—¿Vronski? —repitió Arkádich, dejando de bostezar—. Ahora está en San Petersburgo; se marchó casi detrás de ti y no ha vuelto a Moscú. Voy a decirte una cosa, Konstantín —añadió, apoyando los codos en la mesita de noche y en una mano su rostro, mientras fijaba en su amigo una mirada cariñosa y soñolienta—, y es que tú eres en parte culpable de toda esa historia; has tenido miedo de un rival, y te repetiré lo que entonces te decía: que no sé cuál de los dos tenía más probabilidades. ¿Por qué no te adelantaste más? Bien te advertí que…
Y bostezó interiormente para no abrir la boca.
«¿Tendrá ya conocimiento del paso que di? —se preguntó Lievin, mirando a su amigo—. Me parece que en su fisonomía hay astucia y diplomacia.»
—Si ella ha experimentado un sentimiento cualquiera —continuó Oblonski—, fue, sin duda, muy superficial; fue solo una alucinación de esa alta aristocracia cuando se figura un poco en el mundo, alucinación que sufrió más bien la madre que la hija.
Lievin frunció el ceño, pues el recuerdo de la negativa le resintió otra vez como si fuera reciente; pero, por fortuna, estaba en su casa, y en ella se creía más fuerte.
—Espera, espera —interrumpió Lievin—. Ya que hablas de aristocracia, ¿quieres decirme en qué consiste la de Vronski o de cualquier otro y cómo puede autorizar el desprecio que se ha hecho de mí? Tú lo consideras como un aristócrata, pero yo no lo considero tal. Un hombre cuyo padre ha salido del polvo gracias a la intriga que su madre tuvo Dios sabe con quién, no es lo que tú supones. ¡Oh, no! Los aristócratas son para mí aquellos hombres que pueden mostrar en su pasado tres o cuatro generaciones honradas, pertenecientes a las clases superiores…, no hablo aquí de los dones intelectuales notables…, y que no han necesitado a nadie, como mi padre y mi abuelo. Conozco muchas familias de esta especie. Tú, por ejemplo, haces regalos de treinta mil rublos a un tunante, y te parezco mezquino porque cuento mis árboles; pero tú recibes un sueldo y no sé qué más, lo cual no haré yo nunca. He aquí por qué aprecio lo que me ha dejado mi padre y lo que mi trabajo me da; y por eso digo que nosotros somos los potentados de este mundo, dejándose comprar por veinte aristócratas y no aquellos que viven a expensas de los
copecs
.
—¿Qué me dices a mí? También soy de tu parecer —contestó alegremente Stepán Arkádich, a quien hacía gracia la salida de su amigo, aunque comprendía que el tiro se dirigía también contra él—. Tú no eres justo con Vronski; pero aquí no se trata de él. Te digo francamente que en tu lugar iría a Moscú, y…
—No; ignoro si tienes conocimiento de lo que ha pasado, y en cuanto a lo demás, nada me importa… He pedido su mano a Ekaterina Alexándrovna, y como me la ha negado, su recuerdo es penoso y humillante para mí.
—¿Por qué? ¡Vaya una locura!
—No hablemos más. Dispénsame si he sido algo brusco contigo; ahora ya está explicado todo.
Y con su tono de costumbre, añadió, tomándole la mano:
—Espero que no me guardarás rencor, Stepán.
—Nada de eso; muy por el contrario. Me alegro mucho de que hayamos hablado con franqueza. Y pasando a otro asunto, como es higiénico cazar por la mañana, volveremos otra vez si quieres, pues no necesito dormir, y desde allí me iré derecho a la estación.
—Perfectamente.
A
UNQUE
absorto por su pasión, Vronski no había cambiado nada en el curso exterior de su vida y conservaba todas sus relaciones mundanas y militares. Su regimiento tenía mucha importancia para su existencia, no solo porque le profesaba cariño, sino también porque todos sus compañeros lo apreciaban en alto grado; se admiraba y se respetaba al joven conde, y el regimiento se enorgullecía de contar en sus filas con un hombre de la categoría y del valor intelectual de Vronski, tanto más cuanto que anteponía a todo los intereses de sus compañeros, incluso los triunfos de la vanidad o del amor propio a que tenía derecho. El joven conde sabía apreciar los sentimientos que inspiraba y, en cierto modo, se creía obligado a mantenerlos, prescindiendo de que la vida militar le agradaba de por sí.
Inútil parece decir que no hablaba a nadie de su amor; jamás se le escapaba una palabra imprudente, aunque tomase parte en alguna orgía con sus compañeros (bebía con mucha moderación), pues sabía cerrar la boca a los indiscretos cuando llegaban a permitirse algunas alusiones. Sin embargo, toda la ciudad conocía su pasión y los jóvenes envidiaban precisamente lo que más le mortificaba a él, es decir, la elevada posición de Karenin, que contribuía a poner más en evidencia sus relaciones amorosas.
La mayor parte de las damas jóvenes, envidiosas de Anna y cansadas de oírla nombrar siempre, se complacían en ver cómo se realizaban sus predicciones, y esperaban solamente la sanción de la opinión pública para agobiar a la dama con su desprecio: ya tenían preparado el cieno que le arrojarían cuando llegase el momento oportuno. Las personas de edad y las que ocupaban altos cargos veían con desagrado cómo se preparaba un escándalo mundano.
La madre de Vronski no dejó de experimentar cierta satisfacción al tener conocimiento de las relaciones de su hijo; según ella, un amor en el gran mundo era lo que mejor acabaría de formar al joven; y no sin cierto placer, pensó que aquella Karénina, que tanto se absorbía con su hijo, no era, bien mirado, más que una mujer como otra cualquiera, le parecía natural que siendo hermosa y elegante se enamorase del conde. Sin embargo, esta manera de ver cambió cuando la anciana condesa supo que su hijo, a fin de no abandonar su regimiento y separarse de Anna, había rehusado un ascenso importante en su carrera y ello le había acarreado el disgusto de sus superiores; por otra parte, en vez de las mundanas relaciones que la madre hubiera aprobado, aquella pasión tomaba un carácter dramático, a lo Werther, lo cual hacía temer a la anciana condesa que su hijo cometiese un disparate. Desde la salida del joven de Moscú no había vuelto a verlo, aunque le envió a decir varias veces que deseaba su visita. El hermano mayor no estaba satisfecho tampoco, no porque le inquietara que aquellos amores fuesen profundos o efímeros, inocentes o culpables, pues manteniendo él mismo relaciones con una bailarina, aunque era padre de familia, no tenía derecho para ser severo, sino porque sabía que aquella pasión desagradaba en las altas esferas y podía perjudicar a su hermano.
En cuanto a Vronski, además de sus relaciones mundanas y de su regimiento, era un apasionado por los caballos. Muy pronto debían efectuarse algunas carreras, organizadas por oficiales el joven conde quiso tomar parte en ellas y compró una yegua inglesa de pura raza. A pesar de su amor, las carreras tenían para él gran atractivo, y pensaba que aquellas dos pasiones no se perjudicarían entre sí. Además de Anna, necesitaba un interés cualquiera para reponerse de sus violentas emociones.
E
L
día de las carreras de Krásnoie-Seló, Vronski se presentó antes que de costumbre para comer un bistec en la sala común de los oficiales; no le era necesario disminuir su alimento, pues no pesaba más de lo que debía, pero no quería engordar, y se abstenía de tomar azúcar y manjares harinosos. Se sentó ante una mesa, se desabotonó la levita, dejando ver su chaleco blanco, y abriendo una novela francesa, pareció absorberse en su lectura; mas no tomaba esta actitud sino para eludir las conversaciones de los que entraban y salían: su pensamiento estaba en otra parte.
Pensaba en la cita que le había dado Anna para después de las carreras; hacía ya tres días que no la había visto y se preguntaba si podría cumplir su promesa, pues su esposo acababa de volver de un viaje al extranjero. ¿Cómo asegurarse de ello? En la quinta de Betsi, su prima, era donde se habían visto por última vez, y como visitaba lo menos posible a los Karenin vacilaba en ir a verlos.
«Diré simplemente —pensó— que Betsi me ha encargado preguntar si van a las carreras… Sí, iré.» Y al reflexionar sobre el placer que le causaría aquella entrevista, su semblante expresó el más vivo gozo.
—Envía recado a mi casa —dijo al camarero que le servía— para que enganchen el coche.
Y acercó la bandeja de plata en que le presentaban el bistec.
En la sala de billar se oía ruido de bolas, y las voces de personas que hablaban y reían; en la puerta aparecieron dos oficiales: uno de ellos muy joven, de facciones delicadas, y el otro grueso y ya entrado en años con los ojos húmedos.
Vronski los miró y siguió comiendo y leyendo a la vez, con aire descontento, como si no los hubiera visto.
—Tomas fuerzas, ¿eh? —preguntó el oficial grueso, sentándose junto al conde.
—Ya lo ves —contestó Vronski, limpiándose la boca y frunciendo el ceño, siempre sin mirar a su interlocutor.
—¿Y no temes engordar? —continuó el oficial grueso, ofreciendo una silla al más joven.
—¿Qué dices? —preguntó Vronski, dejando ver sus dientes al hacer una mueca que expresaba su aversión.
—Que si no temes engordar.
—¡Mozo, tráeme jerez! —gritó el joven, sin contestar al oficial. Y colocó su libro al otro lado del plato para seguir leyendo.
El oficial cogió la lista de los vinos y se la presentó a su compañero.
—Mira, tú, ¿qué podemos beber?
—Vino del Rhin, si te parece —contestó el interpelado, procurando coger su imperceptible bigote y dirigiendo una tímida mirada a Vronski.
Al ver que este no se movía, se levantó y dijo:
—Vamos a la sala de billar.
El oficial grueso se levantó también y ambos se dirigieron hacia la puerta.
En el mismo instante entró un capitán de caballería muy buen mozo, llamado Yashvin; saludó con cierto desdén a los dos oficiales y se acercó a Vronski.
—¡Ah!, al fin te encuentro —exclamó, poniendo su ancha mano sobre el hombro del conde.
Vronski volvió la cabeza con ademán de enojo, pero, la expresión de su semblante cambió al punto y fijó en el recién llegado una mirada cariñosa.
—Has hecho bien, Alexiéi —dijo el capitán con voz sonora—. Come ahora y bebe un poco.
—No tengo ganas.
—Esos son los inseparables —dijo el capitán, mirando con aire burlón a los dos oficiales que se alejaban y se sentó junto a Vronski.
—¿Por qué no fuiste anoche al teatro? —preguntó—. La Numerova estuvo muy bien. ¿No la has visto?
—Me retardé en casa de los Tverskói.
—¡Ah!
Yashvin era, en el regimiento, el mejor amigo de Vronski. Aunque jugador y libertino, no se podía decir que fuese un hombre sin principios, pero estos eran marcadamente inmorales. Vronski admiraba su fuerza física excepcional, que le permitía beber sin embriagarse en absoluto; en caso de necesidad, podía prescindir del sueño, y distinguirse sobre todo por su vigor moral, que le hacía temible hasta para sus jefes, de los cuales sabía hacerse respetar lo mismo que de sus compañeros. En el club inglés tenía fama de ser uno de los primeros jugadores, porque sin dejar de beber arriesgaba sumas de consideración con una calma y presencia de ánimo imperturbables.
Si Vronski dispensaba al capitán su amistad y cierta consideración, era porque sabía que este no le apreciaba a causa de su fortuna y de su posición social, sino por su propia persona, y he aquí por qué Yashvin era el único hombre a quien Vronski habría hablado de su amor, persuadido de que, a pesar de su afectado desdén a toda especie de sentimientos, solo él podía comprender su pasión en cuanto tenía de formal y absorbente. Lo juzgaba incapaz también de descender a las habladurías y a la maledicencia, y, por lo mismo, la presencia del capitán le era siempre agradable. Yashvin comprendía que aquel amor no era para Vronski una diversión y un pasatiempo, sino algo serio y profundo.
—¡Ah, sí! —exclamó Yashvin al oír el nombre de Tverskói; y miró al conde mordiéndose el bigote.
—¿Y qué has hecho tú? —preguntó Vronski—. ¿Has ganado!
—Ocho mil rublos, de los cuales creo que no cobraré tres mil.
—Entonces puedo hacerte perder en las carreras —dijo Vronski sonriendo, puesto que Yashvin cruzaba una suma considerable en su favor.
—No entiendo de perder; solo Majotin es temible.
Y la conversación versó sobre las carreras, único asunto interesante en aquel momento.
—Vamos, ya he concluido —dijo Vronski, levantándose, mientras que Yashvin estiraba sus largas piernas.
—No puedo comer tan pronto —dijo—; voy a beber alguna cosa y te seguiré. ¡Muchacho! —gritó con su voz tonante, tan notada en el regimiento—. Tráeme vino pronto. No —añadió—; es inútil. Si vuelves a tu casa, Alexiéi, te acompañaré.
V
RONSKI
ocupaba un pabellón muy limpio, dividido en dos compartimentos por un tabique; Petritski vivía con él en el campamento lo mismo que en San Petersburgo, y dormía cuando Vronski y el capitán entraron.
—¡Basta ya de dormir, levántate! —exclamó Yashvin, sacudiendo por un brazo a Petritski, que tenía la cabeza en parte oculta por la almohada.
El durmiente se incorporó, mirando a su alrededor.
—Tu hermano ha venido y me ha despertado —dijo a Vronski—. ¡Malos diablos lo lleven! Y ha dicho que volvería.
Y pronunciadas estas palabras, volvió a echarse, tapándose con la colcha.
—¡Déjame en paz Yashvin! —gritó encolerizado al capitán, que se divertía en despertarlo. Y abriendo después los ojos, se volvió hacia él y añadió—: Mejor fuera que me dijeses lo que debo beber para quitarme de la boca el mal gusto que tengo.
—Vodka ante todo —replicó Yashvin—. Teriéschenko —gritó después—, trae a tu amo un vaso de aguardiente.
—¿Crees tú que será lo mejor? —preguntó Petritski, frotándose los ojos—. ¿Beberás tú también? Si consientes en ello te imitaré. ¿Tomarás tú también un poco, Vronski?
Y saltando del lecho, se cubrió con la colcha y se adelantó hasta el centro de la habitación entonando una canción francesa.
—¿Beberás tú, Vronski? —repitió.
—Vete a paseo —contestó el conde, poniéndose una levita que acababa de traerle su criado.
—¿Adónde piensas ir? —le preguntó Yashvin, al ver que se acercaba a la casa un coche con dos caballos.
—A casa de Brianski, con quien debo arreglar un asunto —contestó Vronski.
Había prometido, en efecto, llevar algún dinero a Brianski, que vivía bastante lejos; pero sus amigos comprendieron al punto que iba a otra parte.