—Anna —dijo Karenin—, es preciso que mires un poco lo que haces.
—¿Por qué? —contestó Anna.
Y miró tan alegre y cándidamente a su esposo, que para cualquier otro que no la hubiera conocido tan bien como él, el tono de su voz habría sido del todo normal; mas para el señor Karenin, que sabía que cuando faltaba a cualquiera de sus costumbres su mujer le preguntaba al punto la causa, y que ella, por su parte, le comunicaba siempre sus alegrías y sus pesares, era muy significativo el hecho de que Anna no quisiese observar su agitación ni hablar de ella misma. El alma de su esposa, abierta para él otras veces, le parecía ahora cerrada, y hasta comprendió por el tono de su mujer que no era su ánimo disimularlo, y que en su interior pensaba: «Así ha de ser y será en adelante.» Alexiéi Alexándrovich se figuró estar en el caso de un hombre que, al volver a su casa, encuentra la puerta cerrada. «Quizá sea posible encontrar la llave», pensó Alexiéi Alexándrovich.
—Quiero prevenirte —dijo con voz tranquila— para evitar las interpretaciones que se pueden hacer en el mundo sobre tu imprudencia y tu aturdimiento: tu conversación demasiado animada con el conde Vronski —pronunció este nombre con lentitud y firmeza— en casa de la princesa esta noche ha llamado la atención de todos.
Alexiéi Alexándrovich miraba los ojos risueños e impenetrables de Anna, y le parecía reconocer con terror que sus palabras serían inútiles y ociosas.
—Siempre eres así —contestó Anna, como si no comprendiese lo que se le decía, y solo dio importancia a una parte de la frase—. Tan pronto te incomoda que me aburra como que me divierta; esta noche me he distraído. ¿Te ofende que sea así?
Alexiéi Alexándrovich se estremeció y oprimió de nuevo sus manos para hacerlas crujir.
—Te ruego —le dijo su esposa— que tengas las manos quietas, pues me molesta mucho ese ruido.
—Anna, ¿eres realmente tú la que me hablas? —repuso Alexiéi Alexándrovich, haciendo un esfuerzo para reprimir el movimiento de sus manos.
—Pero, en fin, ¿qué hay? —preguntó la joven, con un asombro sincero y casi cómico—. ¿Qué quieres de mí?
Karenin guardó silencio, pasándose la mano por la frente y los ojos; le parecía que en vez de advertir a su esposa sus errores a los ojos del mundo, se inquietaba a su pesar de lo que pasaría en la conciencia de aquella, chocando tal vez contra un obstáculo imaginario.
—He aquí lo que deseaba decirte —replicó, fría y tranquilamente—, y te ruego que me escuches hasta el fin. Ya sabes que considero la pasión de los celos como ofensiva y humillante, y que jamás me dejaré dominar por ella; pero hay ciertas barreras sociales que no se franquean impunemente. Hoy, a juzgar por la impresión que has producido, no soy yo solo quien te ha observado, sino todo el mundo, tu conducta no ha sido conveniente.
—Vamos, no entiendo una palabra —dijo Anna, encogiéndose de hombros. «Ya se ve que le es todo igual —pensó— y que solo teme las observaciones del mundo.»—. Tú estás enfermo, Alexiéi Alexándrovich —añadió, levantándose para irse. Pero su esposo la detuvo, adelantándose hasta ella.
Jamás le había visto Anna el semblante tan sombrío y desagradable, y permaneció en pie, inclinando la cabeza para retirar con mano ágil las horquillas de su cabello.
—Bien, ya escucho —dijo tranquilamente, con tono burlón—, y hasta escucharé con interés, porque quisiera comprender de qué se trata.
Se admiraba ella misma de su aplomo y naturalidad, así como de la elección de sus palabras.
—No me juzgo autorizado para penetrar en tus sentimientos, y lo creo, además, tan inútil como peligroso —comenzó a decir Alexiéi Alexándrovich—, pues al socavar a demasiada profundidad nuestras almas, nos exponemos a tocar lo que tal vez pasaría inadvertido. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero tratándose de ti, de mí y de Dios, me veo en la precisión de recordarte tus deberes. Nuestras existencias están unidas, no por los hombres, sino por Dios. Solo un crimen puede romper este lazo, y un crimen semejante lleva consigo su castigo.
—Yo no comprendo nada, sino que tengo sueño —dijo Anna, retirando de su cabello las últimas horquillas.
—Anna —repuso Alexiéi Alexándrovich con dulzura—, no hables así; tal vez me engañe, pero creo que lo que ahora te digo es en interés de ambos; soy tu esposo y te quiero.
El rostro de Anna se oscureció un momento, y en sus ojos se extinguió la expresión burlona; pero la palabra «amar» la irritó. «¿Sabe él lo que es amor? —pensó—. ¿Y le sería posible amar? Si no hubiera oído pronunciar esa palabra, seguramente no la conocería.»
—Alexiéi —replicó—, repito que no te comprendo; explícate, y dime qué ves…
—Permíteme concluir. Yo te amo, pero no se trata de mí; los principales interesados son tu hijo y tú misma. Es muy posible que mis palabras, te lo repito, te parezcan inútiles e inoportunas, y tal vez sean resultado de un error por mi parte, en cuyo caso te ruego que me dispenses; pero si comprendes tú misma que mis palabras tienen algún fundamento, te suplico que reflexiones, y si el corazón te lo dicta así, que me hables con toda franqueza.
Alexiéi Alexándrovich, sin echarlo de ver, decía una cosa muy diferente de lo que tenía imaginado.
—Nada tengo que decirte —replicó Anna vivamente, disimulando a duras penas una sonrisa—; y creo que ya es hora de acostarse. Alexiéi Alexándrovich suspiró y, sin añadir palabra, se dirigió hacia la alcoba.
Cuando Anna entró, su esposo estaba acostado ya; tenía los labios oprimidos y el aspecto severo, y no miró una sola vez a su mujer; esta última esperaba que le hablaría, temiéndolo y deseándolo a un tiempo; pero guardó silencio.
Dejó transcurrir un largo rato sin moverse, y acabó por olvidar al hombre que tenía a su lado; pensaba en otro, cuya imagen llenaba su corazón de culpable alegría. De repente oyó un ronquido regular, el cual despertó sin duda al mismo Alexiéi Alexándrovich, pues cesó al punto; pero poco después continuó de nuevo.
«Ya es tarde, ya es tarde», pensó Anna sonriendo. Y permaneció largo tiempo inmóvil, sin cerrar los ojos, y figurándose que los veía brillar en la oscuridad.
A
PARTIR
de aquella noche, comenzó una nueva vida para Alexiéi Alexándrovich y su esposa, aunque, al parecer, no se notaba nada de particular. Anna seguía presentándose en las reuniones, sobre todo en casa de la princesa Betsi, y encontraba a Vronski en todas partes. Karenin lo veía sin poder impedirlo; y siempre que hacía una tentativa para obtener una explicación, Anna manifestaba su asombro y un aspecto risueño verdaderamente impenetrable.
Nada había cambiado exteriormente; pero las relaciones de los cónyuges eran muy distintas. Alexiéi Alexándrovich, tan fuerte cuando se trataba de los asuntos de estado, se reconocía en esto impotente, y esperaba resignado, con la cabeza baja, el último golpe, como el buey en el matadero. Cuando lo acosaban estas ideas, se decía que era preciso hacer la última prueba; apelando a la bondad, a la ternura y a los razonamientos, para salvar a Anna y volverla al buen camino; cada día formaba el propósito de hablarle por última vez, pero llegado el momento decía cosas diferentes de las que había pensado. Involuntariamente, tomaba ese tono singular con el que parecía burlarse de los que habían hablado como él, y no era este el tono propio para expresar las cosas que debía decir…
L
O
que para Vronski había sido durante cerca de un año el objeto único de su existencia, y para Anna un sueno de felicidad, tanto más encantador cuanto que le parecía inverosímil y terrible, se había realizado al fin. Pálido y tembloroso, estaba en pie ante ella, y le suplicaba que se calmase, sin saber por qué.
—¡Anna, Anna! —decía con acento conmovido—. En nombre del cielo, serénate.
Pero cuanto más elevaba la voz, más inclinaba ella la cabeza, tan altiva en otro tiempo y tan humillada ahora; habría tocado el suelo desde el diván en que estaba sentada, cayendo sobre la alfombra, si Vronski no la hubiera sostenido.
—¡Dios mío, perdóname! —exclamó, sollozando, mientras oprimía contra su seno las manos del conde.
Anna se juzgaba tan criminal y culpable, que no podía hacer otra cosa sino humillarse y pedir gracia, y de Vronski era de quien imploraba perdón, porque solo con él contaba en el mundo. Al mirarlo, le parecía tan palpable su envilecimiento, que apenas podía pronunciar otra palabra. En cuanto a Vronski, creía parecerse a un asesino ante el cuerpo inanimado de su víctima. El cuerpo inmolado por ellos era su amor, o más bien la primera fase de este; y el recuerdo del alto precio que habían pagado por su vergüenza tenía verdaderamente algo de terrible y odioso.
La idea de su envilecimiento moral agobiaba a Anna, y esta idea se comunicó a Vronski; pero cualquiera que fuese el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, es preciso ocultarlo y aprovecharse, por lo menos, del crimen que se cometió. Y así como el culpable se precipita sobre el cadáver con rabia y lo arrastra para hacerlo pedazos, Vronski cubría de besos la cabeza y el cuello de su amante. Anna oprimía su mano sin moverse; aquellos besos los había comprado a costa de su honor, y la mano que estrechaba era la de su cómplice. Anna besó aquella mano. Vronski se arrodilló, procurando ver aquel rostro, que Anna ocultaba sin querer hablar. Al fin se levantó, haciendo un esfuerzo, y lo rechazó. Su rostro, bello como siempre, inspiraba compasión.
—Todo ha concluido —dijo—; ya no me queda nadie más que tú; no lo olvides.
—¡Cómo he de olvidar lo que es mi vida! Por un instante de esta felicidad…
—¡Qué felicidad! —exclamó Anna, con tan marcada expresión de disgusto y de terror que comunicó a Vronski el mismo sentimiento—. ¡En nombre del cielo, no digas una palabra más!
Y levantándose vivamente, se alejó del conde.
—¡No, ni una palabra más! —replicó con un aire tan desesperado que asombró singularmente a Vronski.
Y salió de la habitación.
Al principio de aquella nueva vida, le era imposible a Anna expresar su vergüenza, su temor y alegría; y más bien que manifestar su pensamiento con palabras insuficientes o triviales, prefería callarse. Más tarde no halló tampoco las frases propias para definir sus sentimientos, y ni aun sus ideas tradujeron las impresiones de su alma. «No —decía—, yo no puedo reflexionar en todo eso ahora; más tarde lo haré, cuando recobre alguna tranquilidad.» Sin embargo, la calma del espíritu no se producía, y cada vez que pensaba en lo ocurrido, en lo que debía suceder aún, y en lo que llegaría a ser de ella, la acosaba el temor y hacía lo posible por no preocuparse más del presente.
«Más tarde, más tarde —repetía—, cuando esté más serena.» En cambio, si durante su sueño perdía todo su imperio sobre sus reflexiones, se le representaba la verdadera situación en su espantosa realidad; casi todas las noches era presa de la misma pesadilla, y soñaba que los dos hombres eran sus esposos y se compartían sus caricias. Alexiéi Alexándrovich lloraba besándole las manos y diciendo: «¡Qué felices somos ahora!», y Vronski la amaba también con delirio. Anna se admiraba de haber creído que aquello fuese imposible, reía al explicarles que todo se iba a simplificar y que ambos vivirían en adelante contentos y felices. Sin embargo, este sueño la oprimía dolorosamente, y convirtiéndose en pesadilla, la despertaba cada vez más espantada.
E
N
los primeros días que siguieron a su regreso de Moscú, siempre que Lievin se sonrojaba al recordar la vergüenza que le causó la negativa de Kiti, se decía: «Del mismo modo padecí, creyéndome un hombre perdido, cuando me suspendieron en física, y tuve que repetir el curso no pude presentarme para sufrir el examen de física, y otro tanto me sucedió el día en que comprometí el asunto de mi hermana; pero ahora han transcurrido los años, y me asombro al recordar esas exasperaciones. Lo mismo me sucederá con mi dolor de hoy: el tiempo pasará y ya no me acordaré de nada».
Sin embargo, transcurrieron tres meses sin que se produjese la indiferencia, y el recuerdo le hacía padecer a Lievin tanto como los primeros días. Lo que más le entristecía era que, después de haber soñado tanto la vida familiar, creyéndose bien preparado para ella, no solamente no se había casado, sino que se hallaba más lejos que nunca del matrimonio; y comprendía, así como todos cuantos le rodeaban, que no es bueno para el hombre vivir solo. Recordaba que antes de marchar a Moscú había dicho a su vaquero Nikolái, ingenuo campesino con quien a veces departía: «¿Sabes tú, Nikolái, que siento deseos de casarme?», a lo cual había contestado sin vacilar el aldeano: «Hace ya largo tiempo que se debería haber hecho eso, Konstantín Dmítrich».
Nunca se había hallado tan lejos del matrimonio. Si alguna vez se acordaba de cualquier joven conocida, le parecía imposible reemplazar a Kiti en su corazón, y los recuerdos del pasado lo atormentaban siempre.
Lo atormentaba el recuerdo de la negativa de Kiti. Aunque intentaba convencerse a sí mismo de que su conciencia estaba libre de toda culpa, aquel recuerdo, al igual que otros recuerdos vergonzosos, le producía una sensación de vergüenza y rubor. Como todo ser humano era consciente de haber cometido en su vida más de una mala acción. Sin embargo, aquellos recuerdos insignificantes, pero vergonzosos de su fracaso matrimonial, atormentaban más su conciencia que el recuerdo de las malas acciones. Era una herida que no quería cicatrizarse. Además, no podía olvidar el haber sido humillado aquella noche en casa de Kiti.
No obstante, el tiempo y el trabajo hicieron su obra; las impresiones penosas se desvanecieron poco a poco por los acontecimientos importantes, aunque modestos al parecer, de la vida del campo; cada semana se llevó algo del recuerdo de Kiti, y hasta Lievin llegó a esperar con impaciencia la noticia de su casamiento, confiando en que esto le curaría como a la persona a quien arrancan un diente.
La primavera se aproximaba al fin, bella, cariñosa y sin falsas promesas; era una de esas raras primaveras de que se regocijan las plantas y los animales tanto como los hombres. Aquella estación magnífica comunicó a Lievin nuevo ardimiento, vigorizando su resolución de olvidar el pasado para organizar su vida solitaria en condiciones de independencia. Los planes que formara al volver al campo no se habían podido realizar todos; pero, en cambio, se conservaba la castidad de su vida, y podría mirar a cuantos le rodeaban sin sonrojarse por ninguna falta. Hacia el mes de febrero, Maria Nikoláievna había escrito para decirle que el estado de su hermano empeoraba, sin que fuera posible inducirle a cuidarse. Esta noticia bastó para que Lievin marchara inmediatamente a Moscú, donde consiguió que Nikolái consultase a un médico y fuera después a tomar las aguas en el extranjero; también le adelantó cierta cantidad para su viaje, y con esto quedó satisfecho de sí mismo.