—Filocles dice «¡Ven ahora!» —dijo—. Suerte por estar al lado. Más cosas como Filocles por decir.
Ataelo se encogió de hombros, sonriendo.
Kineas hizo un gesto que abarcó toda la columna.
—Aquí estamos —soltó.
—¡Ven ahora! —insistió Ataelo.
—Te lo dije —recordó Nihmu, y Ataelo le revolvió el pelo y ella sonrió.
—¿Falta mucho? —preguntó Kineas.
—Dos días, para montar como sakje. —Ataelo lo recalcó con el puño—: Como sakje. —Sonrió otra vez—. Ven para rescatar a doña Srayanka. Dar golpe contra Iskander. —Dio un puñetazo contra la palma de la mano que sonó como una calabaza al romperse—. ¡Deprisa! Filocles dice… —el jefe de los prodromoi torció el semblante, recordando—, con la mayor celeridad. ¿Sí? —Miró a los amigos que lo rodeaban—. ¡Montar como sakje!
Kineas se volvió hacia Diodoro.
—Abrevad a los caballos. Que cada hombre tenga a mano su montura de refresco.
Diodoro hizo el saludo militar.
—¡Montar como sakje! —exclamó con regocijo.
Filocles los recibió en un bosquecillo de sauces cuatrocientos estadios más al este, en la ribera del Polytimeros, que allí se ensanchaba aproximadamente un estadio y fluía con una profundidad de apenas unos dactyloi. Los sauces eran viejos y había tres altares distintos erigidos bajo sus copas. Darío dormía bajo un toldo de clámides sujetas con lanzas.
Kineas desmontó agradeciendo el frescor de la sombra y se abrazaron.
—La he visto —dijo Filocles.
Kineas sintió que la lenta llama de la esperanza se reavivaba en su corazón.
—Pon tu columna de hombres a cubierto de los árboles y hablemos —prosiguió Filocles. Se le veía más flaco, y las oscuras ojeras convertían su semblante en la máscara del desespero.
Cuesta ocultar ochocientos guerreros con diez mil caballos, pero Diodoro, Andrónico y Bain hicieron lo posible mientras Kineas bebía agua y Darío se despertaba. Parecía tan hecho polvo como Filocles.
Una vez sentado, Filocles comenzó a explicarse.
—Tuvimos suerte —dijo—. Y te desobedecí. Convencí a Ataelo para que se quedara conmigo y dejara que el mensajero de la reina regresara a casa por su cuenta. Me llevé a Darío al campamento de Alejandro. El tiene a tantos rezagados desde las masacres en el Jaxartes que pasé entre los centinelas sin que nadie me preguntara. —Se encogió de hombros—. No lo disfrazaré de epopeya. Darío encontró a las mujeres haciéndose pasar por esclavo. Me enteré casi sin esfuerzo, debo admitir, de que una columna de mercenarios iba a marchar para liberar Maracanda.
Darío asintió.
—Resulta que Alejandro ha ordenado que las amazonas sean trasladadas a Kandahar. Hay una que está embarazada y Alejandro quiere que dé a luz entre sus mujeres. La escoltará la columna de los refuerzos para Maracanda. —Sonrió a Filocles—. Fue como si los dioses quisieran que lo supiéramos; las amazonas causan furor en el campamento y apenas hay control. Los hombres de las tribus van y vienen. Alejandro está reclutando sogdianos, y cualquier bárbaro provisto de un arco puede cruzar las puertas a caballo.
Kineas meneó la cabeza.
—Parece tanto un milagro que se diría una trampa. ¿Cuántos hombres forman la columna?
—Dos mil. La infantería griega mercenaria y una variopinta hueste de escoria que no te puedes ni imaginar. Un día más y me nombran decarco. Tuve que marcharme antes de que me pusieran al mando de toda la expedición. —Sonrió cansinamente—. Cuatrocientos jinetes de caballería mercenaria bajo un oficial que no sé quién es. —Negó con la cabeza—. Escucha, Kineas, Alejandro está loco. Peor aún, la desconfianza y la política de ese campamento son las peores que haya visto jamás. No se trata tanto de un ejército como de una colección de facciones. La muerte de Parmenio ha sido un duro golpe.
—Hacía buena parte del trabajo —reconoció Kineas.
—También hay un puñado de hetairoi, unos cuantos soldados de infantería a caballo como prodromoi y cien jinetes de caballería a las órdenes de Andrómaco —dijo Darío, completando el informe. Señaló con el pulgar a los hombres que formaban la columna—. Podemos ganar.
Kineas hizo una mueca.
—¿Compañeros? —preguntó. Su tono les recordó el mal rato que un año antes les hicieron pasar unos pocos centenares de Compañeros montados en desdichados caballos exhaustos.
Filocles se rascó la barba.
—Haces bien en ser precavido. Los macedonios son peligrosos; cada uno de ellos es bueno como un espartiata. Llevan tanto tiempo aquí que la única vida que conocen es la guerra.
Su tono era de franca admiración.
—Para que luego me vengas con filosofías de paz —bromeó Kineas.
—Nací espartano —dijo Filocles con parsimoniosa dignidad—. La filosofía la aprendí después.
—Sin embargo, piensas que podemos vencerlos. —Kineas comenzó a quitarse el peto.
Filocles se levantó.
—Justo aquí —dijo—. Llegarán dentro de dos días. Me colé en la tienda de los mandos y escuché a Cleito explicar a Farnuques, su general, la ruta de su marcha. Envié a Ataelo al norte y aguardé hasta que la columna partió. No hay otro paso tan fácil como éste en cien estadios.
Darío se rió.
—Incluso marchamos con la columna —agregó—. Las amazonas llevan escolta a caballo; una docena de los Compañeros de Hefestión.
—Ahora está al mando de los Compañeros —terció Filocles, mientras Diodoro llegaba con los demás oficiales.
—¿Quién? —preguntó Diodoro. Iba sin armadura y cogió un yelmo lleno de agua que le pasó Ataelo y se lo echó por la cabeza—. ¡Caray, qué gusto!
Ataelo sonrió.
—Para poner enfermo; demasiada agua —observó.
—Hefestión está al mando de los Compañeros —dijo Filocles.
—¡Maldito calamite! —exclamó Diodoro—. Alejandro debe de andar escaso de jinetes.
Filocles se encogió de hombros y Darío se sonrojó. Diodoro levantó las manos para aplacarlos.
—Bueno, es un calamite. Manipula a Alejandro; siempre lo ha hecho. Hefestión sería incapaz de comandar un escuadrón de caballería en un cortejo religioso.
Filocles miró a Diodoro arqueando una ceja. Ambos hombres guardaron silencio y algo pasó entre ellos. Filocles se sacudió los hombros, como si hubiese estado soportando una carga de la que finalmente podía librarse.
—Como tú digas; vosotros dos conocéis a esa gente mejor que yo. Pero los soldados que custodian a Srayanka son lo mejor de lo mejor. Marchan justo en el centro de la columna.
Kineas asintió.
—Entonces ahí es donde hay que asestar el golpe —aseveró.
Hizo que salieran oteadores, unos cuantos sakje que cabalgaron cincuenta estadios al sur y al este, y luego él y sus oficiales de élite recorrieron las orillas del río veinte estadios al norte y al sur, pero sin duda el lugar que Filocles había elegido para la emboscada era el mejor. Al norte de la isla de los sauces había otra isla cubierta de álamos, y al sur había una tercera isla cubierta de rosales silvestres y tamariscos. Más tamariscos crecían en una maraña con forma de escudo, extendiéndose hacia el sur a lo largo de la orilla, de modo que ocultaban la línea de visión a las fuerzas enemigas.
Aquella noche reunió a todos los oficiales, hasta al más insignificante jefe de línea, y dibujó un mapa en la arena. Los orientó partiendo de la isla de sauces donde se encontraban.
—Aquí está el río —dijo, mostrando el curso del Polytimeros—. Esta es la ruta comercial por la que llegarán. Los árboles de la orilla dan sombra al camino y ofrecen cobertura. —Resiguió el camino con la punta del palo—. Justo al sur de aquí, hay una alameda con un matorral de tamariscos. El camino serpentea entre los árboles y el río. —Kineas señaló la ribera y el lecho del río—. El campo de batalla tendrá forma de diamante. Ellos entran en el diamante por aquí, cuando comiencen a pasar entre los bosques y el río. Sus exploradores no encontrarán a Temerix en los tamariscos, y seguirán camino abajo. Si son auténticos profesionales, cabalgarán rodeando los árboles hacia el sur. De ser así, podemos olvidarnos de ellos. El grueso de la columna entrará por aquí en el desfiladero —indicó la punta superior del diamante—, y marchará siguiendo el camino. Serán ochocientos en la primera división, y cubrirán dos estadios de camino. Cuando la cabeza de la columna se disponga a cruzar el Polytimeros por aquí —y señaló la isla de sauces donde se encontraban—, la mitad de la columna estará pasando por delante de Temerix. ¿Entendido? —Le respondió un coro de afirmaciones y gruñidos—. En cualquier caso, mañana os lo mostraré. A no ser que un exaltado la pifie, la columna proseguirá la marcha a través del Polytimeros. La infantería de la primera división o bien cruzará y seguirá avanzando, si son idiotas, o bien cruzará y formará en orden de combate para cubrir a la segunda división, si actúan como soldados.
Eumenes, que traducía a su lado, hizo una pausa. Kineas entendió que estaba explicando a los sakje por qué los mercenarios griegos iban a formar una línea de batalla en la otra orilla. Kineas aguardó a que terminara. Los sakje asintieron y apretaron los labios con aprobación ante tan profesional maniobra; la idea de suponer que cada vez que se cruzaba un río había peligro de caer en una emboscada los impresionó.
—El escuadrón sakje estará aquí, detrás de la isla de los álamos —prosiguió. Estarían dentro del lecho del río, ocultos por la siguiente isla al norte y por la costumbre de los exploradores de cruzar las vías de agua lo más rápido posible. Tal vez no se les ocurrirá pensar que la propia vía de agua pudiera ser una carretera. Y, aunque así sea, pocos se aventurarán a alejarse más de dos estadios de la línea de marcha para explorar una isla.
Al menos, eso esperaba.
—Cuando se dé la señal, los sakje se dejarán ver y atacarán por detrás a la primera división —añadió—. Hostigadlos, disparadles una lluvia de flechas, pero no os acerquéis. Lo único que necesito es que la primera división sea incapaz de retroceder para apoyar a la segunda.
Bain se mostró de acuerdo, si bien el brillo de sus ojos decía otra cosa. Kineas decidió que Eumenes lo acompañaría para mantenerlo a raya.
—La caballería olbiana estará aquí. —Kineas indicó la base de los bosques, justo a un estadio del paso—. Los bosques nos ocultarán hasta que sea demasiado tarde. Si nos ven antes —Kineas se encogió de hombros—, lucharemos a brazo partido. Pero, si no nos ven, cargaremos derechos contra la escolta de las prisioneras. Si retroceden por el camino, serán carne para Temerix. Si huyen metiéndose en el río, les daremos caza. Recordad que Srayanka y Urvara nos aguardan. Rezad para que la suerte nos acompañe. —Hizo una pausa—. Al mismo tiempo, Temerix comenzará a disparar flechas contra la segunda división. Ellos, o bien contraatacarán metiéndose en el matorral, o bien huirán bajando por las orillas hasta el lecho del río. —Kineas señaló la otra punta del diamante—. Los caballeros sármatas estarán aquí, detrás de la isla de las rosas. Si los macedonios se meten en el río, los sármatas se encargarán de ellos. Repito —y aquí Kineas se volvió hacia Lot—, no estamos aquí para librar una batalla. Estamos aquí para rescatar a Srayanka y Urvara. Matad a unos cuantos macedonios si podéis, pero estad atentos a la segunda trompeta. —Miró a los hombres que tenía alrededor, a los sakje, a los olbianos y al moreno Temerix, que de nuevo ocupaba la posición de máximo riesgo—. Cuando suene la segunda trompeta, os dispersaréis como una nube de golondrinas huyendo de un halcón en las llanuras y desapareceréis como la bruma matutina. Nos reuniremos en el último campamento a orillas del Oxus. A no ser que la pifiemos estrepitosamente, no habrá persecución; porque no tienen caballos para seguirnos a través de las llanuras. ¿De acuerdo?
Gruñidos de asentimiento.
—Suena muy bien —dijo Diodoro sonriendo—. ¿Qué crees que sucederá en realidad?
Kineas no pudo evitar sonreír a su vez, porque aún tenía presente el sueño del rayo y porque la posibilidad de ver a Srayanka y abrazarla estaba en sus manos, y no era tan ingenuo como a veces parecía.
—Se irá todo al garete y tendremos que pelear para salimos con la nuestra —contestó—. Mirad, amigos. Si todo lo demás falla, abríos paso hasta el centro de la columna y llevaos a las chicas. A no ser que los dioses estén contra nosotros, se habrán librado de la escolta por su cuenta.
Filocles se inclinó hacia delante.
—Srayanka está embarazada de meses —informó. Miró a los hombres que lo rodeaban con el pudor que la mayoría de hombres reservaba para tratar asuntos de sexo y de mujeres—. Quizá se me haya olvidado mencionarlo.
Un rayo. Kineas miró a su amigo boquiabierto, cual pez fuera del agua.
Filocles ladeó la cabeza.
—Se me olvidó mencionarlo —corroboró—. Le dijo a Darío que, si no estuviera tan grávida, ya se habrían largado hace semanas. Quizá no puedan escapar por su cuenta.
Kineas suspiró profundamente; en realidad, de algún modo ya sabía que estaba embarazada. Pero aquello era más real. Sintió un golpe en la boca del estómago y la súbita tenaza de la ansiedad como una flecha que se le clavara en un costado. Sin embargo, pensó en Focionte y se negó a sucumbir al destino.
—Abríos paso hasta el centro de la columna. Coged a las mujeres. Y luego corred como el fuego en la estepa. —Señaló a Temerix—. En cuanto vayan a por vosotros, bajáis corriendo por los senderos que habéis abierto y salís por la parte de atrás del bosque, un poco más allá de donde nosotros estaremos, y montáis en vuestros ponis. ¿Entendido?
Temerix nunca sonreía. Asintió de manera cortante, como un hombre a quien le dan órdenes innecesarias con condescendencia.
—¡Eh! —exclamó Ataelo. Habló rápido en sakje con los jefes y todos ellos sonrieron. Se volvió de nuevo hacia Kineas—: Si el viento para nosotros, les damos fuego en la cara.
Kineas apretó los labios y asintió.
—De acuerdo —dijo.
Por la mañana, los llevó a todos de gira por los límites invisibles de su diamante hasta que todos los hombres entendieron sus órdenes. Al anochecer, Samahe fue a decirle que la columna macedonia estaba acampada ochenta estadios río arriba.
Aquella noche volvió a soñar que sostenía el rayo con la mano y Ataelo lo despertó antes del alba con novedades de los oteadores. Los macedonios estaban en marcha.
Resultaba difícil esconder a ochocientos hombres. Equipos de sindones borraron las huellas del camino principal mientras el pequeño ejército ocupaba sus posiciones. Los hombres se apresuraban innecesariamente y se hacían daño. Un caballo cayó por el terraplén de una orilla y hubo que sacrificarlo, y la operación de descuartizarlo y deshacerse del cuerpo requirió tanto tiempo que Kineas estuvo a punto de gritar de frustración.