Tirano II. Tormenta de flechas (37 page)

Read Tirano II. Tormenta de flechas Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
3.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

El príncipe Lot dio la vuelta a su caballo y se aproximó chapoteando entre los animales que bebían.

—¿Cómo se llama este río? —preguntó Kineas.

Lot se encogió de hombros.

—En sakje, es el Tanais.

León estaba sacando a su caballo castrado del agua porque el animal quería seguir bebiendo y León no tenía intención de permitírselo. Desde la otra orilla, voceó:

—¡Todos se llaman Tanais! Significa «río».

Lot se encogió de hombros.

—Que yo sepa, no tiene nombre griego —dijo.

León, que interrogaba a cuantos mercaderes y viajantes encontraban, fue a su petate y sacó un pergamino en el que había hecho algunas anotaciones.

—Éste tiene que ser el Sarnios —comentó—. Al menos, así lo llamaba el tratante de caballos.

Acamparon en un meandro del Sarnios. Kineas sacrificó en honor a la diosa del río un cordero nacido en el camino y ordenó que mataran unas cuantas reses para que toda la tropa comiera una ración de carne con el rancho. Después, bien comidos y grasientos, se sentaron al raso, envueltos en sus clámides para resguardarse del frío, y contemplaron el firmamento, quedando como única luz el resplandor de la fragua de Temerix montada en el chasis de su carro. Antígono y Kineas trabajaban en los arreos, reparando bridas. Kineas vio que el amuleto que le había regalado Kam Baqca tiempo atrás, en el campamento de invierno a orillas del Borístenes, se empezaba a deshilachar, de modo que lo recosió. Antígono había adquirido un capistro de bronce, una pieza de armadura de caballo, pero no conseguía ponérsela a su montura sin que molestara al animal. Cada noche se afanaba en hacerle arreglos.

—Ojalá supiera hablar —bromeó Antígono—. Así podría decirme si esta maldita cosa le queda bien encajada.

Kineas acabó su más sencilla tarea y observó cómo Darío hacía capuchones con muescas para los astiles de sus flechas a la luz de la hoguera. Era un trabajo que requería maña.

—¿No te sería más fácil a plena luz del día? —preguntó Kineas.

El persa tenía todo su equipo de armar flechas dispuesto sobre una manta clara.

—Sí —dijo. Renegó al resbalarle de la mano un capuchón que salió despedido hacia la oscuridad—. Pero Temerix compró carbón a un comerciante. Tiene suficiente para fundir bronce y está haciendo los capuchones esta noche.

Kineas sonrió.

—Aun así podrías montarlos de día —insistió. Darío asintió.

—Nunca hay tiempo. —Lanzó una mirada a Kineas—. Hoy los sármatas han visto huellas de venado. ¡No me cogerán desprevenido!

Kineas se rió.

—Has tenido todo el invierno para hacer flechas.

Darío ignoró el comentario de su comandante y se concentró en la tarea.

—¡Puaj! —dijo Filocles, que llegó con un cuenco y un pedazo de carne—. ¿Qué es ese olor?

—Pegamento —contestó Darío. Tenía otro capuchón listo y lo estaba ensamblando en la punta del astil de una flecha, donde encajaría la cuerda del arco. Mojó el capuchón en pegamento y lo hincó en su sitio, limpiando la cola sobrante con el pulgar. Luego cogió tres plumas cuidadosamente preparadas y las pegó en su lugar correspondiente. Clavó la flecha en el suelo y pasó a terminar la siguiente, encolando y colocando el capuchón.

—¡Hum! —exclamó Filocles, interesado muy a su pesar—. ¿Por qué no pegas las plumas directamente? ¿Para qué sirven?

A Darío se le cayó una pluma al suelo junto al fuego y volvió a renegar. Cuando la recuperó, la pluma estaba manchada de cola y Darío la tiró disgustado al fuego y comenzó a cortar otra.

—Parece que eso da mucho más trabajo que mi lanza —dijo Filocles.

Kineas no quería hablar. Era la primera vez que Filocles demostraba interés por algo desde hacía tiempo, por no hablar de sentido del humor.

Darío encajó una nueva pluma y puso las flechas junto a las otras seis que había terminado.

—Las flechas de caza son las más difíciles —explicó.

—¿Por qué? —preguntó Kineas, para que siguiera hablando y así mantener a Filocles interesado.

Darío se encogió de hombros con un gesto juvenil.

—Las flechas de guerra nunca las recuperas —dijo—. Ni siquiera les pongo capuchones; sólo corto una muesca en el astil y ato un cordel en la punta. Pero las flechas de caza, siempre esperas recuperarlas. Y las disparas más lejos, a blancos más difíciles. Tienen que estar bien hechas. Mi padre siempre decía que tenías que hacerte las tuyas y nunca fiarte de las flechas de otros hombres.

Filocles asintió.

—Entiendo. Pero ¿para qué son las plumas?

Darío meneó la cabeza.

—Vosotros, los griegos, siempre andáis preguntando por qué —repuso—. Pregúntaselo a un flechero de verdad. Yo sólo hago lo que mi padre me enseñó.

Kineas se rió. Filocles lo miró y enarcó una ceja. Kineas meneó la cabeza.

—Hay algo profundo en eso —dijo—, pero estoy demasiado ahíto de ternera para poder hablar de ello.

Filocles se rió y le dio un puñetazo en el hombro.

Al otro lado del Sarnios, las flores se abrían y las chicas sármatas hacían guirnaldas que lucían al montar; Mosva parecía la encarnación de Artemis. Los cazadores batían venados en las faldas de los montes, y los hombres, cuando encontraban agua, dedicaban canciones a Deméter y a su hija de pies ligeros regresada del exilio. Darío abatió un venado en su primer día de caza y se puso insufriblemente ufano.

Pese a la predicción de Lot, tardaron otros diez días desde el Sarnios, y fue una de esas felices ocasiones que los soldados recuerdan cuando son viejos; no el aburrimiento, el frío o el calor, sino la hermosa primavera en las llanuras y las chicas sármatas cabalgando por los campos en flor. Había carne en abundancia, y caballos que habían estado al borde de la muerte de pronto recobraban las fuerzas.

Un mes después de salir de Hircania, los montes de Dahia se veían titilar por el calor en el horizonte más oriental. Los hombres refunfuñaban y se preguntaban abiertamente sobre su paga, y devoraban con los ojos a las chicas sármatas cuando éstas se quitaban las túnicas para montar a pecho descubierto bajo el sol primaveral.

Diodoro acercó su caballo al de Kineas.

—La tropa está mejor —dijo—. Ares, ¡da gusto estar lejos de la maldita Hircania!

Kineas asintió y miró a su amigo, olvidando su ensimismada preocupación por Srayanka.

Diodoro echó un vistazo a Filocles, que cabalgaba a solas sumido en sus pensamientos.

—¿Está mejor? —preguntó Diodoro.

Kineas sacudió la cabeza.

—Eso creo. ¿Y tú?

Diodoro se encogió de hombros.

—Soy soldado. No es el primer saqueo que he visto. Yo… —comenzó, y se calló.

Al verlos juntos, Filocles puso al trote a su semental hasta situarse a la altura de ellos. Filocles nunca sería un jinete nato, pero dos años en la silla de montar habían mejorado su técnica.

—Se os ve muy serios —comentó.

—Hablábamos de la tropa —dijo Diodoro—, y de su moral.

Filocles asintió.

—Vuelven a rezongar —observó el espartano—. Eso siempre es buena señal.

—¿Estás mejor? —preguntó Kineas. Filocles se encogió de hombros.

—Diferente —contestó. Kineas contempló a su caballería.

—Todos están diferentes —afirmó—. Yo también.

—Tú la dejaste vivir —dijo Filocles—. Yo no tengo ni un momento de piedad para acallar mi conciencia. Maté hombres hasta tener el brazo tan cansado que ya no podía seguir matando.

—Le dejé vivir prácticamente por lo mismo —observó Kineas—. Fue más por fatiga que por piedad.

—Esta es mi última campaña —dijo Filocles—. Te quiero, pero no puedo ser una bestia por siempre jamás.

Kineas afirmó lentamente.

—Iba a ser la última campaña de Niceas —señaló—. Me pidió que le comprara un burdel en Atenas.

—Pues entonces quizá yo sea el próximo en morir —dijo Filocles, y rió amargamente—. Aunque no quiero un burdel. —Miró hacia la llanura—. Fuiste clemente, pero dejarla con vida nos saldrá caro al final. Puede decirle a Alejandro…

Kineas negó con la cabeza.

—Tú y yo hemos sido espías, hermano. El mundo está tan lleno de espías —dedicó media sonrisa a Filocles—, que uno más no colmará el vaso.

Miró hacia la llanura, el mar de hierba, casi el mismo mar donde había conocido a Srayanka; salvo por la pincelada de marrón púrpura en el distante horizonte que anunciaba una gran cordillera. El viento susurraba en la hierba nueva, rizándola de modo que se alternaban el verde claro y el oscuro, como si fueran las huellas de unos gigantes invisibles que corrieran por la estepa.

—Alejandro está acechando en algún lugar del mar de hierba —dijo Kineas.

Diodoro negó con la cabeza.

—Sea lo que sea que haga, no está acechando.

Kineas asintió. «Si no encuentro a Srayanka, no me importará», pensó.

Al cabo de dos días se encontraron con la escolta de las huestes sármatas, piquetes en las crestas de los verdes montes que observaban su aproximación y vitoreaban a su señor, que regresaba al hogar tras las guerras. Lot cabalgaba al frente de la columna y sus jóvenes amazonas lo hacían en los flancos, jactándose de sus hazañas y mostrando las cabezas de los hombres que habían matado. La columna coronó la primera sierra y desde allí vio la caldera de un antiguo volcán, con tierra fértil hacia la ladera opuesta que distaba varios estadios y un campamento de yurtas y tiendas que ocupaba la llanura en la otra orilla de un pequeño lago.

Entonces celebraron un gran banquete, dejaron descansar a los caballos y escucharon las noticias del mundo. La tregua había fracasado. Alejandro estaba en guerra con Espitamenes, y Espitamenes tenía sitiada Maracanda mientras Alejandro trataba de aliviar la presión que soportaban sus guarniciones del norte a lo largo del Jaxartes. Todas las tribus habían sido llamadas a reunirse en el Jaxartes para oponer resistencia en caso de que intentara cruzarlo por la fuerza, fijándose la mitad del verano para la asamblea de tropas.

Y los «occidentales», los sakje de Srayanka, estaban acampados a cuatro días de viaje, en un meandro del Oxus.

Kineas hizo lo posible por no impacientarse. En su mente ya veía la forma de la campaña; los caciques sármatas le habían bosquejado el terreno que pisaba, los montes y el desierto y los dos grandes ríos que discurrían por los altiplanos.

Lot y sus jefes dibujaron su mundo en el suelo de la caldera, construyendo con esmero las montañas sogdianas al este y las mesetas bactrianas al sur, de modo que las montañas formaban una especie de ola encrespada, o una mano ahuecada vista de perfil. En la base de la palma se hallaba Merv, una antigua ciudad comercial a orillas del río Margus, en el límite sur de la cordillera. Alejandro tenía una guarnición en Merv. En la cresta de la ola se hallaba Maracanda, la mayor ciudad de las llanuras, también al borde de las montañas. Maracanda estaba a orillas del Polytimeros, un río que fluía desde las montañas sogdianas.

Entre Merv y Maracanda discurría el caudaloso Oxus, el mayor río del este. El valle del Oxus se abría entre dos cordilleras: nacía en los confines de las tierras altas de Bactria para desembocar en el lago del Mar de Hierba, una distante masa de agua, sita en el remoto norte, que Lot había visto y de la que León sólo había oído rumores.

La frontera más oriental de los sakje la fijaba el Jaxartes, cuyo sinuoso curso hacía pensar en una serpiente que se retorciera remontándose hacia las montañas orientales de Sogdiana y que también desaguaba en el lago del Mar de Hierba, más o menos paralelo al Oxus, trazando una diagonal desde el sureste hacia el noroeste. La tierra que separaba aquellos dos grandes ríos era el país de los masagetas, y la reina, según los rumores, estaba reuniendo a sus ejércitos en el Jaxartes, al norte de Maracanda.

Kineas halló desconcertantes las descripciones que le hicieron del territorio, aun contando con León para ayudarle a cartografiarlo y esclarecer sus complejidades. Los dos grandes ríos, el Oxus y el Jaxartes, parecían nacer muy cerca el uno del otro y desembocar en la misma masa de agua; no obstante, discurrían a cientos, o a veces miles de estadios entre ellos. Le costaba formarse un juicio de las distancias basándose en lo que los sármatas le contaban. Aquélla era su patria, y la vasta extensión de hierba, aquí verde y profunda, allá dispareja como la lana de una oveja enferma, definía su mundo. Tenían diez palabras extranjeras para las distintas calidades de hierba y ninguna que significara nadar.

Los soldados griegos y los miembros de los clanes sindones compitieron con sus anfitriones en torneos de lucha, tiro al arco, carreras a pie y a caballo. Kineas ofreció valiosos premios del tesoro de Banugul, y lo mismo hizo Lot. Temerix, el mejor arquero a pie, recibió un pesado arco con diminutas escamas de oro bajo un vidriado o barniz que de un modo u otro no reducía en absoluto la flexibilidad del arma. Su victoria provocó torvas miradas de Upazan, el heredero de Lot e hijo de su hermana, un apuesto rubio que parecía pensar que su tío ya había vivido demasiado y que cualquier competición que él perdiera tenía que haber sido amañada. Upazan poseía muchas cosas bellas: un casco de oro, una magnífica armadura de escamas, un arco esmaltado en rojo y un escudo chapado en plata que relucía como un espejo y tenía un dragón enroscado como emblema resaltado en rojo y oro macizo. Se lo mostró todo a Kineas con orgullo, dejando claro que quería más de lo mismo.

Lot explicó que el arco de Upazan, así como el que había entregado como trofeo, procedían del botín de incursiones efectuadas más al este, donde sostenía que existía un imperio más poderoso que el persa, cuyos soldados llevaban armaduras de bronce. León escuchaba embelesado. Lot, percibiendo el interés del nubio, les mostró otro arco, éste con una culata para apoyarlo contra el hombro y provisto de un gatillo de bronce. Kineas lo disparó para probarlo, el arco respondió bien y perforó un escudo sakje con suma facilidad. León no perdía detalle, hizo un dibujo del arma en su rollo de pergamino y añadió unas cuantas anotaciones. Estaba tan distraído que Mosva se mostró dolida y flirteó con su primo Upazan, cuyo deseo por ella era obvio pese a la desaprobación de los ancianos.

Kineas observó a Upazan. Upazan estaba amargado por haberse perdido la campaña en Occidente, más amargado si cabe porque ahora su tío era un héroe; y, para colmo del resentimiento, había sido eclipsado en los torneos por unos extranjeros. Cuando él y León lanzaron jabalinas y León lo venció, acertando a un escudo de cuero cinco veces de cinco al galope, Upazan reaccionó persiguiendo al joven negro y golpeándolo con una lanza, derribándolo de la silla con el asta.

Other books

Cherry Crush by Burke, Stephanie
The White Road-CP-4 by John Connolly
Maxwell’s Curse by M. J. Trow
Stormbird by Conn Iggulden
Killer by Sara Shepard
Thorns by Robert Silverberg
When September Ends by Andrea Smith
Wild Borders by Cheyenne McCray
Sing as We Go by Margaret Dickinson