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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano II. Tormenta de flechas

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Kineas de Atenas ha recorrido un duro y sangriento camino desde que comandó la caballería ateniense en la campaña de Alejandro Magno contra los persas. Ahora que las viejas heridas le producen dolores atroces y sus sueños están poblados de compañeros de armas muertos, por fin puede darle la espalda a la guerra y escapar de un destino como mercenario. La princesa guerrera Srayanka, del clan de los Manos Crueles, lleva en el vientre un hijo suyo, y una vida nueva aguarda a nuestro héroe en las fértiles costas del Euxino.

Pero lejos de allí, al otro lado del mar de hierba, Alejandro sigue empeñado en la conquista del mundo. Sus ejércitos en Afganistán están listos para aniquilar a los escitas orientales si estos no se someten. El honor obliga a Srayanka a luchar con los hombres de su clan contra «el monstruo», y Kineas sabe que no tiene más remedio que seguirla y enfrentarse al que ha sido ala vez su héroe y su perdición. Conducir un ejército en tan épica marcha, atravesando territorios hostiles hacia los confines del mundo conocido, pondrá a prueba la destreza y el coraje de Kineas hasta límites insospechados. Y aguardándole al final del viaje habrá un hombre a quien antaño adoró, el hombre cuyas falanges han hecho morder el polvo a cuantos ejércitos se ha enfrentado y cuyas victorias lo han convertido en un dios.

Christian Cameron

Tormenta de flechas

Tirano II

ePUB v1.0

rodricavs
26.07.12

Título original:
Tyrant. Storm of Arrows

Christian Cameron, 2009

Traducción: Borja Folch

Editor original: rodricavs (v1.0)

ePub base v2.0

Para Sarah

ἔλθε µoɩ καἰ νṽν, χαλεπᾶν δἐ λṽσoν

ἐκ µερἰµναν ὅσσα δἑ µoɩ τἑλεσσαɩ

θṽµoσ ἰµµἑρρεɩ, τἑλεσoν, σύ δ´ αύτα

σύµµαχoσ ἔσσo.

SAFO, Himno a Afrodita

329 a. de C.

El conquistador de Asia entró indignado en la tienda y arrojó su casco dorado contra el perchero de la armadura, junto a su catre de campaña. El bronce golpeó el poste de madera con un ruido metálico. Los criados se paralizaron.

—¿Dónde carajo están mis reclutas? —gritó—. Antípatro me prometió ocho mil soldados más de infantería. ¡Ha enviado tres mil tracios y un puñado de griegos amotinados! ¡Quiero a mis macedonios!

Miembros de su Estado Mayor lo siguieron hasta la tienda, encabezados por Hefestión. Hefestión no temía a su real amo, menos aún sus berrinches, y mantenía bien alta la cabeza de cabello broncíneo. Sonreía.

Detrás de él, Eumenes y Calístenes se mostraban más inseguros.

Alejandro se rascó la cabeza con ambas manos, intentando quitarse el sudor y la suciedad del pelo.

—No os quedéis en el umbral como ovejas. Entrad o iros a la mierda.

Hefestión le alcanzó una copa de vino y se sirvió otra para él.

—Bebe, amigo —dijo.

Alejandro bebió, y luego repuso:

—No es justo. Si la gente se limitara a hacer lo que le dicen…

Hefestión arqueó una ceja y ambos se echaron a reír. Así, sin más.

Alejandro dio vueltas al vino en su copa y miró a Eumenes.

—¿Ha dicho por qué? —le preguntó.

Eumenes, de menor estatura y nada endiosado, aceptó la copa que le ofrecía Hefestión, quien rara vez servía a nadie que no fuese el Gran Rey en persona, y miró a su señor a los ojos. Eran desiguales, azul y marrón, el iris azul rodeado por un círculo negro y un poco más abierto de lo normal. Unas veces Eumenes pensaba que su amo era un dios, y otras, que estaba loco. Sea como fuere, a Eumenes, hombre valiente y curtido en una docena de reñidas batallas, no le gustaba mirar a los ojos a Alejandro.

Eumenes de Cardia era griego, no macedonio, con lo que ser portador de malas nuevas le resultaba doblemente duro. Los soldados competían por dar buenas noticias a Alejandro. Cuando lo que tenían que comunicarle era malo, conspiraban para evitar ser el chivo expiatorio.

—Señor —dijo Eumenes con prudencia—, ¿queréis leer la carta o preferís que os diga lo que yo pienso?

Si estaba de humor, Alejandro prefería que le hablaran claro. Eumenes carecía de la habilidad de Hefestión para relacionarse con su señor, pero se trataba de una emergencia y necesitaba que Alejandro actuara como rey.

—Cuéntame —replicó Alejandro.

Eumenes miró a Hefestión y no recibió indicación alguna. Así que obedeció a su señor.

—Leyendo entre líneas, diría que Antípatro envió un ejército a conquistar las ciudades del Ponto Euxino; y tal vez las tribus sakje.

—¿Sakje? —preguntó Alejandro.

—Los escitas occidentales —contestó Calístenes.

—¿Las amazonas? —volvió a preguntar Alejandro. Calístenes resopló con desdén. Alejandro se giró rápidamente hacia él.

—¿Por qué estás aquí, señor?

Calístenes arqueó una ceja.

—Porque no sabes distinguir entre un escita y una amazona.

Alejandro pareció complacido con esta observación y se dejó caer en un diván. Hefestión se tumbó a su lado. Los criados trajeron comida y más vino.

—De modo que Antípatro emprendió una campaña contra los escitas —observó Alejandro.

—No en persona —aclaró Eumenes—. Envió a Zoprionte.

—Tiene la cabeza llena de serrín —protestó Alejandro—. Seguro que la fastidió.

Eumenes asintió.

—Creo que allí perdimos a los reclutas que nos faltan.

—¿Se fueron a cazar amazonas, eh? —gruñó Alejandro.

Eumenes negó con la cabeza.

—No, señor. Si no me equivoco, y mis fuentes insisten en este punto, todos nuestros reclutas han muerto.

Alejandro rodó por el diván y se levantó.

—¡Zeus Amón, padre mío! ¿Zoprionte ha perdido un taxeis entero?

—Zoprionte ha perdido un ejército entero, señor. —Eumenes aguardó el estallido de ira—. Y él también ha muerto.

Alejandro se quedó paralizado junto al diván. Hefestión alargó el brazo y le puso una mano en la cadera, pero Alejandro la apartó con brusquedad. Hefestión frunció el ceño.

—Casi derrotaron a mi padre. A Filipo, mi padre. Lo hirieron; lo hirieron de gravedad. —Alejandro hablaba en voz muy queda.

Eumenes, que lo recordaba, asintió.

—Sí, señor.

—Y a Darío; esos sakje vencieron a Darío. —El rostro de Alejandro permanecía impasible. Parecía un colegial recitando la lección ante su tutor.

Calístenes se encogió de hombros.

—Más que vencerlo, lo evitaron, si hay que dar crédito a Heródoto. Aunque, de todos modos, consiguieron que Darío quedara como un idiota.

Alejandro lo fulminó con la mirada.

Calístenes arqueó una ceja hirsuta y dijo:

—En efecto, fue precisa la intervención de Atenas para vencer a Darío.

A Alejandro le ardían las mejillas de tanto que se le subió la sangre a la cabeza.

—Atenas frenó a Darío —repuso—. Esparta frenó a Jerjes. Yo conquisté Asia. Macedonia. Ni Atenas ni Esparta.

El filósofo lanzó una mirada desafiante a Alejandro y éste se la sostuvo. Transcurrieron prolongados segundos. Luego el filósofo volvió a encogerse de hombros.

—Lo que tú digas —cedió Calístenes, asintiendo.

Un tenso silencio llenaba la tienda. Fuera se oía a los nuevos reclutas, conducidos a sus cuarteles en el extenso campamento; un campamento tan grande y tan bien construido que los hombres ya lo llamaban ciudad.

Alejandro volvió a sentarse en el diván.

—Y Ciro —dijo, como prosiguiendo una conversación anterior.

Todos se quedaron mirándolo hasta que Calístenes por fin lo entendió.

—Sí —afirmó—. Sí, dices bien, Alejandro. Ciro perdió la vida luchando contra los masagetas. Mucho más al este de aquí.

—¿Masagetas? —Alejandro se reanimó—. ¿Amazonas?

—Los masagetas son los escitas orientales —explicó Calístenes—. Cierto es que sus mujeres combaten, y a veces tienen reinas guerreras. Pagan tributo al Rey de Reyes. Hay masagetas que sirven a Besos y a Espitamenes. La reina de los masagetas es Zarina.

Alejandro alzó su copa en reconocimiento a Calístenes.

—Sabes cosas muy útiles. —Bebió, y se quedó mirando por la puerta de la tienda.

Eumenes comenzó a removerse cuando el silencio se prolongó más de la cuenta. Calístenes, en cambio, no movía una pestaña. El observaba a Alejandro.

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