Tirano II. Tormenta de flechas (33 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Cario era el hombre más alto del ejército; le sacaba dos palmos a Kineas. Montaba caballos grandes y los hombres se apartaban de su camino adondequiera que iba.

Kineas se volvió de nuevo hacia el capitán.

—Un guardaespaldas —dijo—. Armado. —Le entregó una lechuza de plata.

El capitán gruñó, pero cogió la moneda.

—¡Qué carajo! Un hombre. Hace frío, andando.

Kineas dio su caballo a Sitalkes, que lo cubrió con una manta. Aguardaron soportando el viento gélido en el camino de gravilla bajo las murallas y Kineas pasó al interior, al sensual calor, conducido por una de las esclavas de la reina.

Cario gruñó dos veces; la primera cuando el calor de los suelos penetró en sus sandalias y la segunda cuando vio a la primera esclava untada de aceite. Aparte de esto, no dijo nada. Kineas dejó su clámide y sus sandalias en las cámaras exteriores. Cario lo siguió en silencio.

Entonces Kineas percibió la tensión en cada ligamento visible de los esclavos. Siguió a la esclava hasta el salón del trono.

Todo fue igual que en su primera visita, salvo que la reina volvía a lucir prendas de matrona persa y que la mayoría de sus cortesanos varones llevaban armadura. Guardaron silencio cuando él entró. Había un hombre con cota de malla plateada, apostado a su vera, con trazas de príncipe. Tenía el rostro cubierto por la mentonera, pero le resultaba familiar.

—Haces el idiota viniendo aquí, Kineas de Atenas —lo reprendió Banugul.

Kineas se mostró de acuerdo. El hombre que estaba a su lado era Darío; aunque había percibido todos los indicios de que el persa estaba cambiando de bando, los pasó por alto.

—Vengo con una propuesta para la campaña de primavera —anunció, pensando todavía en comprar su complacencia. Tal vez sólo fuera una mano de su partida. La mano del miedo.

—¡Eres un idiota, Kineas! —repitió Banugul, y esta vez con tristeza—. La campaña de primavera ya es historia. Necesito tus soldados. Y, si no puedo tenerlos yo, no los tendrá nadie. —Parecía al borde del llanto, pero recobró la compostura. Hizo una seña a Darío—: ¡Mátalo!

Cario soltó su tercer gruñido. Kineas giró en redondo y vio cómo clavaban una daga al celta por la espalda a través de su clámide contra la armadura. Llevaba una dura coraza hecha de capas de lino acolchado, de medio dedo de grosor, y la daga resbaló sobre la coraza y le hizo un corte en el cuello. El celta gruñó por cuarta vez y desenvainó su pesada espada. Mató a dos hombres de sendos mandobles y dispersó a los guardias, obligando a su capitán a retroceder como si se tratara de un gigante enfrentado a un disturbio de niños.

Kineas no llevaba arma ni armadura, pero sabía dónde estaba el hueco. Saltó hacia atrás ante la primera embestida, agarró una bandeja de cobre y paró un golpe mortal del hombre que se escondía allí, y otro de uno de los cortesanos próximos al trono. Darío había bajado del estrado y se dirigía hacia él.

—¡Filocles! —gritó el persa, y arrancó otra espada de manos de un cortesano y se la lanzó a Kineas.

Kineas clavó el borde de la bandeja en la nariz de un hombre. Luego le agarró el brazo, lo hizo girar y se lo rompió, haciendo que chillara como un caballo herido. Kineas afianzó los pies y lo lanzó con los brazos como aspas contra la línea de guardias, dio patadas con los pies descalzos, apoyó la espalda contra la pared y agarró la espada cuando rebotó a su lado. «¿Filocles?», pensó, y su mano derecha empuñó la espada, un arma corta y curvada como una pequeña machaira, con una sólida guarnición que le cubría por completo la mano. La izquierda sujetaba la bandeja por una de las asas con forma de grifo, y la lanzó como un disco contra la multitud que defendía el trono. Los hombres que estaban frente a él retrocedieron un paso.

Cario bramaba como un toro. Había tres hombres en el charco de sangre que tenía a los pies, otros dos se tapaban heridas con las manos y ningún otro guardia se atrevía a aproximársele.

Darío despachó a uno de los cortesanos de un tajo en el pecho, sin derrochar esfuerzos. Los dos supervivientes que quedaban junto al trono se volvieron para mirarlo y Sartobases le chilló «¡Traidor!» en indignado persa.

—¡Filocles! —gritó Darío otra vez.

Las mujeres chillaban y el olor a muerte y despojos flotaba en el aire húmedo y caliente. Kineas entrevió a Banugul alejándose del trono, señalando con una mano a Darío.

Darío derribó a otro hombre y se reunió con Kineas junto a la pared.

—¡Trabajo para Filocles! —dijo como si fuese un grito de guerra, y las palabras penetraron en el cerebro de Kineas. Se rió y atacó a los hombres que tenía delante, que se desperdigaron; pero abatió a uno cortándole la retirada, y entonces la parte delantera del salón del trono comenzó a llenarse de guardias de la reina.

—¡Sígueme! —gritó Darío. Se deslizó tras un tapiz. Kineas no iba a abandonar tan a la ligera a su guardaespaldas.

—¡Cario! —chilló—. ¡A mí!

El celta blandía la espada con bravura, de modo que la hoja se veía borrosa, adelante y atrás, y de pronto dio un salto hacia atrás, dando dos mandobles amplios para cubrir su retirada. Derribó a una esclava, asestó un puñetazo al rostro de un hombre a quien se le saltaron los dientes, y corrió por el suelo resbaladizo.

Un guardia lanzó una jabalina. Apuntó con tino y dio a Cario en la espalda, pero le faltó potencia y la armadura lo protegió. Aun así, el gigante dio un traspié. Los guardias se animaron y arremetieron contra él.

Kineas arrancó el tapiz de la pared, una procesión persa de pueblos conquistados que portaban obsequios, y se metió por la puerta excusada.

—¡Sígueme! —le gritó. Notó que Cario se metía por la puerta a sus espaldas. Estaban en un oscuro corredor. Detrás de ellos, la voz de Teraponte llamaba a los arqueros.

Giraron bruscamente a la derecha y el pasillo subió un tramo de escaleras iluminadas por teas de brea.

—¡Rétenlos aquí! —ordenó Kineas al hombretón celta, que jadeaba de agotamiento, miedo y dolor—. No dejes que los arqueros te alcancen. Usa la curva de la pared. ¿Entendido? ¡Volveré a por ti!

Cario apoyó la espalda contra la pared. Se obligó a erguirse cuan alto era.

—¡Sí, señor! —respondió. Y sonrió—: ¡Sí!

El esfuerzo para erguirse dejó una mancha de sangre en el yeso del enlucido. Toda la caja de la escalera apestaba a brea quemada y al sudor del miedo.

Kineas dio media vuelta y siguió a Darío otra vez.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—A la poterna —contestó Darío—. Llevo tres días intentando avisarte; tiene intención de atacar el campamento. Esta noche.

—¡Está loca! ¡La habríamos matado!

Darío se encorvó, apoyándose en el descansillo, y Kineas vio que estaba herido; la sangre manaba negra a la media luz de las teas.

—Habrías matado a sus hombres, si no fuera porque has venido. Además cuenta con algunos de tus nuevos reclutas. O, al menos, eso cree.

Darío estaba pálido de fatiga.

—¡Vayamos hasta esa poterna! —exclamó Kineas.

Entraron por una puerta en un suntuoso apartamento y luego bajaron por un largo tramo curvado de escalones tallados en el muro exterior. La escalera era oscura como boca de lobo y gélida como los pozos del Hades, con ráfagas de viento que se colaban por las aspilleras. Fuera, Kineas oía voces griegas; seguramente su escolta exigía novedades. El ruido de la pelea les llegaba a través de los muros. Cario seguía matando hombres, bramando en su desafío.

Bajaron más y más hasta alcanzar una puerta.

Había una docena de hombres aguardándolos allí.

—¡Mierda! —soltó Darío en persa, y su espada destelló cuando le cortó la cabeza a un hombre—. ¡Huye, Kineas!

Demasiado tarde para huir. Kineas se situó junto al persa y mató a un hombre de un golpe en la cabeza. La hoja pasó justo por encima del escudo y se le clavó en el ojo; Kineas empleaba la curvatura de su espada para despistar a sus oponentes en la penumbra iluminada por las teas. El hombre se desplomó como una bestia sacrificada y Kineas hincó una rodilla en el suelo y blandió su hoja por debajo del escudo del oponente de Darío. Pese a ser una hoja más corta y ligera, el tajo seccionó los ligamentos del hombre justo por debajo de la rodilla. Cayó hacia atrás, chocando contra sus compañeros, con lo cual regaló unos segundos a Kineas.

Kineas ya estaba desnudando el cadáver del hombre que tenía a sus pies. Le arrancó el escudo del brazo rompiendo las correas, tajando con su hoja el brazo del hombre muerto; el por-pax del escudo se había enganchado en la muñeca y la mano, un anillo, un brazalete; Kineas tiró, profiriendo maldiciones, hasta que el escudo se soltó. Darío dio un paso atrás cuando un hombre con armadura arremetió contra él. Kineas, descubierto, giró sobre sí mismo cortando con la espada, intentando afirmar aún el escudo en su brazo. Blandió bajo, blandió alto, y en ambas ocasiones se topó con el escudo de su oponente. Desesperado, intentó un truco de escuela: retrocedió un paso, puso un pie en el escudo de su adversario y empujó.

El hombre cayó hacia atrás. Carecía de entreno en un gimnasio, pues de lo contrario habría conocido el truco. Kineas entró de nuevo por la puerta. Darío estaba más arriba en la escalera. El escudo le cayó al antebrazo, arrancándole carne, y la empuñadura fue a parar a su mano izquierda.

—Cuando baje tu celta, estaremos acabados —dijo Darío. Cario estaba tres habitaciones por detrás de ellos, sus berridos se oían incluso a través de la piedra. Kineas oyó el tenso humor de la voz del persa—: Aunque preferiría tenerte a mi lado.

Kineas no pudo evitar reírse.

—Quédate pegado a mi escudo y dale a quien intente adelantarme —dijo—. Ninguno de ellos está a tu altura. Saldremos de ésta. —Volvió la cabeza y sonrió de oreja a oreja al muchacho.

Darío se irguió. Sostuvo la mirada de Kineas a la luz de las teas.

—Estuve tentado… —comenzó.

Kineas gruñó y se abalanzó hacia la puerta, pasando por alto cualquier confesión que el muchacho tuviera en mente.

—¡Cúbreme! —gritó.

Los hombres del otro lado no esperaban que los atacara.

Arremetió con el escudo en la cara, cortando por abajo, empujando, y los obligó a retroceder. Su segundo revés, más afortunado o atinado que los demás, cortó por encima del escudo de un guardia, y la punta le segó los ojos y el puente de la nariz de modo que cayó muerto en un suspiro sin llegar a ver el golpe que le había robado la vida.

—¡Atenea! —rugió Kineas con toda la potencia de su pecho.

Gritos confundidos al otro lado de la pared.

—¡Atenea! —bramó de nuevo, cortando, empujando, golpeando, arremetiendo. Darío le cubría un lado a lo largo del muro, dando estocadas con implacable energía para obligar a retroceder al adversario.

Kineas se quitó el escudo, cogió el de otro hombre con el borde del suyo y tiró. Entonces su espada salió disparada y se hundió en el pecho del hombre. Hincó demasiado la espada que había tomado prestada y se le atrancó entre las costillas; hizo palanca con el pie, tiró, empujó con su escudo mientras el hombre agonizante chillaba.

La espada se rompió a la altura de la empuñadura, dejando a Kineas con un palmo de hierro en la mano.

Demasiado tarde para vacilar.

Arrojó la empuñadura contra el rostro del siguiente oponente. Entonces, usando una llave de pancracio que le había enseñado Focionte, embistió, lanzando la pierna del lado del escudo hacia atrás, y con la mano vacía de la espada agarró el borde del escudo del siguiente oponente y lo usó para hacer palanca, desencajándole el brazo y rompiéndoselo. Estampó su escudo contra la cara descubierta del hombre mientras éste caía e intentó arrebatarle la espada, pero se le resbaló. La espada del hombre rebotó contra el adoquinado del suelo y desapareció en la oscuridad. Una lanza golpeó contra su escudo, penetrando en el revestimiento de bronce y clavándose en el forro de madera. Kineas aprovechó el apalancamiento para liberar el escudo de un tirón. La lanza arremetió de nuevo contra él, y esta vez le rasgó el mentón, porque el golpe era bajo y no lo vio venir. Dio un paso atrás y el lancero avanzó al frente de una formación de tres hombres en cuña que llenaba el pasillo.

Darío seguía luchando contra un hombre de la última acometida. Dio un grito y su adversario soltó un alarido cuando Darío le cercenó la mano. El hombre reculó, del muñón salía sangre a borbotones, y los tres lanceros perdieron varios segundos al intentar cubrirle.

—¡Espada! —gritó Kineas. Echó la mano hacia atrás.

Darío plantó su propia espada en la mano abierta.

Así, sin más.

Kineas dio un paso al frente, paró con el escudo la punta de lanza del líder para poder notarla y empujó, inutilizando el arma de aquel hombre, que clavó los pies en el suelo y empujó a su vez, ayudado por sus compañeros. Y cuando Kineas notó la presión, dio un quiebro y se agachó, pasando el escudo por debajo del borde del de su oponente, arrodillándose en la piedra húmeda. Asestó un golpe bajo, notó el impacto y se levantó, haciendo fuerza con las piernas mientras Darío acudía a cubrirle la espalda y el jefe se tambaleaba hacia atrás, gritando que le habían hecho un tajo, y los demás se separaron, huyendo a todo correr del terror de la sangre y la oscuridad.

Darío se alzó a su lado, tras haber hallado la espada del hombre cuya muñeca había cercenado.

—Gracias —dijo Kineas. El daimon del combate lo abandonó y las rodillas empezaron a temblarle. ¡Estaba vivo! Faltó poco para que se desplomara. Tenía el quitón empapado en sudor.

—No hay de qué —le correspondió Darío en persa cortesano. Tenía el semblante ceniciento, pero aun así esbozó una sonrisa forzada—: ¿Crees que podría recuperar mi espada?

Kineas lo miró a los ojos. Intercambiaron espadas, y algo más.

Entre ambos lograron abrir la poterna con manos temblorosas. En vez de huir, dejaron entrar a los guardias de Kineas, quienes, atraídos por sus gritos, ya estaban forzando la puerta desde el exterior. Después, habiendo dejado a cuatro hombres apostados a la entrada bajo las órdenes de Sitalkes y enviado un caballero al campamento, Kineas comandó al resto de regreso a la ciudadela en busca del celta.

Lo hallaron vivo, le abrieron paso y esquivaron una descarga de flechas. Cario estaba herido en más lugares de los que Kineas podía contar en la oscuridad, y había dejado de sonreír.

—¡Ven! —le gritó, seis o siete veces antes de que perdiera el conocimiento. Pero el celta se desplomó a escasos centímetros de la poterna y nadie podía cargar con él, así que lo arrastraron a un lado del pasillo y se dispusieron a atrincherarse allí mismo, apilando mesas y baúles contra las paredes para ponerse a cubierto de las flechas.

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