Tirano II. Tormenta de flechas (29 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, se dio cuenta de que Hefestión había estado jugando con él. Fulminó al favorito con la mirada. Hefestión se la sostuvo.

—¡Traidor! —le espetó.

Filotas se irguió.

—¡Demuéstralo, subalterno!

Hefestión se volvió hacia Alejandro.

—Confesará bajo tortura.

—¡No puedes torturarme! —soltó Filotas—. ¡Soy el comandante de los Compañeros! ¡Por los huesos de Aquiles, el mejor de los aqueos, juro que no soy un traidor! ¡Y nunca podrás demostrarlo ante la asamblea!

Se quedó allí plantado, alto y bien parecido, la viva imagen del oficial gallardo.

Pero la asamblea pensó diferente dos días después, cuando fue llevado ante ellos sin dientes, con buena parte de la cara arrancada. Parecía un traidor con las manos rotas. Hefestión dijo que había confesado su culpa, y el rey lo corroboró. Nadie entendió a Filotas cuando habló.

Lo ejecutaron.

—Ahora puedo hacer limpieza —confesó Alejandro a Hefestión. Era un consejo privado, con sólo unos pocos hombres: Eumenes, Kleistenes y Hefestión.

—Tienes que matar a Parmenio —instó Hefestión—. Cuando se entere…

—¡Sí, Patroclo! —Alejandro le revolvió el pelo—. Ya lo sé. El padre debe perecer, ahora que se ha demostrado que el hijo es un traidor.

Incluso a Kleistenes, sofista y propagandista profesional, se le heló la sangre en las venas al oír que el rey llamaba traidor a Filotas en privado. El rey se había convencido a sí mismo, sentando un peligroso precedente.

El cardio Eumenes mantuvo la compostura.

—Espitamenes ha aceptado nuestras propuestas sobre la negociación —dijo. Eumenes había aprendido a no usar palabras que el rey pudiera interpretar como si los macedonios estuvieran haciendo un requerimiento a la paz con un sátrapa rebelde. La verdad era que Espitamenes, con los restos del ejército persa de Besos y el apoyo de los masagetas y los dahae, estaba retrasando su conquista del norte de un modo difícil de digerir.

El rey bebió un poco más de vino.

—Cuando Parmenio haya muerto, tendré la retaguardia segura —aseguró—. Dispondré de todo el tiempo necesario para conquistar el resto del mundo. No necesito a Espitamenes. Dile que se joda.

Hefestión rió a carcajadas.

Eumenes, que había trabajado todo el invierno para montar una ronda de negociaciones, inspiró profundamente.

—A Espitamenes le interesan las cuestiones religiosas, majestad. No desea ser Rey de Reyes. —Estaba imparable y dijo la verdad—. Mientras cuente con las tribus escitas, puede cruzar el Jaxartes cuando quiera. Y nosotros no podemos seguirle.

Alejandro se volvió y clavó sus ojos de loco, pintados de blanco, en la cabeza de Eumenes.

—No hay ningún lugar al que mi ejército no pueda ir —dijo.

Eumenes desvió la mirada hacia Hefestión, confiando en que aquel hombre tan consentido recordara lo que le convenía.

Hefestión hizo girar el vino de su copa y se inclinó hacia delante.

—Si emprendemos una campaña a la otra orilla del Jaxartes, perderemos toda una temporada de campaña en India.

Tendría que haber sido actor, pensó Eumenes. Se enjugó la frente.

Alejandro se tumbó en su diván.

—De acuerdo. Incluso Aquiles escuchaba cuando Fénix hablaba. Di a Espitamenes que quiero una amazona; o mejor aún, una docena. Di a Espitamenes que me consiga doce amazonas.

Este era el tipo de exigencia que podía desbaratar una negociación en un momento, pero Eumenes conocía la voz de su amo. Asintió.

—Sí, majestad —dijo.

Y Kleistenes se estremeció.

15

Las primeras flores se abrían a través de las últimas nieves de Hircania y los vientos que llegaban del Caspio eran todavía bastante fríos para los hiperbóreos, y tan fuertes que desalentaban incluso a los arqueros más aguerridos.

Kineas se sentía gordo. Había comido demasiado bien y hecho muy poco ejercicio, por más que hubieran construido un gimnasio y lo utilizaran con cierta frecuencia. No había pasado tanto frío en su vida como en lo más crudo del invierno de Hircania, cuando la nieve azotaba como la arena y los lobos aullaban cada noche. Y, demasiado a menudo, todo el ejercicio que hacía era subir la empinada cuesta de la ciudadela, donde la reina lo entretenía con historias en griego y persa, las cuestionables travesuras de sus esclavas y el placer sensual de sus suelos irradiantes y sus lujosos baños, así como con los placeres más intelectuales de los pergaminos, los rapsodas y la poesía.

Después de que Teraponte la hubiese obsequiado con varias versiones sesgadas de cómo era el tribunal de Kineas, Banugul pidió con una sonrisa bajar la colina y asistir a uno, y de paso visitar el campamento. Kineas no tenía manera de negarse, así que al día siguiente su cabalgata descendió serpenteando desde la ciudadela: una docena de caballeros locales y algunos de sus guardias con el bronce pulido a toda prisa. La reina llevaba una capa forrada de pieles encima de una chaqueta escita con muchos bordados y pantalones de lana remetidos en unos botines, un alto sombrero medio y un velo que le cubría los ojos sin ocultárselos.

Y una espada.

El suelo estaba endurecido por la helada y los hombres de Kineas hicieron una exhibición a caballo y a pie. La caballería olbiana lanzó jabalinas, los prodromoi dispararon sus arcos y los hoplitas efectuaron maniobras para mostrar un cambio de frente a la manera espartana, ganándose la sonriente aprobación de la reina. Tiraron al arco y ella insistió en participar; disparó bastante bien, aunque Kineas se permitió recordar que Srayanka habría llenado de flechas las dianas cabalgando al galope.

Banugul echó un vistazo a las tabernas y burdeles del mercado del campamento.

—¿Estoy proporcionando todas las mujeres a tu ejército, Kineas? —preguntó.

Kineas miró hacia otro lado.

—Trajimos algunas con nosotros —dijo.

—Sí, y una hetaira para controlarlas —repuso Banugul. Se rió—. Qué buena organización. ¿Los hombres hacen cola aguardando su turno cuando no consiguen campesinas hircanias? ¿O se quedan sin? —Entonces se puso a recitar:

Frustrado tu deleite amoroso

qué triste es tu situación.

Con compasión veo tu caso;

pues me consta que duro te resulta.

¡Qué ser humano podría soportar

esta imprevista tensión doméstica,

sin que haya un solo indicio

de mujeres serviciales en el lugar!

Pronunció los versos con voz grave porque se trataba del coro masculino de Lisístrata, y todos rieron con ella. Teraponte miró a Filocles.

—Quizá no tengan necesidad de mujeres, mi señora.

—Si tal fuera el caso —replicó Banugul—: «¿Por qué esconden esas lanzas que sobresalen bajo sus túnicas?» —La maliciosa paráfrasis de Aristófanes hizo que todos volvieran a reír.

Filocles se acercó a la reina. Levantando la vista hacia ella, declamó:

—«Ella, la ramera, lo hizo todo; ella, con sus atroces malabarismos.»

Teraponte dio media vuelta rápidamente, pero Banugul desmontó de su caballo y tomó la mano del espartano.

—Me gustan los hombres cultos —dijo—. ¿Eres Filocles, el sofista?

Filocles se rió, obviamente halagado.

—Soy Filocles, el espartano, mi señora. No recuerdo que me hayan llamado nunca sofista, salvo aquí el amigo Kineas.

Banugul le dedicó una sonrisa radiante.

—Si tú puedes llamarme ramera, yo puedo llamarte sofista.

—Tendré más cuidado con mis epigramas —dijo Filocles, a todas luces picado.

Banugul le lanzó un beso.

—¿Por qué no vienes a visitar mi corte, espartano? Todos los demás vendrán, excepto Diodoro, que ha dejado de visitarme. Pero siempre faltas tú.

—La sofistería ocupa todo mi tiempo —respondió Filocles con gravedad.

Diodoro se puso tan rojo que se volvió, e incluso Kineas tuvo que reprimir una carcajada, mientras que Banugul se ruborizó un poco pero sin arredrarse.

—¿Das a entender que los malabarismos ocupan todo mi tiempo?

—Yo no he dicho eso —repuso Filocles, arrastrando las palabras.

—La pederastia, más bien —corrigió Teraponte en voz baja, aunque haciéndose oír.

Kineas se interpuso entre ambos.

—Filocles, la señora no es un blanco para tu ingenio.

—Puedo defenderme sola, Kineas —protestó Banugul—. Por todos los dioses, ahora veo lo que me he perdido quedándome en mi ciudadela. Y también entiendo por qué Kineas es capaz de lidiar con mis agudezas, si éste es su entrenamiento cotidiano.

—Más que entrenar —dijo Teraponte—, quizá se entretengan el uno al otro exclusivamente. —Lanzó una mirada lasciva.

Filocles pareció no hacer caso a las pullas del tesalio hasta más tarde, cuando los olbianos mostraban a la reina y su séquito el gimnasio construido con leños. Filocles tenía el brazo y el oído de la reina, y le hablaba de la lucha griega y del pancracio,
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un combate deportivo sin armas, hasta que ella dio una palmada de entusiasmo.

—¡Me encantaría verlo! —exclamó—. He leído mucho sobre ello.

Filocles sonrió, y el guerrero que acechaba bajo la piel del filósofo salió a la superficie.

—Será un placer mostrártelo, mi señora —dijo—. Seguro que Teraponte tendrá ganas de enfrentarse a mí a pecho descubierto.

Teraponte no era la clase de hombre que rehuía un desafío, y se desnudó.

—No pienso dejar que te coloques detrás —se burló—. Sé muy bien lo que hacen los griegos desnudos.

—Luchamos desnudos —dijo Filocles a la reina a modo de disculpa.

—Mi puterío comprende la desnudez masculina —repuso Banugul.

Filocles dejó caer su grueso manto y se sacó el quitón de lana por la cabeza, revelando el cuerpo de una estatua. Teraponte pesaba más que él y empezaba a echar barriga, aunque también tenía los brazos más largos e inmensamente fuertes. Kineas trató de llamar la atención de su amigo.

Banugul apoyó una mano en el hombro desnudo de Filocles.

—Me lo tomaré a mal si haces daño a mi capitán —advirtió. Sus uñas acariciaron el pecho de Filocles cuando retiró la mano. Su sonrisa fue privada, sólo para Filocles, y Kineas se consternó al notar un hormigueo de celos ante su intimidad.

Luego los dos hombres daban vueltas en la arena, agachados, concentrados. Dieron tantas vueltas que la reina comenzaba a aburrirse y sonreía de manera afectada a su anfitrión, cuando de pronto un cambio de postura o intención juntó a los dos contendientes, agarrándose los brazos en alto, los pies bien retrasados mientras medían sus fuerzas. La tensión resaltaba los músculos y, a pesar del frío, el brillo del sudor cubría a ambos hombres.

Banugul se inclinó hacia delante con los brazos en jarras. Kineas la observaba mientras ella miraba a los contendientes.

Filocles cambió su peso de repente, como si sucumbiera al abrazo del tesalio, pero le hizo girar el cuerpo al embestirlo. Apartó un brazo y golpeó al tesalio en la cabeza con su antebrazo; de pronto Teraponte quedó tendido boca arriba y Filocles se abalanzó sobre él, vaciándole los pulmones de aire.

—Eso me lo hace cada dos por tres —protestó Kineas compungido.

Banugul se volvió hacia él con los ojos brillantes de picardía.

—La de cosas que me cabría insinuar —dijo. Pero alargó el brazo, le apoyó una mano en el pecho y le dijo—: He sido muy grosera. No pretendía ofender.

Era la primera vez que lo había tocado. La calidez de la palma de su mano en el pecho pareció encender una pequeña hoguera. Cuando la reina retiró la mano, él aún estaba sorprendido.

Filocles se puso en pie de un salto y tendió la mano a Teraponte, pero éste la rehuyó. Se levantó y comenzó a limpiarse la arena y el sudor, fulminándolo con la mirada. Filocles se la sostuvo.

—¿Otro asalto? —preguntó.

—Tal vez en otra ocasión —contestó el tesalio, y fue en busca de su quitón. A Kineas no le gustó nada la mirada que el tesalio lanzó a su amigo. No presagiaba nada bueno.

La visita de la reina dio pie a una nueva ronda de visitas entre el campamento y la ciudadela, y los nuevos lazos que se estrecharon entre ellos no acababan de ser del agrado de Kineas. Lo primero que le molestó fue Darío, cuya habilidad con el arco y las ganas de aprender le granjearon el afecto de los olbianos. Kineas se estaba acostumbrando a ver a sus oficiales en los pasillos de la ciudadela de vez en cuando; Banugul había dejado claro que serían bien recibidos. Pero Kineas veía a Darío con demasiada frecuencia, casi a diario, y estaba preocupado, tanto por el muchacho persa como por sus lealtades.

—Pasas mucho tiempo aquí —le dijo Kineas unas semanas después de la visita de la reina al campamento.

Avergonzado, el joven persa se encogió de hombros. Olía a perfume.

—Me gusta oír hablar en persa de vez en cuando —declaró—. No son muy distintos a mi gente —prosiguió con el tono de un adolescente indignado. Pese a su porte erguido, contestaba con el quejido propio de los jóvenes, y eso aún fastidiaba más a Kineas.

—Hoy estás en la lista de turnos —dijo Kineas.

—Sólo como retén —repuso Darío. Y se encogió de hombros—. No nos van a llamar. ¡Caray!, ¿acaso Alejandro va a venir con toda esta nieve?

Kineas intentó decidir si lo que sentía eran celos por el olor a perfume o irritación por el tono inocente de niño mimado.

—¿Por qué no bajas al campamento y pasas un rato en las murallas mientras reflexionas sobre la diferencia entre insolencia y desobediencia? —sugirió Kineas.

Darío no era tonto. Saludó y se marchó. Indagaciones posteriores revelaron que había pasado el turno entero en las murallas. Kineas desestimó el incidente.

Sin embargo, cuatro días después, Kineas volvió a encontrarse a Darío en la ciudadela estando de servicio y a duras penas refrenó su mal genio. Tenía la impresión de que sus órdenes se desacataban abiertamente; peor aún, sospechaba que él mismo estaba siendo injusto: visitaba la ciudadela, y era el comandante, el hombre con más responsabilidad de todos. Daba mal ejemplo.

No obstante, pese a sus propias transgresiones, o quizás a causa de ellas, Kineas perdió los estribos.

—¡Baja ahora mismo al cuerpo de guardia y no te muevas de allí! —ordenó a voz en cuello.

A última hora de aquella misma tarde, Kineas encontró a Darío sentado en el megaron.

—Tienes prohibido ir a la ciudadela hasta nueva orden —dijo Kineas.

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