Upazan escupió.
—Si yo gano, seré rey de los sakje —repuso.
Kineas negó con la cabeza.
—Esto no va así, muchacho. ¿Estás listo?
Por primera vez, Upazan vaciló; una minúscula fisura en su fachada.
—¿Listo? —preguntó.
—Ahora o nunca. —Kineas se quitó el arnés y se lo pasó a León, se despojó de la túnica y quedó desnudo. Upazan dio un paso atrás.
—¡No llevo armas! —exclamó.
Kineas sonrió.
—Me has retado. Entre los griegos y los sakje, eso me da derecho a elegir el arma. Y ya te advertí, muchacho, de que la próxima vez que me contrariaras te zurraría como a un crío. Bien, ¿estás listo?
Upazan entornó los ojos mientras las mujeres reían disimuladamente ante la desnudez de Kineas. Samahe exigió que Upazan también se desnudara.
—¡Hay cosas que Mosva tiene que saber! —gritó con descaro.
—¡Esto no es la lucha que quiero! —protestó Upazan—. ¡Es una degradante pelea de esclavos!
Kineas asintió.
—No es la clase de lucha que quieres, de acuerdo. De modo que puedes disculparte y retirar tu desafío o luchar.
Upazan miró en derredor en busca de consejo, del apoyo de los hombres que habían cabalgado con él. Habían acudido unos cuantos, vigilados por los celtas, pero sus semblantes eran cuidadosamente inexpresivos. Upazan se abrió la guerrera y la dejó caer sobre las alfombras. Tenía buenos músculos; incluso para los estándares griegos, estaba en buena forma.
Levantó los brazos.
—¡Estoy listo! —dijo.
Upazan no carecía de coraje y era fuerte. Pero era un mal luchador y nunca había visto boxear.
Kineas casi había acabado con él antes de que Filocles, que llegó rezagado, se terminara su vino. Se tomó su tiempo, tratando de poner en evidencia la impotencia del muchacho; una lección de humildad que a todas luces necesitaba. Encajó un golpe, potente pero mal dado, en el músculo del brazo y entonces le hizo una llave al sármata agarrándolo por el cuello, le giró el cuerpo para que el joven no pudiera alcanzarlo y le asestó un solo puñetazo en la sien. Upazan cayó inconsciente de sus brazos.
Los sármatas y los sakje aplaudieron al unísono, y Kineas fue lo bastante humano para regocijarse con sus elogios mientras se pasaba el estrígil con ayuda de Filocles, disfrutando del olor a limpio del aceite de oliva en la piel. Srayanka lo observaba pensativa.
—Eres bastante apuesto —le dijo con media sonrisa—. Y el aceite resulta extrañamente atractivo. —Las cejas se le juntaron al fruncir el ceño—. Aunque habrías hecho mejor matándole.
Kineas se encogió de hombros.
—No puedo matarlo y a la vez conservar a los sármatas como aliados.
Srayanka enarcó una ceja.
—De todos modos, no podrás conservarlos, esposo mío. Y ahora… ahora será como una sierpe. —Volvió a fruncir el ceño, uniendo las cejas en una sola línea—. Ya hemos tenido antes esta conversación. Tuve razón entonces y sigo teniéndola ahora.
Kineas se encogió de hombros.
—A veces eres como una esposa griega —repuso.
El estrígil de Filocles pasó por la magulladura del brazo que le había causado el golpe de Upazan, y Kineas hizo una mueca de dolor.
Nihmu observaba con mal disimulado regocijo.
—Desperdicias tu clemencia con él, señor —advirtió—. ¡Él no la tiene con los demás!
—Razón de más para que el strategos se muestre clemente con él —dijo Filocles.
El consejo se reunió cuando el sol comenzó a ponerse por el oeste. El aire era casi frío y el polvo se había asentado. Kineas hizo que Nicanor encendiera una buena hoguera en el claro de detrás del carromato de Srayanka y dispuso tantas banquetas como pudo encontrar. Los jefes tribales acudieron en pequeños grupos, chismorreando acerca del banquete y de Upazan. Kineas reparó en que Parshtaevalt venía con Ataelo y León, mientras que Lot se mantenía aparte con Monae, su esposa. Upazan no asistió. Los oficiales olbianos estaban presentes en pleno.
Kineas se levantó después de que Nicanor hubiera servido vino a todos. Hizo una libación, vaciando una copa entera de buen vino sobre el fuego, de modo que una nube de fragante vapor se alzó en torno a él en la oscuridad.
—Empiezo por cantar a Atenea. La diosa espléndida —dijo—, la de ojos claros, la ingeniosa, la inflexible, la virgen pura, la salvadora de ciudades, la valiente, la Tritogenia. Nacida de la valiente frente del prudente Zeus, completamente armada de bronce y de oro, dejando asombrados a todos los dioses cuando la vieron. Y Atenea se plantó ante Zeus, que sostiene el aegis, agitando una reluciente lanza de hierro. El Olimpo tembló ante el ardor guerrero de sus brillantes ojos grises, y la tierra en torno a la montaña lloró de miedo, y el mar se embraveció y escupió oscuras olas y espuma como en una súbita tempestad, hasta que la núbil Atenea se quitó de los hombros el glorioso bronce. Y el sabio Zeus estuvo contento. ¡Salve, hija de Zeus, que sostiene el aegis! Ahora te recordamos.
Luego se volvió hacia su consejo.
—Ha llegado la hora de luchar contra Alejandro —anunció—. Estamos aquí para discutir quién irá y cómo lo haremos.
—Estaremos mejor donde estamos —dijo Lot—. No hay tierras de pastoreo al este de aquí, y me han dicho que el campamento masageta y todos los escitas que llenan el valle del Jaxartes están acabando con la hierba. Aguardemos aquí hasta que Zarina nos vuelva a llamar.
—Ni siquiera nos enteraríamos, si hubiera una batalla —replicó Srayanka—. Zarina y el Jaxartes quedan a diez días a caballo de aquí.
—O más —apostilló Ataelo.
—Ya nos estamos quedando sin forraje —dijo Parshtaevalt. Había envejecido deprisa durante el cautiverio de Srayanka y, a diferencia de Upazan, nunca había demostrado interés por el gobierno más allá del que le imponía su sentido del deber—. Las manadas ya pastan a veinte estadios de aquí. —Sonrió con amargura—. Cada mañana envío a mis hijas a buscar mis monturas.
Srayanka asintió.
—La hierba no es de lo mejor.
Lot intercambió una mirada con su esposa.
—Estamos pensando en dejar a nuestros jóvenes y viejos con un retén y enviarlos de regreso a nuestros pastos de verano —dijo en un tono que parecía de disculpa.
Srayanka sorprendió a su marido mostrándose de acuerdo de inmediato.
—Nosotros deberíamos hacer lo mismo. Deberíamos transformarnos en una gran hueste guerrera en vez de movilizar a todo el pueblo.
—Los guerreros que no vayan se amargarán —dijo Parshtaevalt—. Se perderán la gran batalla.
Srayanka meneó la cabeza.
—Que todos los guerreros que se queden sean de los que sirvieron en el vado del río Dios —sugirió—. Y que hallen consuelo en que aún siguen vivos.
Kineas dio su aprobación, pero se inclinó hacia ella y le susurró:
—Entonces, ¿dejamos a nuestros veteranos? ¿Y nos llevamos sólo a los jóvenes?
Srayanka negó con la cabeza.
—Nos llevamos a los mejores, y sólo dejamos a un diezmo de ellos como guardianes. Es la costumbre. Los que se quedan se deciden al azar de entre los elegidos para ir. ¿Entiendes? —Lo miró muy seria—. Y, si nos vencen de mala manera, el pueblo seguirá contando con un ejército de soldados de valía.
Kineas asintió.
—Es un sistema muy bueno. Sí, lo entiendo. —Sonrió—. ¡Y entiendo que tengo mucho que aprender si pretendo ejercer de rey!
Srayanka se encogió de hombros.
—No más que cualquier otro hombre —repuso—. ¡O mujer!
Lot se rascó la barba.
—Me temo que no podemos acogeros en nuestros pastos de verano —soltó—. Lo siento. Hay resentimiento por culpa del chico; Upazan, aun siendo un exaltado, tiene muchos amigos. Además, tenemos muchos caballos, más de los que consigo recordar. —Meneó la cabeza adelante y atrás como burlándose de sí mismo—. Debo de ser un buen príncipe.
Srayanka miró a Kineas, quien bebió un sorbo de vino, ya a punto de acabarse, y estuvo de acuerdo.
—Creo que nuestra gente debería partir rumbo al oeste —declaró Kineas.
Hubo murmullos en torno al fuego.
Srayanka parecía sorprendida.
—¿Ahora? —preguntó.
Kineas asintió:
—Sí, ahora. Si salen pronto y viajan sin detenerse, no tendrán problemas de forraje. Dentro de tres meses estarán en el fuerte del Rha. Podemos enviar emisarios para decirle a Crax que compre grano de cara al invierno, y en los altiplanos habrá hierba abundante en primavera. —Miró a Lot—. En mi opinión, lo mejor es que viajemos por separado; no por tu alocado sobrino, sino porque así fue como cruzamos el mal terreno para venir aquí. Quisiera hablar sobre la ruta.
A Lot le pareció bien.
—Tal como lo veo —prosiguió Kineas—, existen dos rutas y dos tipos de riesgo. Si vamos derechos hacia el este, atravesamos el desierto; y la travesía en verano será muy distinta de la travesía en primavera. Juntos tenemos diez mil caballos. Quizá después de enviar a nuestro pueblo a sus pastos de invierno tengamos cuatro mil. —Se encogió de hombros—. Eso significa mucha agua.
En torno a la hoguera, los hombres y mujeres asentían, imaginándose la travesía del desierto.
—Si cabalgamos dos días hacia el sur, regresaremos a las hoces del Polytimeros. Según tengo entendido, podemos seguir el Polytimeros hasta el valle de Maracanda y luego ir al norte por el paso sogdiano rumbo al Jaxartes, y no pasar ni una noche sin agua.
—Allí está Alejandro —interrumpió Diodoro.
—Cada ruta tiene su riesgo —repuso Kineas—. Alejandro tendrá avanzadas en el Polytimeros. Cuanto más nos acerquemos a Maracanda, más peligroso será. Pero, si avanzamos como sakje, podríamos estar con la reina Zarina y los masagetas en quince días.
—Si Alejandro nos alcanza en el valle del Polytimeros, tendremos un gran problema.
—Exploramos con cuidado y avanzamos deprisa. —Kineas miró alrededor—. Nos hemos demorado, amigos. Si estamos de acuerdo en ir a la asamblea de Zarina, en ayudarla a detener a Alejandro este verano, tenemos que irnos ya y movernos deprisa.
La gente asentía.
Kineas prosiguió:
—Tengo un argumento más que exponer. Es absurdo cabalgar hasta el Jaxartes y llegar con caballos reventados que necesiten pasar un mes pastando para estar en condiciones de combatir. El desierto… está claro: sufriremos bajas. El Polytimeros, por su parte, requiere que Atenea y Tique nos sonrían.
Lot se puso en pie.
—Eres persuasivo —observó—. Y te seguiré en la batalla. Pero esto debo hacerlo a mi manera. El desierto es el camino más seguro. Morirán caballos pero, salvo que tengamos mala suerte, ningún hombre o mujer perecerá. Los sármatas cruzarán el desierto.
Srayanka también se levantó.
—Los sakje irán por el Polytimeros si los olbianos siguen ese camino.
Diodoro miró a Kineas.
—¿De verdad tengo voto?
Kineas asintió. Diodoro se rascó la barba.
—Si hay que luchar, prefiero hacerlo en las condiciones en que nos encontramos ahora. Estoy con Kineas. Creo que podemos pasar por alto las avanzadas macedonias y desplazarnos trescientos estadios al día. A no ser que tengan una tropa preparada, habremos dejado atrás sus avanzadas sin darles tiempo a alcanzarnos.
Kineas miró a los presentes. No vio indignación y le pareció que ya se había hablado bastante.
—Entonces dividamos a quienes van a ir al encuentro de Zarina y a quienes van a ir a los pastos de invierno —resolvió—. Despedíos de quien corresponda. Porque mi intención es partir pasado mañana.
A Diodoro y Filocles les presentó otro argumento por la noche, mientras servía estofado de cordero con un cucharón junto al fuego de su rancho.
—Vamos a la asamblea de tropas de los escitas —comentó Kineas—. Nuestra caballería griega estará fuera de lugar, y en combate es posible que la confundan con el enemigo.
Nihmu, que no pertenecía a su cenáculo ni había sido invitada, se dejó caer al suelo con su manta de montar, oliendo a madreselva y sudor de caballo, e interceptó por las buenas el cucharón de estofado.
—¡Gracias, strategos! —exclamó—. He soñado que ibas a cocinar, por eso he venido.
Kineas la fulminó con la mirada y los demás hombres se rieron.
Filocles rió con los demás, rebañando el fondo de su cuenco de madera con una torta de pan. Después de reír, se mostró pensativo; la barba rubia parecía viva a la luz de las llamas. Nihmu se apoyó contra su espalda para comer. Diodoro meneó la cabeza.
—Ya no tienen la pinta de los chicos que partieron de Olbia, Kineas. Míralos en la formación matutina. No eres el único que lleva armadura sakje. Tenemos yelmos griegos… igual que la mayoría de sakje, ¿eh? Cuesta encontrar a un hombre que no se haya casado con una mujer de la estepa para que cosa para él; la mayoría lleva guerrera de cuero, y algunos hasta calzones bárbaros.
—A mí siguen pareciéndome griegos —opinó Filocles. Levantó su cuenco hacia Kineas—. ¡Buen cordero!
—En la estela de su tumba, podemos poner: «Kineas, strategos y cocinero» —bromeó Diodoro, riendo.
—¿Los celtas también? —preguntó Kineas, tratando de volver al tema que les ocupaba. Lo había dicho en broma, pero hizo que los otros dos reflexionaran.
—No —respondió Filocles—. No, los celtas no parecen griegos. Es por la forma de sentarse; o quizá por los tatuajes.
Diodoro sonrió con ironía y alargó el cuenco para que le sirvieran más.
—Estoy deseando ver a tu Cario reclinarse en un simposio. ¡Ja! ¡Rompería el diván!
Kineas sonrió.
—Propongo que mandemos a los olbianos de regreso a Hircania al mando de Eumenes, con órdenes para relevar a Licurgo y a Herón. O bien —y aquí le falló la voz—, al mando de uno de vosotros.
Diodoro entrecerró los ojos, gesto que acentuó su aspecto de zorro.
—¿Así es como te vengas de mis críticas? —preguntó—. ¡Ni hablar! No pienso perderme la batalla.
Kineas negó con la cabeza.
—Es posible que no haya batalla.
Filocles también negó con la cabeza.
—Adondequiera que tú vayas iré yo, aunque sólo sea para mantenerte apartado de las estúpidas supersticiones de tu esposa. —Torció el cuello para mirar a Nihmu—. Y de las tuyas.
—¿Eumenes? —inquirió Kineas mirándolos.
—Obedecerá —contestó Diodoro.
—Dependerá del camino que siga Urvara —dijo Filocles—. Está enamorado de ella.
Kineas se dio cuenta de que, como de costumbre, Filocles percibía señales que él, Kineas, también debería haber notado.