Tirano II. Tormenta de flechas (51 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Ya era mediodía cuando el campo de batalla estuvo listo y todos los hombres en sus puestos. Kineas se hallaba en la cresta de la colina con León, Filocles, Diodoro y un puñado de doncellas sakje que hacían las veces de mensajeras. No había sombra, y el sol los pintaba de fuego; ni un soplo de viento removía el polvo. Cualquier parte del cuerpo cuya piel al montar entrara en contacto con la armadura, cosa de lo más frecuente, quedaba señalada por una línea de dolor. Kineas usó su clámide para cubrir la coraza y lo sofocó el calor arenoso de un manto de lana.

Tenía la boca tan llena de polvo que aun después de enjuagársela y escupir, las muelas le rechinaban como si masticara restos de cerámica.

León escrutaba los bosques del valle con toda la tensión de un amante preocupado por su amiga. Y no era de extrañar. Mosva estaba allá abajo con Ataelo en lugar de detrás de la serrezuela con su padre.

Transcurrió una primera hora, y luego una segunda.

Una tercera hora.

Una cuarta.

El sol había iniciado su descenso. Había refrescado. Los caballos estaban inquietos, ansiosos por beber el agua que olían en el lecho del Oxus, manifestando su desagrado con estridentes relinchos, pateando y mordiendo las riendas.

Kineas lo observaba todo sumido en una agonía de duda e indecisión. «¿Y si doy agua a los caballos y aparece justo entonces? ¿Y si Espitamenes se niega a cooperar? ¿Y si Espitamenes llega el primero? ¿Y si Cratero viene del este por esta margen del Oxus? ¿Y si los caballos necesitan agua ahora mismo? ¿Ahora? ¿Ahora? ¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está Cratero?»

Vieron la nube de polvo antes de que los exploradores les trajeran novedades. La polvareda parecía hallarse a cuarenta estadios o más, pero las distancias eran engañosas en las llanuras. Mientras todos sus amigos debatían qué podía significar, Samahe vino al galope levantando una polvareda que parecía un nubarrón de tormenta. Su guerrera de cuero rojo se veía marrón de tan sucia de polvo como estaba, pero su cadena de placas de oro destellaba con el sol.

—Viene Cratero —advirtió—. Por matar a un enemigo disparé. —Imitó el gesto de tirar con el arco—. Ataelo por decir «¡Corre y dile a Kineas que viene!», y Ataelo dice palabra. Dice «¡Iskander se despliega!». —Samahe señaló—: ¡Y por sogdianos que muerden polvo! Luchan por Iskander, luchan por Espitamenes. Lo mismo.

Kineas se inclinó hacia delante.

—Samahe, ¿estás segura de que son hombres de Cratero y no los sogdianos de Espitamenes?

—Griegos con bronce y capa como la tuya —dijo, asintiendo. Y señaló.

Kineas miró alrededor.

—¿Hay tiempo para que el ejército abreve a los caballos? —preguntó.

—Fácil —respondió Samahe—. Una hora. Quizá más.

Kineas asintió.

—¡Abrevad a los caballos! —ordenó—. Cratero viene a por nosotros. Tenemos una media hora. Que baje todo el ejército, que las bestias beban agua; luego regresad a vuestros puestos. Que los prodromoi crucen el río para cubrir a los que abreven. Decidle a Eumenes que tenga lista una sección para reforzar la línea de piquetes según convenga.

Y observó angustiado, aguardando a que los macedonios se abalanzaran sobre sus caballos mientras bebían.

No apareció ningún macedonio, pero había alguien oculto en el matorral de tamarisco de la otra orilla del Oxus, y cada vez más polvo sobre la línea que marcaba el nivel de las crecidas, y reflejos de color, y destellos de acero, movimiento. Al cabo de media hora, los prodromoi de Ataelo estaban bajo una constante, aunque poco precisa, descarga de flechas procedentes de la meseta del otro ribazo. Nihmu regresó, llevando a pie a su semental real que gañía de dolor con una flecha clavada en la cruz. A Nihmu le sangraba un hombro. Estaba pálida pero caminó hasta donde Kineas se encontraba.

—Ataelo pide refuerzos. Nos está costando mucho —dijo.

Kineas asintió.

—Que te curen esa herida.

La niña tenía a lo sumo trece años; a juicio de Kineas, era demasiado joven para entrar en combate. Sin embargo, mientras la miraba, Nihmu le sacó la flecha al caballo, cantándole con voz suave mientras usaba una navaja para liberar la lengüeta clavada. El animal no piafó ni una sola vez. Cuando hubo terminado la rápida operación, la niña montó en la silla de un salto.

—Baja al río y di a Eumenes que dirija su misión de combate a la otra orilla —ordenó Kineas. El abrevar a las caballerías estaba llevando demasiado tiempo, y enviar olbianos para dispersar a los sogdianos sólo serviría para demorarlo más.

Eumenes llevó casi a la mitad de sus tropas al otro lado del Oxus. Kineas los observó cruzar al trote por el vado principal y girar al sur hacia el bosquecillo de tamariscos del valle, abriéndose en línea de escaramuza. Todos los hombres empuñaban sus jabalinas, listos para lanzarlas. Fueron barriendo el terreno hacia el sureste, y de pronto hubo un remolino de polvo y se oyó un chillido de lamento, y a Kineas se le hizo un nudo en el estómago. Había sogdianos saliendo a caballo de la maleza; eran al menos cuarenta.

No podía oír a Eumenes ni tampoco ver lo que estaba ocurriendo, y su imaginación era peor que la realidad mientras el polvo se arremolinaba y se iba haciendo más espeso. Se aferraba a las riendas y cabalgaba inquieto de un lado a otro del cerro. Observaba a la gente que abrevaba a sus caballos e intentaba instarlos a darse prisa, a atajar entre la muchedumbre de la ribera, a formar otra vez en orden de combate.

—Eumenes se desenvuelve bien luchando contra los bárbaros —lo tranquilizó Filocles.

—Salvo cuando los bárbaros lo superan en número —repuso Kineas, meneando la cabeza—. Atenea, no nos abandones en nuestra hora de necesidad. —Kineas se volvió hacia Diodoro—. ¿Deberíamos enviar refuerzos?

Diodoro negó con la cabeza.

—Aguardemos su parte de novedades. Ares, me estoy hartando de todo esto.

Justo cuando Kineas se disponía a ordenar a Diodoro que fuera al matorral, Eumenes regresó, cabalgando a través del vado con seis sillas vacías. Estaba herido, llevaba una pierna cubierta de sangre y torcía el gesto de rabia y dolor.

—El matorral está infestado —informó—. Son cientos. Sogdianos, me parece; no sé si son de Cratero o de Espitamenes. ¿Quién demonios puede saberlo? —Negó con la cabeza—. Hemos caído en una emboscada. Lo siento. Es culpa mía.

Kineas observaba.

—Samahe dice que son de Cratero.

Los sakje, con las caballerías abrevadas, despejaban el Oxus y regresaban ya a sus posiciones. Los olbianos iban más despacio y los sármatas, con sus pesadas corazas, estaban acostumbrados a que las arqueras se ocuparan de tales menesteres mientras ellos se cocían al sol. Eran lentos.

Kineas maldijo la mala suerte de todo ello, así como la reducción de monturas y tropas que habían requerido las manadas de caballos y las columnas de carromatos. Luego alargó el brazo y estrechó la mano de Eumenes.

—En la guerra, perdemos hombres —dijo—. Cargamos con esa responsabilidad. —A sus oídos, esas palabras sonaron insoportablemente ampulosas—. Has hecho lo que te ordené. ¿Les hiciste daño?

Eumenes meneó la cabeza, reprimiendo un sollozo.

—Me he metido en la boca del lobo —confesó—. Nos aguardaban en la maleza. Tendría que haberme dado cuenta. —Hoscamente, agregó—: Les hemos hecho daño. Les hemos hecho salir de la maleza y retroceder al ribazo, pero volverán. —Miró al otro lado del río, donde el polvo de la escaramuza flotaba quieto en el aire, y se enjugó la frente. Había perdido la cinta con la que se sujetaba el pelo.

Filocles buscó en su macuto y sacó otra.

—Deja que te ate el pelo, muchacho —dijo con gentileza.

Eumenes seguía castigándose, mirando el suelo, encorvado.

—Tendría que haberlo hecho mejor —se reprendió a sí mismo.

Kineas se rascó el mentón.

—Ponte derecho y aguanta el tipo —ordenó.

Ante la provocación de Kineas, Eumenes se enderezó.

—Mucho mejor —dijo Kineas. Y asintió—. Deja que Filocles eche un vistazo a esa herida, luego vuelve con tu tropa y abrevad al resto de los caballos. Ya lloraremos a los muertos después. Ahora ayúdame a ganar.

Eumenes saludó. Desmontó y dejó que Filocles le atara el pelo y echara un vistazo a su herida. En esto, llegó Srayanka.

—Deja que envíe a Parshtaevalt —pidió—. Hay que despejar esto antes de que los jodidos sogdianos decidan atacar a nuestros sármatas.

Kineas quiso negarse, pero antes miró a Filocles y a Diodoro.

—Me fastidia tener que dividir a mis tropas —lamentó.

Eumenes se quitó el yelmo, tenía el rostro colorado por el esfuerzo. Habló con prudencia, consciente de su derrota.

—He sufrido bajas tratando de ponerlos nerviosos —reconoció—. Creo que… —Vaciló un momento antes de proseguir—: Creo que Srayanka lleva razón.

Diodoro asintió.

—Bastará con unas cuantas flechas suyas para sembrar el caos entre los sármatas —dijo—. Están tramando algo que no me gusta nada.

Kineas aguardó un momento más, conteniendo la respiración; los pensamientos se sucedían en su mente como un caballo al galope y de pronto exhaló.

—¡Adelante! —le dijo a Srayanka. Ésta se volvió e hizo una seña a Parshtaevalt, que alzó su arco y apuntó con un extremo a cierto jinete, y en un abrir y cerrar de ojos se habían ido; cien guerreros a caballo desaparecieron en el matorral de tamarisco del valle del Oxus. Parecían cabalgar a una velocidad imposible pese al estado del suelo, pasando como una exhalación entre las líneas de los prodromoi de Ataelo. Samahe, visible por su coraza de cuero rojo y oro, levantó el arco a modo de saludo cuando los sakje pasaron al galope, y Parshtaevalt profirió su grito de guerra.

Una bandada de pájaros salió volando del follaje del otro lado del río y acto seguido diez sakje estaban en lo alto del ribazo. Iban agachados sobre el cuello de sus monturas, y cabalgaban deprisa, deslizándose sobre el terreno más como gatos en fuga que como hombres y mujeres a caballo.

¿Y si el matorral estaba lleno de sogdianos? ¿Dónde estaba Cratero? ¿Estaría explorando otro vado del Oxus? A Kineas le revolvía las tripas la indecisión o, para llamar a las cosas por su nombre, el miedo. El sudor del yelmo le chorreaba por la frente y luego por el rostro como lágrimas, y Kineas llegó a oler la suciedad de su barboquejo, pestilente como el queso rancio. Rezó para que soplara el viento. Rezó para haber atinado. Escudriñó la polvareda que se iba levantando. La luz iba menguando a medida que caía la tarde.

Un coro de gritos débiles en la brisa vespertina, jinetes que surgieron en estampida del follaje más lejano, a dos estadios de la otra orilla del río turbio, descargando una lluvia de flechas sobre los sakje, que dieron media vuelta y huyeron como si sus caballos no tuvieran ímpetu ni huesos; huían como un banco de peces del Egeo ante la acometida de un depredador, una marsopa o un tiburón. Los jefes de los sogdianos perseguían implacables al puñado de sakje, y un hombre a lomos de un ruano iba a galope tendido en pos de Parshtaevalt, visible por los tachones de oro de los arneses de su caballo. El jefe sakje volvió el torso con una rotación imposible de tres cuartos y disparó recto por encima de la grupa del caballo contra su perseguidor, dándole en el vientre y segándole así la vida. Entonces Parshtaevalt aminoró la marcha y agarró las riendas del hombre muerto, profiriendo su grito de guerra. Blandió su arco mientras una docena de sogdianos se le venía encima y otro puñado disparaba contra él. Sonrió, agitó el arco y reanudó el galope, profiriendo de nuevo su grito de guerra de tal modo que resonó en las laderas del valle del Oxus mientras las flechas llovían en torno a él y toda la serrezuela se encendía con un clamor de vítores.

Los sogdianos, ahora ciegos de ira, se cebaban hostigando al puñado de sakje, y cada vez más jinetes surgieron del matorral para vengar a su guerrero caído. Estaban por alcanzar las colas de los caballos escitas cuando los otros veinte sakje salieron del lecho del río, dispararon una única descarga de flechas y cargaron contra el enemigo bajo su propia lluvia letal, vaciando una docena de monturas en otros tantos instantes.

Destrozados, los sogdianos rompieron filas y huyeron. Los sakje los persiguieron sin cuartel ribazo arriba, y el polvo los envolvió cuando los cascos de sus caballos pisaron la tierra seca. Al cabo de un momento regresaron, chillando y agitando sus arcos y lanzas. Parshtaevalt volvió al lugar donde había derribado a su hombre y, haciendo caso omiso de las flechas perdidas de los últimos sogdianos, se apeó y cortó la cabellera de su enemigo caído antes de saltar de nuevo a lomos de su poni. Reunió a sus jinetes con un gesto de la mano y poco después se encontraban entre los oficiales en el lecho del río.

Parshtaevalt iba manchado de sangre hasta los codos, y unos regueros rojos se le habían escurrido hasta el torso al levantar los brazos para mostrar sus trofeos.

—¡Llevaba mucho tiempo haciendo de niñera! —gritó en su excelente griego—. ¡Yijaaa!

Srayanka le dio un beso, y buena parte del resto de los sakje se arracimaron para tocarlo.

Kineas sonreía.

—¿Ése era Aquiles? —preguntó con sorna.

Filocles correspondió a su sonrisa con una de las suyas.

—Rara vez he visto algo tan hermoso —observó. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Alabado sea Ares por haberme permitido presenciar un acto tan valeroso. ¡Ah!

Conmovido, Filocles cantó:

Ares, el fuerte en extremo, el auriga con yelmo de oro,

el del corazón aguerrido, el portador de escudo, el salvador de

ciudades, el de la armadura de bronce.

De brazo firme, incansable, vigoroso con la lanza,

¡oh defensor del Olimpo!, padre de la belicosa Victoria,

aliado de Temis, severo gobernador de los rebeldes,

arbitro de los hombres honrados, sumo rey de la virilidad,

tú que haces girar tu ardiente esfera entre los planetas

en sus siete trayectorias a través del éter

donde tus centelleantes corceles por siempre te sostienen

sobre el tercer firmamento del cielo;

¡escúchame, ayudador de hombres, dador de intrépida juventud!

Derrama desde lo alto un rayo favorable sobre mi vida,

y dame fortaleza para la guerra, que así sea capaz de apartar

lejos de mi cabeza la amarga cobardía

y aplastar los engañosos impulsos de mi alma.

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