecido a viajar. Pero había que hacer una serie de papeles, estaba todo el periodismo encima nuestro. Era todo horrible. Si la cremábamos, venía como una encomienda. Fácil, como el correo. Podíamos mandar a una persona cualquiera a buscar las cenizas al aeropuerto. Yo no estaba en condiciones de hacer nada, acababa de tener a Valentina, que tenía diez días cuando Sole murió. Yo estaba medio loca. Me estaban pasando cosas tan fuertes y tan contradictorias. No sabía si estar contenta o estar triste, no sabía cómo estar. No es que no sabía, no podía estar. Era como si no pudiera sentir ni felicidad ni tristeza. Por eso no quise complicar más las cosas y le dije a Luca que la cremara y que la mandara en avión. Aparte estaba enojada, estaba súper enojada".

—¿Fue como una manera de decir "que no me rompan más las bolas"?

—Sí, así nomás. Estaba reenojada. Primero fue el shock. Pero después fue un enojo. Mirá que Soledad hizo cagadas, pero en vida nunca me había hecho enojar tanto. Estaba tan caliente, tan mal —mi vieja y mi viejo bloqueados— que cuando tuve que tomar la decisión dije 'Crémenla y sáquenla en encomienda. Y a la mierda y basta'. Eso fue lo primero: todo el sacrificio que hice, todo el viaje, el dolor que me comí para que al final terminara de esta manera. ¡Era una bronca! Después hice dos años de terapia, obviamente. Ya la perdoné y me cago de risa y tengo los mejores recuerdos. Pero ese primer año fue terrible".

"El padre me contó que la van a cremar. Porque no quieren que la usen más", dijo en esos días Josefina Magnasco, su amiga del colegio.

Ese mediodía un centenar de anarquistas saludaba un cajón de madera muy clara. Los periodistas esperaban a la entrada del Cementerio Monumental de Turín, escoltados por la policía. Había cantidad de policías. Adentro, los compañeros de Soledad llevaron a hombros el cajón hasta el horno funerario; lo cubrían una bandera negra y flores rojas. Frente al fuego, cada uno fue despidiéndose con una caricia en la madera. Después vino el silencio. Fueron cuarenta minutos de un silencio atronador; alguien diría que era un rito oriental. Que terminó en un aplauso y el cajón cayendo entre las llamas: crecida de las llamas. Más tarde, Luca Bruno recibiría una caja de acero inoxidable con cenizas.

A la salida hubo puteadas sin mayor consecuencia: a los periodistas, a la policía. La noche anterior las casas ocupadas anarquistas habían difundido un comunicado: "Turín verdugo. La pesadilla continúa. La investigación sobre los presuntos ecoterroristas ha provocado otra muerte. La responsabilidad de la muerte de Sole debe ser atribuida a los jueces Laudi y Tatangelo, que la encarcelaron el 5 de marzo junto con Edo y Silvano, metiéndola en una historia muy sucia; a los periodistas que montaron una campaña de prensa difamatoria que todos conocen; a los políticos, en primer lugar los progresistas, que siguen hablando de la diferencia entre los squatters que hacen cultura y los squatters terroristas que rompen vidrieras; a los filósofos y sociólogos que todavía, sin vergüenza, parlotean sobre malestar juvenil y búsqueda del diálogo (...) Nosotros no nos vamos de vacaciones, e invitamos a todos los amigos amantes de la acción directa a venir a Turín este verano donde hay un Sol(e) que quema. ¡Ningún diálogo con los asesinos!".

Turín sudaba miedo. Aquella mañana, poco antes de las siete y media, una llamada anónima había avisado a la policía que encontrarían una bomba en el corso Principe Oddone, bajo las vías del tren Turín-Milán. Los servicios ferroviarios estuvieron dos horas suspendidos, miles de personas llegaron tarde a sus trabajos, el tránsito fue un caos. Cuando los artificieros se decidieron a agarrarla, la bomba resultó una lata de café con un reloj despertador. A su lado había un volante escrito con letras recortadas de los diarios: 'Esto es un pequeñísimo ensayo de lo que podría suceder. Lobos Grises'. La organización que nadie nunca conoció estaba dando sus últimas bocanadas.

Al día siguiente, en el colegio Río de la Plata, Buenos Aires, el padre Almada, que había bautizado a Soledad, ofició misa por el eterno descanso de su alma frente a su familia y a sus ex compañeras.

"Ahora estoy un poco más tranquilo", escribió en esos días Silvano Pelissero. "Pero las noches son terribles. El recuerdo de Sole me corroe. Era la mujer más linda, rica, simple y generosa que nunca he conocido y que nunca conoceré. Una verdadera guerrillera-campesina. Arraigada en la tierra y en la naturaleza. Será difícil aceptar su muerte. Ella, como Edo, están muertos, no volverán más. Están lejos y por eso son felices y despreocupados y es probable que nos olviden. En el fondo los entiendo".

—Su hija ya está en Edcadassa. Usted vaya a ver al señor Peter, de Alitalia, que la va a estar esperando

Edcadassa —Empresa de Cargas Aéreas del Atlántico Sud Sociedad Anónima— es la empresa que recibe las encomiendas internacionales en el aeropuerto de Ezeiza y, en esos días, estaba en situación confusa: su dueño, Alfredo Yabrán, se había suicidado dos meses antes —o, al menos, eso parecía. Esa mañana Marta Rosas se apuró a llamar a su marido; horas y trámites después les entregaron la caja de acero inoxidable: "Nos dieron una caja de mierda con una placa de bronce con la fecha de nacimiento y con la fecha de la muerte; eso es lo que nos dieron", dirá Marta Rosas.

Esa tarde, en su quinta de Villa Rosa, la madre de Soledad enterró unas cenizas en el cantero donde crecían las flores favoritas de su hija. "Y me guardé otro poco en un frasquito de mermelada inglesa, que lo tengo en el cajón mío de mi cómoda, donde está mi ropa interior. Al día siguiente nos fuimos todos juntos para Mar del Plata".

—La idea de arrojarlas al mar es de Gabriela y estamos todos de acuerdo, porque es lo que María Soledad hubiese querido.

Le dijo entonces Luis Rosas a González Arzac, y le explicó por qué:

—Ella era una enamorada de la naturaleza y ésta es la manera de que vuelva a ella. Amaba tanto a los animales que si íbamos en auto y veía a un chico cazando pájaros con una onda me hacía parar para decirle que no lo hiciera. Yo no quiero visitarla en la Chacarita. Quiero recordarla como la última vez que la vi: subiendo al avión para irse.

"Mi prima vive en Mar del Plata y mi vieja la adora", dirá Gabriela Rosas. "Cuando pensamos dónde íbamos a tirar las cenizas yo por un lado sentía que ella no quería volver. O sea: para qué mierda la trajimos si Soledad nunca quiso volver. Entonces dije 'la tiramos en el mar así va adonde quiera'. Simbólicamente iba a estar en el mismo mar en el que hubiera estado, el agua se junta en algún punto. Y queríamos salir de Buenos Aires porque nos estaban volviendo locos. Agarramos dos bolsitos, Valentina, el auto y nos fuimos. Llegamos a la casa de mi prima, tomamos un café con ellos. Mi papá se quedó, no fue a la playa. Era invierno, así que no había un alma. Fuimos a un muelle medio abandonado, muy largo, que está justo en la playita de los surfistas. Son las playas del norte, para el lado de Camet".

—¿Hicieron alguna ceremonia?

—No, estábamos todos muy mal y no había una persona cuerda entre nosotros que pudiera decir algo. Nadie dijo nada. Mamá estaba muy mal. Lo único que dijo cuando tiraba las cenizas fue 'no puedo creer que mi hija se haya convertido en esto, que sea esto ahora'. Tiraba las cenizas y decía eso. Era una montañita, muy poquito, nada, es un soplido y ella decía eso: 'no puedo creer que mi hija se haya convertido en esto, que sea esto ahora'. Eso fue todo.

UN EPÍLOGO

El año pasado Marta Rosas me recibió varias veces en el pequeño departamento de Caballíto donde vivió su hija Gabriela, donde ella, Gabriela y Silvia Gramático convencieron a Soledad de irse a Europa, donde sus hijas tuvieron sus primeros o segundos amores, donde pasaron tantas cosas que nunca sabré. Tomábamos mate con facturas y hablábamos —ella hablaba— de historias dolorosas. Una de esas tardes —tarde a la tarde, casi noche— Marta Rosas me dijo que seguía sin creer en la tesis del suicidio, que ella pensaba que alguien había matado a su hija Soledad.

—¿Quién, por qué?

—O porque era un estorbo para alguien, podría ser la justicia, la policía o no sé qué... O por la relación con Enrico, andá a saber. A mí me cuesta mucho. De toda la gente que hablo, nadie cree que Sole se haya suicidado: amigos, conocidos y hasta profesionales. Están convencidos de que la han matado. Y para mí aceptar que sole se suicidó es aceptar que no la conocía.

"Para mí aceptar que Sole se suicidó es aceptar que no la conocía", me dijo su madre.

Aquella frase también era un mandato. Yo, que no la conocía, imaginé más de una vez en estos meses que sus padres y hermana, cuando aceptaron mi propuesta de escribir una historia de Soledad, me designaron su enviado: me mandaron para que les contara quién había sido su hija. Y yo, que no la conocía, pensé que me correspondía intentarlo. Muchas veces, a lo largo de estos meses, me pregunté por qué. Nunca di con una respuesta definitiva. Pensé a menudo en el anacronismo.

La muerte convirtió estos hechos casi nimios en una historia trágica. Y lo anacrónico es una muerte —elegida o no— que tuvo como causa causas viejas: el amor, la militancia. Ya nadie muere de amor o de política o, mejor: ya nadie decide morir de amor o de política. Supongo —todavía supongo— que fue esa diferencia la que me llevó a revolver tanto recuerdo polvoriento, tanto archivo, tanta herida cerrando. Y a apropiarme de ellos: a hacerlos mis recuerdos, mis heridas.

Seguramente nunca sabremos si María Soledad Rosas se mató. Habrá, después, muchas discusiones, pero casi todos creerán que sí lo hizo. Y los que no lo crean no podrán aportar datos precisos, pruebas convincentes, más allá de la sospecha o de la incomprensión.

Yo suelo creer en su suicidio: sin certeza, con la duda planeando, me parece la historia más probable. Silente, silenciado, el suicidio es una de las principales causas de muerte del mundo contemporáneo, y va creciendo: en los últimos cincuenta años las tasas de suicidio aumentaron un sesenta por ciento —aunque habría que considerar que ahora se registran muchos suicidios que antes se disimulaban por tabúes religiosos y sociales. La Organización Mundial de la Salud calcula que cada año se mata un millón de personas: 2700 por día, dos cada minuto. Si usted, lector, abandona estas líneas y mira el segundero de su reloj durante sesenta segundos y se sustrae al tedio, habrá escuchado el ruido sordo de dos suicidios en vaya a saber qué territorio. El suicidio, pese al estupor que provoca cada vez, es un enigma muy frecuente.

El suicidio es conservador: el suicida supone que el presente dura y permanece, que su desesperación presente va a seguir siendo así por tanto tiempo que ya no le queda nada que esperar. Y es, al mismo tiempo, un canto a la vida: el suicida es un optimista, alguien que admira demasiado la vida como para aceptar que pueda ser sólo eso que le está tocando. No hay nadie, suelo suponer, más optimista —en cuanto a las posibilidades de la vida— que un anarquista, alguien que cree que el hombre puede ser lo suficientemente inteligente y bueno como para no necesitar que lo gobiernen.

Albert Camus dijo que "no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio". Y así fue desde casi siempre, pero ninguna escuela le dio tanta importancia como los estoicos. Para Séneca y los suyos, el hombre no podría resistir el vacío de la vida si no tuviera la libertad de suicidarse. Esa posibilidad de liberación de esta vida lo ayuda a llegar al día siguiente: si no se mata es porque lo sostiene la convicción de que puede hacerlo cuando quiera. "El pensamiento del suicidio es un consuelo poderoso. Ayuda a pasar bien más de una mala noche", escribió Friederich Nietzsche. Muchos siglos antes le habían preguntado a Agis, rey de Esparta, cómo podía un hombre vivir libre: "Despreciando la muerte", contestó. Hay, en la partida de Edoardo Massari, ecos de esa vieja sentencia —si la mejor forma de despreciar la muerte es internarse en ella, no temerla.

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