Alejandro acarició el pelo de Hefestión. Luego miró al chico persa que recogió su casco y le sacó brillo con un paño antes de colgarlo en el perchero de la armadura. Alejandro sonrió al chico.
Calístenes seguía sin quitarle el ojo de encima.
—Antípatro nos ha costado más que unos pocos miles de reclutas —dijo Alejandro al cabo de unos minutos. Se echó hacia atrás de manera que sus rizos dorados se mezclaron con la melena de Hefestión—. La leyenda de que somos invencibles bien vale un par de taxeis y quinientos hetairoi.
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—Eres invencible —soltó Hefestión. En boca de otro hombre, habría resultado adulador. Dicho por Hefestión, era la mera constatación de un hecho.
Alejandro se permitió esbozar una sonrisa.
—No puedo estar en todas partes a la vez —repuso. Volvió a rodar por el diván e hizo una seña al silencioso esclavo que aguardaba a los pies de la cama—. ¡Quítame la armadura! —le ordenó.
El hombre le abrió el peto y lo puso en el perchero. Alejandro se despojó de la túnica y quedó desnudo, las marcas de la armadura bien claras en su carne mortal.
Desnudo, ni alto ni especialmente hermoso, Alejandro cogió su copa de vino, y al encontrarla vacía alargó el brazo para que se la llenaran. Los esclavos tropezaron entre sí cuando se apresuraron a enmendar el fallo.
Calístenes rió ante su ansiedad y su temor. Alejandro se sonrió con suficiencia.
—Los persas son muy buenos esclavos —observó.
Apuró la copa y volvió a alargar el brazo, y se repitió la misma pantomima. Incluso el cardio tuvo que reír. Los esclavos sabían que se estaban riendo a su costa y eso aún los volvía más temerosos. Se derramó vino, y aparecieron más esclavos para limpiarlo.
—No puedo estar en todas partes —repitió Alejandro—. Y Macedonia no puede permitirse parecer débil. Esos escitas deben ser castigados. Su victoria sobre Zoprionte tiene que parecer el golpe de mala fortuna que ha sido. En cuanto Besos entre en vereda, deberíamos dedicar una temporada a aplastar a los masagetas.
Calístenes percibió la consternación de los demás hombres.
—Alejandro —comenzó el filósofo con mano izquierda—, los masagetas viven lejos, hacia el noreste, más allá de los kushán. Y habitan el mar de hierba que, según Heródoto, ocupa una extensión de cincuenta mil estadios. No los aplastaremos en una sola temporada.
Alejandro levantó la mirada y sonrió. Fue una sonrisa alegre que restó años de tensión, guerra y bebida a su rostro.
—Sólo puedo dedicarles una temporada —dijo Alejandro—. No son más que bárbaros. Además, quiero una amazona.
Hefestión golpeó al rey en broma y terminaron forcejeando los dos en el suelo.
El sol brillaba sobre el río Borístenes, la crecida de la lluvia avanzaba como una manada de caballos y resplandecía como hierba mojada bajo el sol. El campamento sakje se veía despejado y limpio tras varios días de lluvia, buena parte del estiércol de los caballos había desaparecido en el barrizal que anegaba todas las calles, las yurtas de fieltro y los carromatos relucían como si estuvieran recién hechos. Kineas había interpretado la salida del sol como una señal favorable y se levantó de la cama pese al dolor de sus heridas y su reciente temor a la muerte.
—Deberías buscar la piedra —dijo la niña. Tendría once o doce años, iba vestida con pieles de caribú y una capa roja que ondeaba al viento. Kineas ya la había visto por el campamento, una delgada figura de cabellos caoba y con un caballo plateado de la manada real.
Kineas se agachó, haciendo una mueca por la tremenda punzada de dolor que sintió en la cadera y que se irradió hacia la ingle y la pierna. Le dolía el cuerpo entero y la mayoría de movimientos lo mareaban.
—¿Qué piedra? —preguntó. La niña tenía los ojos grandes, intensos ojos azules con un borde negro que la hacían parecer loca o poseída—. Es cosa de
baqca
, ¿verdad? —insistió Kineas—. Lo de buscar la piedra.
La niña se encogió de hombros, se entrelazó las manos en la espalda y comenzó a menear la cadera adelante y atrás, adelante y atrás, de modo que el pelo le cubría y descubría la cara. Iba sucia y olía a caballo.
El sakje de Kineas no alcanzaba para hablar con mimo a un niño.
—Lo siento —dijo—. No entiendo.
Ella le dedicó la mirada que los niños reservan para los adultos que tardan demasiado en comprenderlos.
—La piedra —repitió la niña poniendo más énfasis—. Para el túmulo del rey. —En vista de su incomprensión, señaló un viejo túmulo, el kurgan de algún antiguo señor de los caballos que se alzaba junto al gran meandro—: En la cima de todos los túmulos, el baqca pone una piedra. Tendrías que ir a buscarla. Lo dice mi padre.
Kineas hizo una mueca, tanto por el dolor como por el esfuerzo de comprensión.
—¿Y quién es tu padre, pequeña? —preguntó, aunque al hacerlo se dio cuenta de dónde había visto antes aquel perfil de nariz larga y los delicados huesos de sus manos.
—Mi padre era Kam Baqca —respondió la niña, y salió corriendo entre risas.
En cuanto la niña habló, Kineas supo que había visto la piedra en sueños; la había visto y desdeñado. Ahora le daban miedo sus sueños y, si podía, los olvidaba.
Pero aun así reunió a una docena de criados suyos sindones y a unos pocos griegos: a Diodoro y Niceas porque eran amigos, y a Anarjes, un caballero de Olbia, porque Eumenes estaba herido y él lo sustituía. Juntos cabalgaron una docena de estadios río abajo.
—¿Qué andamos buscando? —preguntó Diodoro. El también se estaba recuperando de una herida, y el cabello pelirrojo que salía del vendaje en que llevaba envuelta toda la cabeza brillaba bajo un gorro sakje de piel de zorro y lana roja. Temerix, el herrero sindón, se aproximó.
—Buscamos una piedra —contestó Kineas.
—Para kurgan —añadió Temerix, como si fuese la cosa más normal del mundo—. Kineas la ve en sueños. Venimos a buscarla.
Los ojos del joven Anarjes se abrieron como monedas fúnebres al oír hablar con tanta naturalidad sobre los poderes divinos del hiparco.
Diodoro arqueó una ceja y asintió lentamente. Rebuscó bajo su clámide y sacó un frasco de arcilla del que bebió un buen trago. Luego lo ofreció a los demás.
—¿Nunca habéis pensado que nuestras vidas eran mucho más sencillas como simples mercenarios? —preguntó.
Kineas y Niceas intercambiaron una mirada.
Diodoro señaló con el puño que sostenía el frasco.
—¡Fijaos! Kineas lleva una clámide tracia. Aquí Anarjes, uno de los mejores luchadores que hemos visto jamás, un olímpico, por Apolo, lleva pantalones sakje como si fuese lo más normal del mundo. Todos nuestros hombres usan sus gorros. —Diodoro se tocó los vendajes y el gorro sakje que los coronaba—. ¿Acaso ya ni siquiera somos griegos? —preguntó. Bebió otro sorbo de vino del frasco y se lo pasó a Kineas.
Kineas, por su parte, se encogió de hombros.
—Pues claro que seguimos siendo griegos. ¿Viajar a Persia te convirtió en persa?
Diodoro se puso serio.
—Me volvió mucho más persa de cuanto lo era antes de ir allí. ¿Te acuerdas de Ecbatana? Jamás volveré a pensar en Grecia de la misma manera.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Kineas.
—Corren rumores de que tú y Srayanka tenéis intención de llevarnos a Oriente para luchar contra Alejandro —dijo Diodoro—. Os he oído hablar de ello. Lo decíais en serio, ¿verdad?
Kineas meneó la cabeza.
—Lot insiste y Srayanka quiere darle su apoyo. La reina de los masagetas ha enviado mensajeros a los asagatje. Ayer llegó otro. —Echó un trago.
Diodoro gruñó y le arrebató el frasco.
—¡Oye! ¡Que ese vino es mío! Tenemos otros asuntos pendientes antes de emprender una campaña contra el niño rey. El tirano, por ejemplo. —Diodoro oteó el horizonte. A su derecha, el Borístenes fluía hacia el mar Euxino. A la izquierda, el viento ondulaba el mar de hierba hasta donde alcanzaba la vista, y otros cuarenta mil estadios más allá; al menos, eso sostenía Heródoto—. No quiero luchar contra Alejandro. No quiero ver más bárbaros fascinantes. Me gustaría retirarme a Olbia y ser rico.
Kineas seguía cabalgando, acompasando el movimiento de las caderas al de su montura. Padecía, pues aun habiendo pasado semanas en un catre en el carromato de Srayanka, o quizá debido a ello, le dolían todo los músculos.
—Las cosas cambian —repuso Kineas.
Diodoro asintió.
—Desde luego. Los partidarios de la paz tomaron el poder en Atenas mientras nosotros ganábamos esta campaña.
Kineas se rió, cosa que también le hacía daño.
—Atenas parece muy lejana —dijo.
Diodoro volvió a asentir y pasó el frasco al silencioso Temerix.
—A eso me refiero. Al partir de Atenas contigo, creí que se me iba a partir el corazón. Cuando estábamos fracturando el imperio de Darío, a menudo soñaba con el Partenón. Luego emprendimos esta campaña. Ahora Atenas está demasiado lejos para recordarla y soy un caballero de Olbia. Ahora sueño con encontrar esposa y comprar una granja a orillas del Euxino. —Diodoro hizo una pausa—. Me da miedo acabar en una yurta en el mar de hierba.
Kineas había parado su caballo sin darse cuenta. Miraba fijamente la piedra que había visto en sueños, y el día le pareció más frío.
—¡Hera! —exclamó. Y pronunció en voz alta una plegaria pidiendo protección divina. Diodoro lo observaba.
—Es tal como la soñé —susurró Kineas en voz muy baja—. La piedra es más ancha por la parte de arriba. Cuando la desenterremos, el fondo tendrá forma de cabeza de caballo. Le daremos la vuelta y la cabeza de caballo señalará la tumba de Satrax.
Diodoro negó con la cabeza, pero a medida que los sindones fueron cavando la tierra en torno a la piedra, se puso meditabundo, y cuando apareció la forma oculta de la base de la piedra, se mesó la barba con fastidio.
—¿Recuerdas cuando éramos simples mercenarios? —preguntó Diodoro otra vez.
Enterraron al rey a la antigua usanza. Fue el último acto del ejército que había ganado la batalla en el Vado del Río Dios, y mientras los hombres cortaban terrones bajo la lluvia, Kineas percibía que el espíritu que los había animado se alejaba como el río crecido a sus espaldas arrastraba el agua de la lluvia hacia el mar.
Los griegos pusieron de su parte. Diodoro, Niceas, Filocles y Kineas cortaron terrones codo con codo, las clámides empapadas y la tierra fértil de debajo de la hierba volviéndoseles limo pegajoso en manos y pies. En varios estadios a la redonda, los sakje y los griegos trabajaban juntos; cada guerrero cortaba suficientes terrones para cubrir a un hombre y su caballo. Luego los cortadores llevaban los terrones a los constructores, en su mayoría granjeros de tribus sindonas que vivían río arriba; los sakje los llamaban «el pueblo de la tierra». Ellos desenterraron las cámaras del túmulo y las reforzaron con pesados troncos que el río traía flotando desde los bosques del norte.
Tiempo atrás, en aquel mismo vado, Satrax había preguntado a Kineas si le gustaría ir al norte a ver los bosques.
Y ahora el rey estaba muerto. Kineas negó con la cabeza ante los designios de los dioses, ante Moira y Tiqué,
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el destino y el azar. Se irguió y se frotó la cadera, que lo hacía padecer en cada trayecto hacia su propia pila de terrones. Sólo podía llevar un bloque de tierra y hierba a la vez; tenía mejor el hombro derecho, pero los tajos del brazo de la brida y de la pierna izquierda aún le causaban problemas.
Diodoro, Niceas y Filocles, también con heridas, trabajaban junto a él. Kineas estaba empeñado en hacer la parte que le correspondía sin quejarse, pero en el trayecto siguiente el brazo izquierdo le dolió tanto que tuvo que dejar el terrón en el suelo y sentarse bajo la lluvia.
—Necesito un guantelete —dijo—. Parmenio tenía uno.
Filocles asintió.
—Supongo que Temerix podría hacerte uno —repuso el espartano.
—¡Mirad! —exclamó Niceas, señalando el nuevo kurgan.
En el montículo, Marthax y Srayanka, caudillo y sobrina del difunto rey, discutían acaloradamente, levantando los puños; sus voces se oían a medio estadio.
Ambos habían compartido el peso del diseño y la construcción, pero ahora no se ponían de acuerdo en nada. Discrepaban en el tamaño del kurgan, en la ubicación de las cámaras, en la orientación de la puerta y en el papel que ellos mismos desempeñarían en los ritos finales. Cuando Kineas veía a Srayanka, ya fuera en encuentros fortuitos o en breves citas cuidadosamente acordadas, ella olía a tierra y sólo hablaba de la perfidia de Marthax. Intentaba ocultar su ira pero, en la llanura, los guerreros estaban más que enterados de las discusiones de sus líderes. Cortaban el tepe, lloraban la pérdida y les preocupaba el futuro.
Aparte de los terrones, se esperaba que cada guerrero llevara un presente al túmulo del rey. En torno a la base del cuadrado de tierra, otros sindones abrieron una zanja. Una larga reata de caballos, en su mayoría bestias de carga, todos con sus mejores galas, aguardaba a ser sacrificada para las exequias.
La batalla había costado a los aliados miles de hombres, pero la campaña en sí había estrechado los vínculos entre sakje, sármatas y griegos del Euxino. Ahora todos trabajaban juntos, casi sin necesidad de órdenes, para construir una imponente tumba en honor al rey de los sakje. Los ladrillos de adobe levantaron un muro, luego un bloque y finalmente una pirámide chata de hierba mientras diez mil hombres y mujeres hacían sus ofrendas de tierra y oro. Y cuando la tarde tocaba a su fin, las nubes comenzaron a rasgarse y las semanas de llovizna dieron paso a una noche templada. Los últimos cargamentos de terrones subieron hasta la cima truncada y se encendieron antorchas; entonces Kineas y una docena de baqcas menores de los distintos clanes izaron la piedra elegida y la arrastraron hasta lo más alto del kurgan, donde fue cuidadosamente colocada. Ninguno de los baqcas puso en entredicho la elección de Kineas ni su derecho a estar allí, y celebraron un silencioso y venerable aquelarre mientras hacían su trabajo.
Para cuando la piedra estuvo en su sitio y le hubieron dedicado un cántico, ya era noche cerrada y se trajeron más antorchas. Cuando Kineas cruzaba dos árboles dispuestos a modo de puente, los caballos de la zanja que tenía debajo comenzaron a respingar y relinchar. Tenían miedo, y era lógico.
Marthax y Srayanka se turnaron para hacer bajar a los caballos; primero los agarraban del cabestro y luego asestaban el golpe mortal con una espada corta, acuchillando a las bestias en el cuello, donde el músculo era blando y la arteria estaba cerca de la piel. Compartieron la tarea como primos y sacerdotes, pero Kineas veía el hierro de la columna vertebral de Srayanka y la estudiada posición de sus hombros, y una temporada en la silla de montar compartida con Marthax permitió que reconociera la misma tensión en el corpulento caudillo sakje.