Tirano II. Tormenta de flechas (10 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Kineas hizo una reverencia.

—Gracias por tu ayuda, Eladio.

El sacerdote le acompañó hasta lo alto de la escalinata.

—El antiguo arconte nunca vino al templo sin cincuenta soldados y un montón de pergaminos con nuevas órdenes e impuestos —dijo—. Ojalá te quedaras.

Kineas negó con la cabeza.

—Hablaba en serio, Eladio. Todo iría bien al principio, pero en cuestión de un año me erigiría en rey o me exigiríais que lo hiciera.

Eladio se quedó en lo alto de la escalinata, sus pálidas vestiduras azules ondeando al viento de agosto.

—¿Puedo darte un consejo, mi señor? —preguntó Eladio, y entonces, ante su ademán de asentimiento, prosiguió—: En hombres como tú, esto suele ir a más. Las voces vienen más a menudo, y los muertos no te dejan en paz.

Se encogió de hombros, como si le avergonzara tener que admitirlo.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Kineas.

Eladio meneó la cabeza.

—Obedece la voluntad de los dioses —respondió.

Kineas asintió lentamente.

—Lo hago, en la medida de lo posible.

—Por eso habrías sido un gran rey para nosotros —dijo Eladio. Aguardó a que Kineas estuviera en mitad de la escalinata, a la altura de la estela de Nicomedes—. ¡Los dioses te aman! —sentenció, levantando la voz para que lo oyeran todos cuantos hombres hubiera en el mercado, a los pies de la escalinata del templo.

Kineas dejó que una sonrisa asomara a sus labios. No contestó abiertamente. A media voz, le susurró a la estela de Nicomedes:

—Los dioses también amaban a Edipo. —Negó con la cabeza mirando a Eladio y, sin dirigirse a nadie en concreto, murmuró—: Y mirad cómo terminó.

5

Su primera reunión oficial de la mañana fue con los capitanes atenienses. Desplegó la silla curul de marfil y la llevó a las gradas del hipódromo para ver el entrenamiento matutino mientras atendía a los capitanes, y Niceas y Filocles se apostaron uno a cada lado de él. El almirante de la flota aliada, Demóstrate, oriundo de Pantecapaeum, era un rico mercader, antiguo pirata y hombre clave de la alianza que había derrotado a Macedonia. Y al igual que Kineas, sabía que la guerra no había terminado.

Los capitanes atenienses se mostraban cautos y sumamente respetuosos, cosa que lo hizo sonreír.

—Arconte —comenzó Cleandro, su portavoz—, que todos los dioses bendigan tu casa y tu ciudad.

Cleandro conocía a Kineas de toda la vida; habían compartido tutor en su más tierna infancia. Pero optó por fingir ignorarlo, bien fuera por respeto o por temor.

Kineas inclinó la cabeza, sintiéndose como un impostor o un comediante.

—Bienvenidos a Olbia, caballeros —saludó—. Que Apolo y Atenea y todos los dioses bendigan vuestra empresa y el viaje de regreso a casa.

Intercambiaron cumplidos, religiosos y de otras clases, durante varios minutos, hasta que finalmente Cleandro entró en materia.

—Sabemos lo dura que ha sido la guerra para tu ciudad —dijo con prudencia.

Kineas se tocó la mandíbula.

—Sí —dijo.

Cleandro echó un vistazo a sus compañeros. Eran hombres poderosos, los capitanes de los barcos de grano de Atenas, con grandes inversiones en sus cargamentos aunque ninguno de ellos fuera propietario.

—Queremos preguntar, con el debido respeto, si se reunirán cargamentos suficientes para llenar nuestros barcos antes de que termine la temporada de navegación.

Cleandro lanzó una breve mirada furtiva a la ciudadela que se alzaba a espaldas de Kineas. «¿Tienes suficiente grano para alimentar a Atenas?» Ésa era la verdadera pregunta.

Kineas asintió.

—La guerra ha ralentizado el flujo de grano desde el mar de hierba —contestó Kineas—. Muchos granjeros tuvieron que abandonar sus tierras cuando los macedonios avanzaron. Y los aliados necesitaban grano para alimentar a su ejército y a los caballos de los sakje. —Esta indirecta, poco más que una mera mención de la alianza entre las ciudades euxinas y los sakje, causó cierto revuelo entre los capitanes atenienses—. Pese a ello, estoy convencido de que enviarán suficiente grano para llenar vuestras bodegas. La cosecha principal no llegará a puerto hasta dentro de un mes. Habréis constatado con vuestros propios ojos que la guerra no llegó hasta aquí; que nuestros campos están llenos de grano a ambas márgenes del río hacia al norte, hasta donde un barco puede flotar. El grano que ahora llega al mercado es de la cosecha del último otoño, cuya venta se vio interrumpida por tormentas tempranas y rumores de guerra. Irá llegando despacio, pero ese goteo pasará a ser un verdadero torrente tras la festividad de Deméter.

Demóstrate carraspeó y, cuando le prestaron atención, sonrió.

—Todo el grano del Borístenes vendrá a Olbia —dijo—. Y mi ciudad, Pantecapaeum, tendrá todo el grano del norte que se transporta por el río Tanais hasta la bahía del Salmón. Ahora mismo estamos reuniendo nuestros cargamentos.

Cleandro sonrió, lo mismo que otros capitanes.

—Ésas sí que son buenas noticias. Pero un mes es mucho tiempo para que nuestros barcos permanezcan amarrados en puerto. ¿Podrías organizar un envío más rápido del grano? En años precedentes, hemos llenado las naves antes de la festividad de Deméter.

Su tono daba a entender que, para la flota de grano de Atenas, ningún favor era demasiado pequeño.

Kineas miró de hito en hito a Cleandro.

—No —respondió—. Ahora mismo no hay grano suficiente para llenar vuestros barcos.

Cleandro abrió las palmas de las manos.

—Arconte, no somos idiotas. En estos momentos, tu ciudad vende grano a los bárbaros que hay acampados al norte del mercado: aliados de guerra. Y tú mismo compras grano. Envíalos a casa y déjanos comprar el grano. Atenas necesita el grano ahora mismo.

Esta vez fue Kineas quien sonrió.

—No —insistió—. Lo siento, Cleandro, pero creo saber mejor que tú cuáles son las necesidades de Atenas. Atenas necesita un aliado fuerte y fiable en el Euxino, y necesita que alguien mantenga a raya a Alejandro para que no se cierna sobre el mar de hierba con la consiguiente amenaza para el comercio oriental. Y mi ejército tiene que comer.

—Pero nuestros barcos están inactivos —protestó Cleandro—. Tal vez —y sonrió como un hombre de mundo—… tal vez preferirías vendernos parte de tus propias reservas de grano… Llevas semanas comprando.

Kineas hizo como si reflexionara un momento.

—Ese grano es de la ciudad, no mío. O, mejor dicho, es del ejército, adquirido tras la venta de parte del botín de nuestra victoria.

—Y que ahora podrías vendernos sacando un beneficio —insistió Cleandro.

—Sólo que necesito ese grano para alimentar al ejército —repuso Kineas.

—El ejército está en casa —dijo Cleandro—. La necesidad de grano ya pasó.

Kineas frunció el ceño. Fue un gesto deliberado, hecho con intención de amedrentar, cosa que consiguió. Todos los capitanes atenienses dieron un paso atrás.

—Corres peligro de decirme cómo debo manejar mis asuntos —dijo Kineas—. Necesito ese grano. Y —hizo una pausa para llamar la atención—… necesito vuestros barcos.

Cleandro se atragantó.

Kineas sonrió y se puso de pie.

—Cleandro. No seas tonto. Nací y me crié en Atenas, y nunca le haría daño a ella ni a su flota de grano.

Cleandro sonrió con picardía.

—Sabía quién eras antes de zarpar de Atenas —soltó. Se encogió de hombros—. Tus raíces atenienses quizá sólo sirvan para hacer de ti un tirano peor. Piensa en Alcibíades. —Metió la mano bajo su manto y sacó un pergamino—. Tengo una carta para ti.

Kineas frunció el ceño.

—¿De Licurgo? —preguntó. Fue su facción, y la de Demóstenes, la que lo había enviado al exilio y había dispuesto que entrara al servicio de Olbia.

Cleandro negó con la cabeza.

—De Focionte —respondió. Focionte era el más grande militar vivo de Atenas. Como general, había vencido a Filipo de Macedonia, Tebas, Esparta; era uno de los mejores soldados del mundo. Y era amigo de Alejandro. Kineas había aprendido el manejo de la espada con él.

Cogió la carta casi con reverencia.

Cleandro se rió.

—Tu padre y Focionte eran líderes de la facción que favorecía a Alejandro —dijo—. ¡Figúrate! ¡Y ahora tú has aniquilado un ejército macedonio!

Kineas se encogió de hombros.

—Focionte luchó contra Filipo, y eran amigos merced a los rituales de hospitalidad —dijo Kineas. Cleandro sonrió con ironía.

—¿Qué diría Polieuctas?

Kineas sonrió abiertamente. Su tutor Polieuctas, discípulo de Platón, nunca se cansaba de insistir sobre los males de un poder macedonio sin restricciones y sobre la traición de Alcibíades. Pese a ser un hombre venal que aceptaba demasiados sobornos, había sido un buen maestro y un político hábil.

—Pienso en él constantemente —confesó Kineas.

—¡Y decir que te dábamos por muerto! —exclamó Cleandro.

—¡Bah! No tan muerto —dijo Kineas, y se abrazaron—. Ahora que ya parezco menos un tirano extranjero, quizás os avendríais a alquilarme vuestros barcos por un mes —propuso—. Tengo mucho oro macedonio a mi disposición.

Bosquejó su propuesta y los capitanes atenienses comenzaron a regatear. Kineas les ofrecía un buen dineral por su tiempo, dineral que se sumaría al de sus cargamentos; ellos, por su parte, veían más margen de beneficio y el riesgo para sus naves era real.

Cleandro solicitó una reducción de los aranceles portuarios, pero Kineas no daba su brazo a torcer. El arancel sobre el grano era la principal fuente de ingresos de la ciudad, sin embargo la posibilidad de hacerse con grandes cargamentos de la más pura salsa de pescado en la bahía del Salmón y la garantía de ser escoltados por el navarco de Pantecapaeum acabaron cerrando el trato. Cleandro tendió la mano y todos se la estrecharon.

—Detesto transportar caballos —dijo Cleandro, y los demás capitanes se mostraron de acuerdo.

—A mí me preocupa la profundidad del agua en la entrada del lago Meotis —soltó otro.

—Caballeros —interrumpió Kineas, levantándose de su silla de marfil—, ésos son problemas profesionales y cuento con que los resolváis. ¿Estamos de acuerdo?

Cleandro se encogió de hombros.

—Sabes cómo conseguir lo que quieres; se nota que eres ateniense.

Kineas soltó una carcajada y los capitanes se retiraron. Luego miró sonriente a Diodoro, quien correspondió a su sonrisa.

—Ganas el premio de déspota benevolente —dijo Diodoro—. Interpretado a la perfección. Te conseguiré una máscara y podrás hacer el papel de tirano en el teatro.

—Me conformaré con una copa de vino —repuso Kineas.

Su segunda reunión oficial de la mañana fue con León, el antiguo esclavo de Nicomedes. León lo aguardaba en el pórtico del cuartel, apoyado contra una de las columnas de madera tallada, observando el regateo de los capitanes atenienses. De hecho, mientras aguardaba, había entrado a probar la sopa que hervía a fuego lento en el hogar, le había añadido un pellizco de especias y había cepillado la clámide de Kineas antes de colgarla pulcramente en el perchero de la armadura. De vez en cuando, Kineas intercambiaba una mirada con él a modo de disculpa, pero León siempre sonreía irónicamente y se buscaba otra tarea para entretener la espera.

Cuando Diodoro llevó una copa de vino a Kineas y se fue a supervisar la instrucción de la caballería, León por fin se le acercó.

—Arconte —dijo—. Te saludo.

Kineas se levantó de la silla curul de marfil y le estrechó la mano.

—¡Liberto León! —saludó Kineas—. ¡Ciudadano, si ayer no entendí mal en la asamblea!

La asamblea había dado el paso de otorgar la ciudadanía a los doscientos libertos del ejército, gesto que no se debió tanto a un arrebato de patriotismo como a reconocer que los huecos en la falange y la vida económica de la ciudad debían rellenarse de inmediato.

León sonrió. Iba vestido con una elegante túnica, una buena pieza de lana con una fina cenefa verde en el dobladillo. Era una prenda valiosa, aunque ya la tenía cuando era esclavo.

—Nicomedes me legó la mitad de su fortuna —dijo sin más preámbulos.

Kineas apoyó una mano en las anchas espaldas del africano.

—¡Bienvenido a los hippeis! —exclamó—. ¿Sabes montar?

León lo miró a los ojos.

—La otra mitad te la legó a ti —agregó—. En caso de que Ajax falleciera.

—¡Oh! —se sorprendió Kineas—. Vaya.

León le entregó un pergamino.

—Tenemos que dividir sus bienes entre nosotros. —León apartó la vista un momento antes de añadir—: Reúno los requisitos para ingresar en los hippeis. Y con creces. Y sí, sé montar. —Pese a la seriedad del asunto, sonrió—. En realidad, todos los nubios saben montar. —Su sonrisa se convirtió en mueca—. No puedo hacerme cargo de sus negocios. Sus relaciones comerciales se basaban en su red de amistades; hombres que le debían favores, hombres que deseaban su patrocinio. Yo heredo su dinero, pero no su poder.

Kineas aún estaba digiriendo la impresión de la riqueza repentina.

—Debes de ser muy rico —comentó Kineas. León le lanzó una mirada mientras comenzaba a sacar brillo a un casco que alguien había dejado encima de un banco.

—Somos muy ricos —puntualizó León.

—Debía de quererte mucho —señaló Kineas.

León removió los hombros como si le incomodara un manto.

—Podría decir lo mismo de ti —replicó el nubio.

—Él amaba a Ajax —dijo Kineas.

En el exterior, Diodoro y Niceas se gritaban mutuamente por algo relacionado con los caballos. Filocles se abrió paso a través de ellos. Ataviado con un simple quitón de lino y capa, un sombrero de paja de ala ancha y una cartera de rollos al hombro, parecía un filósofo. Sólo la anchura de sus espaldas y los desmesurados músculos de sus brazos permitían vislumbrar el monstruo en que se transformaba al combatir.

—Me hizo esclavo —dijo León, y la voz le tembló por vez primera—. Y ahora me ha hecho rico.

Filocles cruzó el suelo del cuartel hasta el pesado cántaro que siempre estaba lleno de vino barato y se sirvió un vaso. Luego sirvió otro más y salió a la arena del hipódromo para llevárselo a León.

—Tienes pinta de necesitarlo —observó—. Me he enterado de tu buena fortuna en el ágora. De la de ambos. Hay una buena dosis de… resentimiento. —Se encogió de hombros—. Pero no es universal.

—Quiero marcharme de Olbia —confesó León—. Lamento importunarte, arconte. —Bebió un sorbo de vino, lanzó una mirada a Filocles y siguió mirando a Kineas—. Tenía que informarte, señor.

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