—¿Miedo a las consecuencias? —se desconcertó Kineas.
Sin duda, Banugul estaba enfadada. Y había dejado de complacer a todo el mundo.
—Alejandro ha descubierto la filosofía de los reyes —comentó—. Yo la aprendí de él. ¿Tal vez él la aprendió de vuestro Aristóteles? «No hay ley.» Esa es la única ley —dijo muy en serio.
—No me harás caer en tus brazos mediante el debate —dijo Kineas, levantándose.
—¿Eso crees? Obtengo más respuesta de ti así que con cariño. —Se levantó a su vez y caminó derecha hacia él.
—Tu filosofía…
—Al Hades con la filosofía, Kineas. —Banugul se le acercó, y Kineas pudo verla al contraluz de las antorchas de la pared norte desde las rodillas hasta los hombros a través de la fina tela de su quitón—. Necesito que protejas mi pequeño reino en primavera. —Cuando estuvo bien cerca, levantó el rostro, cuyos ojos pintados estaban moteados de oro. Su voz era grave, ronca y cansada, pero olía a primavera—. En otoño estuve dispuesta a pagar el precio. Ahora estoy ansiosa por hacerlo.
En algún lugar a espaldas de ella, un esclavo dejó caer una pesada bandeja de plata con un ruido semejante al de un gong, o al de una diosa aclarándose la garganta. Kineas dio un paso atrás y le besó la mano, recobrando la compostura.
—¡Cobarde! —exclamó Banugul—. Puedo sentir tu deseo. Y no soy una ramera pintarrajeada.
Kineas tomó aire, y lo único que respiró fue su fragancia.
—Soy un cobarde —afirmó. No podía apartar sus ojos de los de ella—. No eres una ramera pintada.
Ella se encogió de hombros y se alejó.
—Vete —le ordenó.
Cabalgando colina abajo, Kineas sólo sentía vergüenza por su indecisión.
Kineas juró no regresar. Una vez más.
Porque sus caballos estaban flacos y necesitaba monturas de refresco, porque Coeno debía regresar con el oro, porque la nieve había cerrado los desfiladeros y todos andaban preocupados por la falta de noticias… y porque la reina había abandonado el recato, Kineas ansiaba entrar en acción. Por eso, en cuanto las primeras flores asomaron entre la nieve, Kineas convocó a sus amigos y les sirvió lo que quedaba de su buen vino de Chian.
—Quiero estar listo para marchar —dijo. Miró alrededor.
Todos los hombres presentes lo miraron a los ojos y mascullaron que estaban de acuerdo. A su lado, Filocles asintió. Niceas, que se había dejado crecer una barba muy poblada, se la rascó.
—Forraje —soltó Niceas. Kineas asintió.
—Ese es el problema. Necesitamos forraje. El forraje deben suministrarlo los campesinos de la reina. Para empezar, la odian, y nosotros tampoco somos muy de su agrado ahora mismo, porque vamos a marcharnos y a dejarla a merced de los buitres de Parmenio.
—Ésa es una de las razones —dijo Filocles, a quien no se le escapaba detalle cuando estaba sobrio.
Diodoro se frotó los ojos. Le escocían por culpa del humo de la chimenea y, como tantos otros en el campamento, los tenía enrojecidos.
—Sus propios mercenarios están dispuestos a venderla a Artabazo. Esa ciudadela no durará nada en cuanto nos marchemos. Todo el mundo apuesta por Parmenio.
Kineas hizo una seña a Nicanor, quien ordenó a un esclavo que llenara la copa de Kineas. Kineas se levantó.
—Es inteligente, hábil y peligrosa como un lobo. Quiero que alguno de los aquí presentes se haga cargo de la guardia hasta que nos marchemos. Quiero fijar una fecha y hacerla pública. Pero partiremos con dos días de antelación, en orden de combate. Y quiero que los prodromoi salgan en cuanto Ataelo esté preparado para cubrir la ruta hacia el este hasta el mismo borde del desierto.
Nadie puso objeciones a su plan.
Diodoro tendió el brazo para que le llenaran la copa.
—Deberíamos instruir a la tropa en el orden de combate antes de marchar. Habría que hacerlo por secciones; así será menos evidente para quien pueda estar vigilando.
Kineas frunció el ceño.
—Bien pensado. Traza un plan y pásaselo a los oficiales mañana. Nicanor, ¿podrías hacer de escriba para Diodoro?
Nicanor asintió.
Herón había vuelto a crecer durante el invierno.
—Dos cosas, señor. Primera, ¿necesitamos un plan de operaciones por si es preciso que recojamos el forraje nosotros mismos? Y segunda, si nos vamos —se sonrojó—, me resisto a emplear el término hostil, pero si la reina no es amiga nuestra cuando nos vayamos, ¿qué será de Coeno y el oro?
Kineas, que había pasado todo el invierno preocupado por Coeno, suspiró profundamente.
—Enviaremos un mensajero al fuerte de la orilla norte del Caspio para que le diga a Coeno que no venga aquí, y le enviaremos guías para ayudarlo a seguirnos.
Herón apretaba la mandíbula con insistencia.
—Sería más fácil tomar una ciudad costera y esperarlo —opinó Herón—. Con una guarnición que luego le haga de escolta.
Eso sumió a la concurrencia en el silencio. Kineas miró a Filocles.
—Yo había pensado dejar a la infantería detrás, o enviarla de regreso a casa —dijo.
Licurgo, que había oído comentar esa idea a lo largo del invierno, negó con la cabeza.
—Podemos mantenernos firmes, si es preciso. Pero por el Hades, strategos, el plan del muchacho no es malo. Marchar costa arriba y tomar por asalto una de las ciudades de los lobos. Nos llevará tres o cuatro días; allí arriba no hay nada que pueda detener a trescientos hoplitas.
Diodoro intervino:
—Yo aún iría más lejos. Leóstenes dice que Hircania está llena de helenos, desertores de uno y otro bando. Los he visto; dos grupos de hombres han estado husmeando en torno al campamento, buscando que los recluten. Podríamos comprarlos.
Kineas negó con la cabeza.
—Mi objetivo es asestar un golpe contra Alejandro con Srayanka. No me interesa la conquista de Hircania; además, si permitís que os lo diga, eso sería un hueso más duro de roer de lo que al parecer pensáis.
León meneó la cabeza.
—¿No podemos seguir a buenas con la reina? —Al igual que Herón, León había crecido durante el invierno. En su caso, no sólo era mayor, sino que también estaba más seguro de su condición de hombre libre. Miró a Kineas con el ceño fruncido—. Ahora tengo dinero comprometido en este sitio. Como tú. Si la reina repudia todos los contratos que he firmado, habré desperdiciado el invierno.
Kineas gruñó.
—Escúchame, Kineas —insistió León—. En el mundo hay más cosas de las que Heródoto creía. Durante dos años Nicomedes y yo hemos oído rumores sobre un gran Imperio de Oriente, más allá del mar de hierba. El lugar de donde procede la seda. —Miró en derredor a todos los presentes, con los ojos encendidos, y Kineas sonrió para sus adentros porque estaba claro que León ya no era un esclavo—. Se llama Kwin, o Qu'in —dijo, con la voz embargada de emoción—. ¡Tengo intención de ir allí!
—¡Así me gusta, muchacho! —exclamó Niceas con una sonrisa.
León sonrió.
—Me dejo llevar por el entusiasmo —admitió León—. Pero lo que digo es que si abriéramos esa ruta, si pudiéramos controlar aunque sólo fuese un diezmo del comercio de esa vieja ruta, seríamos más ricos que Creso.
Eumenes frunció el ceño.
—Me parece que aquí se habla de guerra, no de comercio. El comercio es para los mercaderes.
León levantó el mentón.
—Tu padre era mercader.
—¡Cállate la boca! —protestó Eumenes. Se puso en pie.
—Y un traidor —agregó León, como si tal cosa.
Diodoro no precisó una mirada de Kineas para encargarse de los adolescentes. Puso una mano en el hombro de cada uno de los combatientes.
—Los dos sois unos groseros y vuestros comentarios no tienen sitio en una junta de mandos. Disculpaos o sufrid las consecuencias —ordenó, y aun sin levantar la voz, sus palabras se hicieron oír por encima del murmullo de las conversaciones. La sala se sumió en el silencio.
—Me disculpo —dijo León. Se puso tan colorado que la sangre parecía teñirle la piel negra.
—Me disculpo por los malos modales de León y los míos —dijo a su vez Eumenes—. Pasó demasiado tiempo como esclavo y aún no lo ha superado.
Eumenes habló deprisa, todavía enfurecido, y luego se quedó acongojado por lo que había dicho en voz alta.
Kineas enarcó una ceja.
—Retírate a tu barracón, Eumenes. No hables con nadie. Luego iré yo a verte. —Aguardó un momento mientras el atónito muchacho permanecía inmóvil—. Ahora, Eumenes.
Eumenes salió aturdido de la sala cargada de humo.
Cuando se hubo marchado, Kineas se sorprendió a sí mismo mesándose la barba y se obligó a dejar de hacerlo. Bebió un sorbo de vino, una reserva excelente, con aroma a bayas silvestres, oscuro como sangre de buey, y asintió.
—No estamos aquí para abrir una ruta comercial —observó. Enarcó una ceja mirando a Herón—. Tampoco para proporcionarte una base de operaciones contra Pantecapaeum. Pero, si podéis hacer realidad vuestros sueños mientras obedecéis las órdenes de este consejo, no tengo nada que objetar.
La familia de Herón había proporcionado generaciones de tiranos a Pantecapaeum y ahora se hallaba en el exilio. Herón no guardaba en secreto sus ambiciones de ser tirano allí; tal vez incluso rey del Bósforo. Sonrió con cautela.
—Agradezco tu ayuda. Cuando sea rey…
Niceas se rió.
—¿Herón primero?
Filocles también rió y dijo:
—Más bien, Eumeles. El melodioso. ¿No será éste tu nombre de monarca?
Herón sonrió con ironía.
—Descubres todos los secretos.
Filocles negó con la cabeza.
—No puede decirse que sea un secreto. ¿De modo que seremos más ricos que Creso?
Niceas se rió.
—Ser más ricos que Creso está bien —dijo, sonriendo a León. Le guiñó el ojo a Herón—. ¿De verdad tus padres te llamaban Eumeles?
—Aún no me habían oído la voz —contestó Herón con su ronquera habitual.
Diodoro se inclinó hacia delante, interrumpiendo para retomar el asunto que estaban discutiendo.
—¿En serio piensas que podemos prescindir de la infantería? —preguntó. Tenía el semblante iluminado por una gran idea.
Kineas contestó que sí, procurando mostrarse cauto.
Diodoro se volvió hacia el resto de oficiales.
—Dejamos a Licurgo. El comienza a reclutar mañana. Puede mantener la calidad alta, conseguir mil hoplitas y entrenarlos a nuestro nivel. La reina está a salvo: ninguna fuerza de Hircania puede desalojar a mil hoplitas de este fuerte y de la ciudadela. Nosotros quedamos a salvo: tenemos una ciudad segura en la retaguardia. Coeno puede venir aquí. Nuestros contratos se salvan.
—Hasta que Artabazo envíe a todas las tropas de la satrapía. —Kineas miró a sus oficiales y se encogió de hombros—. No está mal. ¿Licurgo?
El viejo mercenario se encogió de hombros.
—Es un mando muy grande. Necesitaré a otro oficial. —Se encogió de hombros—. Vine hasta aquí para seguir a Kineas, no para guarnecer una ciudad bárbara. —Volvió a encogerse de hombros—. Pero acato las órdenes. —Sonrió—. Le haremos pagar un ojo de la cara.
Herón se levantó.
—Yo me quedaré —dijo.
Todos los caballeros presentes tuvieron claro que Herón veía la ciudad como un trampolín para reclutar mercenarios y volver a tomar Pantecapaeum, tal como Kineas había predicho. Pero, siendo Herón como era, no ocultó su motivación. Simplemente fue a por ello sin pensar en las consecuencias. Kineas sospechaba que compartía la filosofía de Banugul. «Haz tu voluntad.» Una virtud muy apropiada para un tirano.
Kineas no tardó en darse cuenta de que muchos de ellos no tenían tantas ganas como él de marcharse a combatir contra Alejandro. Habían tenido todo un invierno para oír historias sobre los desiertos orientales y las infranqueables montañas que se extendían hasta los confines del mundo.
Pero el plan de Diodoro era sensato.
—Lo pensaré —repuso Kineas.
—No te olvides del forraje —recordó Niceas, y tosió, salpicándose el puño de rojo. Aunque procuró ocultarlo, Diodoro y Kineas intercambiaron una mirada de preocupación.
Al día siguiente salió el sol y no llovió en los campos de barro que rodeaban el campamento y la ciudad.
Diodoro, León y Nicanor aprovecharon el buen tiempo para garabatear filas de caracteres griegos que representaran a todos los hombres en la línea de marcha y para dar a los oficiales un manual con el que entrenar a sus hombres. Al otro lado de la pista de instrucción, junto a la puerta del campamento, Licurgo reclutaba e instruía a hombres que había descartado todo el invierno, griegos rapaces y persas anodinos. A su lado, el herrero Temerix, envuelto en una zamarra de cordero, también reclutaba personal entre los forajidos que acudieron a la puerta cuando se enteraron de que Kineas pagaría con plata sus servicios.
Éste no quería ir al palacio. Él y Banugul no tenían nada que decirse, salvo como mercenario y patrón. Echó un vistazo en torno a la sala llena de humo, buscando a un hombre que pudiera ir en su lugar.
Diodoro estaba ocupado y, además, Safo no le perdonaría que enviara a su hombre.
Eumenes estaba bajo arresto domiciliario, y Kineas tenía intención de aguardar a que se pusiera nervioso antes de levantarle la sanción.
León podría hacerlo. Sólo que también andaba atareado, y enviarlo pondría de manifiesto sus pocas ganas de hacer lo que debía.
«Haz lo que tienes que hacer.» Eso decían los hombres cuando pedían que los mataras o cuando cerraban un trato en la Acrópolis. Estaba eludiendo su responsabilidad. Sólo a él correspondía enfrentarse a la reina.
Sabía con la rotundidad de una profecía oracular que si subía a la colina otra vez caería en sus brazos, fuese o no una vulgaridad. Banugul pensaría que le ofrecía el servicio de su infantería como una concesión a sus encantos. Y él no estaba hecho de piedra ni de hierro.
Cobardía.
Una ráfaga de viento recogió polvo y nieve seca de debajo de los aleros de las chozas y los esparció por la plaza de armas en un sucio remolino blanco, y cuando se disipó, vio la figura menuda de Nihmu cabalgando a través de la pista de instrucción.
—¿Nunca apareces como las demás personas? —preguntó Kineas, a modo de saludo.
Nihmu se rió, pasó una pierna por encima de la cabeza de su caballo y saltó al suelo en un solo movimiento efectuado con desenvoltura.
—El mundo está a punto de cambiar —dijo la niña, poniéndose súbitamente seria—. He venido a decírtelo.