Tirano II. Tormenta de flechas (23 page)

Read Tirano II. Tormenta de flechas Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
7.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero no soltó el puñal ni perdió de vista a su oponente. Esa parte de las enseñanzas de Focionte no la olvidó. Era consciente de que aquélla era una pelea a muerte y de que perder el control a causa del dolor supondría el fin. Pero, aparte de eso, su cuerpo parecía participar en la pelea por su cuenta, sin que el cerebro fuese capaz de afectar al resultado.

Y, por encima de todo, Kineas el soñador ya conocía el resultado. Y el sufrimiento.

La calle se empezaba a llenar de curiosos, y muchas personas llamaban a la guardia mientras que cruzaban apuestas.

Kineas adoptó la postura de la lucha con espada; la pierna izquierda adelantada, el brazo izquierdo levantado a modo de escudo y el puñal pegado al cuerpo. Sangre, lágrimas y mocos le corrían por la cara, y la cabeza entera le dolía.

El extranjero también estaba herido. Aprovechó el respiro para pisar al chico tendido a sus pies, rompiéndole las costillas con un crujido audible. El chico chilló de rabia, miedo e insoportable dolor.

El hombre pasó por encima de él y señaló a Diodoro.

—Huye —advirtió— o después te mataré a ti.

Diodoro le arrojó un adoquín. El lanzamiento no fue muy certero porque la piedra pesaba mucho, de modo que en lugar de golpearlo en la cabeza le cayó encima del pie derecho.

El hombre chilló de dolor y la pierna derecha le falló. Pero aun con una rodilla en tierra se las arregló para derribar a Diodoro, encajándole un puñetazo que dejó inconsciente al muchacho pelirrojo.

Kineas se obligó a atacar. Avanzó con los miembros pesados por el miedo y blandió el puñal con indecisión. El hombre recibió un corte en el brazo y se movió para dar un puñetazo a Kineas; pero, al apoyar su peso en el pie aplastado, la pierna le falló y se desplomó.

Kineas se abalanzó sobre él dejando a un lado la caballerosidad. Cayó sobre la espalda del hombre y le clavó el puñal en los riñones; no una vez, sino tres o cuatro.

El hombre se lo quitó de encima, rodando sobre sí mismo e inmovilizándolo con un solo gesto. Alargó el brazo hacia atrás, buscando con los dedos los ojos de Kineas, la garganta. Kineas apuñalaba como un loco, se retorcía, asestó un corte superficial que aun así provocó un estremecimiento reflejo en el hombre, y de repente se vio a sí mismo de pie, bañado en la sangre del hombre.

El hombre chorreaba sangre. Se incorporó, tratando de levantarse.

—¡Por Ares! —se quejó, como si estuviera conversando—, divino lancero, ¡me están matando dos putos en un callejón!

—¡No soy ningún puto, mercenario! —masculló Kineas entre los labios partidos, la sangre y la mandíbula rota. Notó que cambiaban las tornas. Iba a vencer. Se creció.

De pronto, el extranjero se sentó.

—Me has matado —dijo, como maravillado—. ¿No eres un puto, dices? —Ladeó la cabeza cual perro observando a su amo—. ¿Tienes agallas para rematarme, chico? ¿O vas a quedarte ahí viendo cómo me desangro?

—Soy Kineas, hijo de Cleano, un ciudadano de Atenas.

Kineas sostuvo la mirada brillante del hombre, se acercó a pesar de aquellos brazos y le clavó el puñal en la garganta como si estuviera acuchillando la pintura del poste de entrenamiento que Focionte tenía detrás de su casa.

Y entonces llegó la guardia, y el padre de Diodoro, y luego su propio padre. Se vio envuelto en mantas, en atenciones y amor, incluso en admiración. Había muchos testigos para dar fe de la brutalidad del extranjero, y el encargado del burdel estaba muerto. Los padres no preguntarían hasta más tarde qué hacían los tres muchachos delante de un burdel.

Kineas insistió en que el esclavo de su padre llevara a su casa al chico herido. Un médico le colocó las costillas en su sitio y Kineas le hizo compañía, noche tras noche, día tras día. Diodoro iba y hacía sus turnos, igual que Graco. El chico yacía postrado, tan quieto que Kineas a menudo pensaba que estaba muerto, y entonces se inclinaba sobre él para escucharlo respirar, pero poco a poco las manchas oscuras de las magulladuras y las ojeras fueron desapareciendo, y un buen día abrió los ojos.

Meses después, mientras los cuatro escalaban un risco en una de las granjas de su padre para buscar huevos de aves silvestres, Kineas le preguntó:

—¿Por qué eras puto?

—No tenía otra jodida elección —contestó Niceas. Toqueteó el amuleto que llevaba colgado al cuello—. Lo único bueno que tengo es que soy libre. No un jodido esclavo. —Se frotó la nariz con aire meditabundo—. Ser un hombre libre no te da de comer.

—¿Es mejor ser mi mozo de cuadra? —preguntó Kineas. Niceas se encogió de hombros.

—¡Qué pregunta más estúpida! —exclamó. Y entonces fingió asestar un puñetazo a Kineas, que se agachó y… despertó.

Al día siguiente, Niceas respondía a Kineas con gruñidos. Nunca renegaba. Si no quería algo, se limitaba a volver la cabeza como un niño. La noche antes de embarcar rumbo a Hircania, de repente se volvió hacia Kineas.

—No quiero morir así —dijo Niceas.

Kineas no le había oído pronunciar una frase tan larga en toda la semana. Y dejó de servir vino.

—No te estás muriendo —repuso.

Niceas se encogió de hombros, cabizbajo, encorvado.

—Te equivocas. Tú no lo ves, pero yo sí.

Las insistentes preguntas de Kineas no revelaron nada, y la promesa de un médico sólo sirvió para que Niceas volviera la cabeza una vez más.

Luego, con los preparativos para navegar por el mar Caspio, olvidó esas preocupaciones y otras se abatieron sobre él.

12

Un duro sol invernal proyectaba su fría luz sobre la gélida playa cuando el pentecóntero se puso al pairo en la bahía señalada de la costa de Hircania, echando el ancla de piedra mientras los remeros ciaban contra el viento hasta que la nave por fin se detuvo, si bien fue un reposo relativo porque Poseidón los mecía.

Un manto de nieve cubría el País de los Lobos cuando Kineas por fin desembarcó, caminando con las piernas desnudas por el agua bajo el lóbrego crepúsculo y maldiciendo la frialdad del mar, mientras los lobos aullaban a lo lejos. Crax y Sitalkes se descolgaron por el costado del pentecóntero llevando a Niceas en una litera, mientras Coeno empujaba a los caballos para que saltaran por la borda y nadaran hasta la orilla por su cuenta. Habían perdido a uno en el mar, una muerte lenta y aterradora para la yegua favorita de Coeno, un terrible y doloroso suceso por el que el hombretón estaba alicaído; pero, cuando por fin estuvieron todos en la playa, ofició una plegaria de agradecimiento a Poseidón y luego cantaron el himno de Apolo bajo los últimos rayos del sol.

Los puestos de los mercaderes en lo alto de la playa de grava, o bien estaban cerrados a cal y canto o bien cubiertos de nieve. No los recibió ningún comité de bienvenida. De modo que almohazaron a los caballos tan bien como pudieron, secándolos con paja de un almiar medio desmoronado que Crax había encontrado, y luego se dirigieron tierra adentro siguiendo el único camino visible. Kineas envió a Crax y a Sitalkes como exploradores, se aseguró de que todos sus hombres fueran armados y regresó a la playa para liquidar el segundo pago del pasaje al capitán, una suerte de pirata persa que se llamaba Ciro.

—¿A cuánto está el campamento? —preguntó, mientras el persa contaba las monedas y comprobaba las de plata con los dientes.

—A tres estadios. Quizá menos. —El persa sonrió, mostrando demasiados dientes—. Antes de que bajaran las aguas, la ciudad estaba en la playa. —Se encogió de hombros—. Hay que acatar los deseos de los dioses, ¿no es así?

Kineas estuvo de acuerdo.

—Vas a luchar contra Alejandro, ¿eh? —preguntó el persa. Y no fue la primera vez. Tenía un mondadientes de oro que destellaba en torno a sus labios cuando hablaba.

—Sí —contestó Kineas.

Ciro le tendió la mano.

—Buena suerte. Dicen que es un dios.

Kineas asintió.

—Es él quien dice ser un dios.

—Excelente argumento —reconoció el pirata—. Dicen que a lo mejor estableces una guarnición en el fuerte que construiste en Errymi.

—Es posible —replicó Kineas, ansioso por marcharse pero sin querer ser grosero.

—Buen asunto para los negocios. Se puede sacar tajada del comercio de grano. —Ciro le guiñó el ojo—. Barcos como el mío pagarían una tasa para disponer de un puerto de verdad en el norte.

—Lo pensaré —dijo Kineas, y volvieron a estrecharse la mano.

El campamento estaba a menos de tres estadios tierra adentro, al este de la playa y al sur de la ciudad, tal como había dicho el persa, y al aproximarse vieron un par de torres construidas con leños y escombros, y más de cerca, murallas de adobe y ordenadas hileras de barracones. Extramuros había un arrabal de chozas más rudimentarias y tiendas de cuero. Y por la puerta que se abría entre las dos torres de madera, salía un escuadrón de caballería griega encabezado por Diodoro y Filocles.

La nieve que flotaba en el aire acentuaba el olor a roble quemado procedente de los hogares, y más cerca del mercado olía a aceite de oliva, cosa que ninguno de ellos había visto en un mes. Niceas levantó la cabeza al lado de Kineas.

—Huele como en casa —observó.

—Es que me parece que hemos llegado a casa —precisó Kineas.

Kineas tardó varios días en dejar de maravillarse por la calidad del campamento, y sus alabanzas primero fueron apreciadas y luego motivo de ofensa, porque daban a entender que no había esperado tanto de sus hombres. De hecho, Diodoro tenía mucha experiencia en la construcción de campamentos fortificados y Filocles había elegido un buen emplazamiento: junto a un arroyo de agua clara, con un gran prado que se extendía hacia el norte para realizar maniobras. La ciudad de Namastópolis quedaba encima de ellos, tres estadios hacia el sur, rodeada de minúsculas granjas de subsistencia. No era un lugar rico, parecía más el feudo de un déspota sin escrúpulos que una ciudad, y la ciudadela era una fea fortaleza de piedra tosca sita en lo alto de la acrópolis, aunque corría el rumor de que el interior era todo lo opulento que de prosaico tenía el exterior.

Más abajo, muchos de los elementos más indeseables de la ciudad se habían trasladado para instalarse a las puertas del campamento militar, porque los soldados traían dinero y la ciudad contaba con medios para hacerse con él. El arrabal en cuestión comprendía un mercado, casi un ágora, donde los soldados compraban comida y aceite para sus ranchos. Allí había comerciantes legítimos, con vino y aceite de oliva, armas y armaduras. También una docena de tascas, desde una taberna de recios muros recién construida, con su chimenea y sus prostitutas asomadas al balcón de la exedra, hasta tiendas de cuero sin curtir con una tabla sobre dos caballetes y unas cuantas ánforas de vino incrustadas en la nieve. Abundaban los seguidores, desde prostitutos de ambos sexos en el mercado hasta nuevas esposas en los acogedores barracones que se alineaban en las calles del recinto amurallado con precisión militar. El pequeño ejército de Kineas constaba de casi mil doscientos hombres y mujeres, no menos de la mitad de la población de la ciudad y la ciudadela que tenían encima.

La ciudad y la ciudadela tenían sus propios soldados, una mezcla de mercenarios griegos licenciados de los ejércitos de Alejandro, desertores y supervivientes de diversos ejércitos persas. Se daban aires y caminaban pavoneándose, pero los olbianos no les hacían mucho caso, y los sármatas de Lot habían matado a un par de ellos en reyertas, básicamente para ponerlos en su sitio, según Diodoro.

Kineas prestó atención al informe de Diodoro después de haber comido, dormido, calentado y corrido. Escuchó a su vez los partes de novedades que sus oficiales le dieron, rascándose la barba mientras León los ponía al día sobre la situación del tesoro del ejército (información que dejó muy meditabundo al strategos) y Eumenes hablaba sobre el estado de los caballos tras la larga marcha y la corta navegación (información que deprimió a todos los jinetes allí presentes).

Licurgo forzó una sonrisa.

—Todos seréis hoplitas antes de la próxima nevada —señaló.

—Necesitamos un montón de caballos de refresco —masculló Niceas, siendo ésta una de sus pocas intervenciones.

—Primero salvemos a los que tenemos —sugirió Kineas—. Coeno, ¿qué hay que hacer?

Coeno leía un pergamino.

—Diría que Jenofonte, que combatió toda su vida a caballo, menciona este problema. —Meneó la cabeza—. Comprar más grano. Alimentarlos como si los engordáramos para un sacrificio. Saldré en busca de un buen pasto de invierno con el suelo pedregoso; esas pobres bestias están mojadas hasta los menudillos. —Miró alrededor—. Tendremos que comprar más caballos —añadió como disculpándose.

—No disponemos de tanto dinero como querría —repuso Kineas—. Tal como están las cosas, habrá que enviar un convoy de regreso a la bahía del Salmón en busca de más dinero. León y yo tendremos que vender fincas. ¡Por Ares y Afrodita! ¡Derrochamos como si el dinero nos lloviera del cielo!

Filocles fingió contemplar la ciudadela entre los leños de la cabaña.

—Yo sé dónde hay dinero —observó.

—¿Otra de tus soluciones espartanas? —preguntó Kineas.

—Es una ramera y una soberana cruel. Los campesinos la detestan. Los exprime y luego hace ostentación del dinero que les saca.

Llamaron a la puerta. Darío, ahora jefe de sección en el segundo escuadrón, hizo una reverencia.

—Ha venido un mensajero de palacio. Lo he retenido en la puerta de acuerdo con las órdenes permanentes de Niceas.

Niceas asintió.

—Escoltadlo hasta el cuerpo de guardia y que os dé el mensaje. Que no pase del cuerpo de guardia.

Kineas meneó la cabeza.

—¿A qué viene tanta confrontación con palacio? —preguntó a sus oficiales.

Safo entró por la puerta y se apartó de la cara la clámide que llevaba puesta como si fuera una toca.

—¿Ya habéis tenido problemas con la reina? —inquirió Kineas.

Su sala de audiencias era mayor que todo el espacio del que disponía en el cuartel de Olbia. Diodoro y Filocles ocupaban sendas sillas bárbaras, Niceas yacía en un diván y Coeno estaba recostado con un tubo de pergaminos, mientras que Eumenes y León estaban sentados al escritorio haciendo cuentas. Ataelo guardaba silencio en otra silla bárbara, conversando con el príncipe Lot y Samahe. Safo se sentó en una silla que, obviamente, le habían reservado.

Kineas se preguntó por qué estaría allí presente.

Other books

CAUSE & EFFECT by THOMPSON, DEREK
The Claim Jumpers by White, Stewart Edward
The Road to Gandolfo by Robert Ludlum
Past Midnight by Jasmine Haynes
Fenella Miller by To Love Again
The Feminine Mystique by Betty Friedan
ReVamped by Lucienne Diver