—El objetivo es mi jefe —repuso Leóstenes—. Estoy aquí para compraros.
Kineas refrenó el impulso de rascarse la barba.
—¿Cómo dices?
—Ella quiere el sur de Hircania. Su reciente y muy llorado marido poseía todo el territorio hasta Partía; Banugul perdió buena parte cuando asesinó a su marido y permaneció leal a Alejandro. —Leóstenes se encogió de hombros—. Estoy al servicio de Artabazo, el padre de Barsine; sátrapa de Alejandro, aunque su mandato no llegue hasta aquí. Es un viejo y astuto zorro. Lo único que tiene que hacer es sobrevivir hasta que Parmenio liquide a Alejandro, y entonces será rey.
Kineas asintió. Ya sabía que Artabazo era el objetivo de la campaña de primavera, pero no quería revelarlo.
—Y nos ha contado muchas cosas sobre ella. No es griega. Más bien un demonio persa, una especie de monstruo.
Leóstenes se inclinó hacia delante, subrayando sus argumentos.
Kineas se apoyó contra el respaldo.
—Niño, traes a mi mente la fábula de la zorra y las uvas.
Leóstenes rió a carcajadas, echando la cabeza hacia atrás.
—Me parece que en eso llevas razón. —Siguió riendo—. Los persas no han leído a Esopo. ¡Deberían hacerlo! —exclamó, llevándose las manos a la barriga. Kineas se levantó.
—Quédate a cenar, niño —invitó—. Pero no me insistas sobre este punto. Yo respeto mis tratos, y no me sentaría aquí a bromear con tu zorro persa aunque fuese diez veces más mercenario de lo que soy ahora. —Asintió, a modo de conclusión, e intercambió una mirada con Niceas—. Si no fuera porque se trata de ti, estaría tentado de crucificar al mensajero para dejar clara mi postura.
Leóstenes asintió con sobriedad.
—Eso le dije yo a mi jefe. Suerte tengo de ser quien soy.
—Esta vez, pasa —dijo Kineas—. La próxima podríamos tomarte por otro.
En cuanto Leóstenes y sus diez nobles hircanos se hubieron marchado a casa de noche, Kineas se envolvió en su clámide. Niceas y Filocles seguían en sus respectivos divanes.
—Me voy a palacio —declaró Kineas.
—Y yo que pensaba que no habías sucumbido —dijo Filocles.
—No he sucumbido. Pero apuesto a que tiene excelentes fuentes de información en este campamento, o al menos en el ágora que ha surgido ante nuestras puertas, y en cuestión de una hora estará enterada de lo que nos han propuesto. Quiero asegurarme de que le llega el mensaje correcto. Y redoblad la guardia. No me gusta nada este sitio. —Kineas apuró el vino de su copa y la dejó de lado sobre el aparador. ¿Había sucumbido? Desde luego, tenía las mismas necesidades que cualquier soldado.
Filocles asintió, haciéndole ver que estaba de acuerdo.
—Necesito tu autorización para meter un infiltrado en palacio —dijo.
—¿Un esclavo? —preguntó Kineas.
—Mejor que no lo sepas —contestó Filocles. Kineas constató lo incómoda que le resultaba aquella conversación a su amigo. Y éste desistió con un gruñido.
La cabalgada colina arriba en plena ventisca y el calor del palacio gracias a su hipocausto no podían contrastar más. Kineas se quitó la clámide y las sandalias en una antecámara y entró, vestido sólo con la túnica, al sanctasanctórum donde la reina estaba sentada con mucha ceremonia en medio de esclavos y cortesanos.
—Has tenido visita —dijo alegremente en cuanto Kineas entró.
—Un viejo amigo —contestó él—. Le enseñé a blandir la espada.
Banugul se levantó, cogió una copa de vino que le ofreció una esclava cuyo vello púbico estaba rasurado a semejanza de la letra alfa del alfabeto griego y se la llevó a Kineas con sus propias manos. Kineas llegó a oler el aroma de Banugul; un atisbo de aroma que se adueñó de su olfato. Un aroma limpio y delicado, como de menta. Su cabeza le llegaba a la altura de los hombros, y con la ventaja que le daba la altura vio más partes de ella que admirar. Alzó su copa.
—¿Qué te ha ofrecido para traicionarme? —preguntó Banugul, muy cerca de él.
Kineas se preguntó si habría un asesino a sus espaldas. Iba desarmado, y el tono de voz de su anfitriona desdecía de la limpia pureza de su aroma; estaba enfadada y no tendría reparos en hacerlo asesinar.
—Me he negado a escuchar su oferta —dijo Kineas.
—¿En serio? —preguntó ella. Por primera vez había dicho algo que la tomaba por sorpresa. Regresó a su trono y se sentó. A Kineas, los movimientos de la reina le parecían muy despaciosos.
—En serio —contestó Kineas.
Banugul suspiró.
—Me gustaría confiar en ti —observó.
Kineas meneó la cabeza con un amable ademán.
—No te fías de nadie —le dijo. Miró a su alrededor—. ¿Podrías pedirme una silla?
Banugul esbozó una sonrisa.
—Puedo ofrecerte algo mejor que una silla.
Hizo una seña y le trajeron un auténtico diván. Mientras Kineas se acomodaba en él, trajeron otro para ella. Llegaron más divanes y los cortesanos, media docena de hombres ataviados con una mezcla de vestidos griegos y persas que se instalaron en los suyos con manifiesta incomodidad. Ella se arrellanó en el suyo con su gracia habitual, se apoyó en un codo y brindó con Kineas en su copa de oro.
Kineas derramó una libación a los dioses y luego brindó con ella pronunciando una cita de Aristófanes que le hizo sonreír.
Banugul bebió un largo sorbo de vino y luego se tumbó boca abajo.
—Si hago que te maten ahora mismo, puedo comprar a tus soldados y emprender la campaña que me plazca —dijo.
A Kineas se le encogió el estómago. No era inmune al miedo, y sus manos lo traicionaron. Apretó la copa. Banugul hablaba en serio.
—Mis soldados tomarían por asalto esta ciudadela y pasarían a todo el mundo por la espada —repuso él, fingiendo serenidad en la medida de lo posible. Oyó el eco del miedo al final de la frase.
El capitán de la guardia real se dejó ver a la derecha de su campo visual, y soltó un desdeñoso resoplido.
—¡Inténtalo, jodido griego!
Banugul le dedicó una enigmática sonrisa y señaló a su capitán de la guardia con el mentón.
—Este es Teraponte, mi firme brazo derecho.
Kineas respiró hondo. No volvió la cabeza, aunque se fijó en el lugar que ocupaba.
—Todos tus hombres son sobornables —soltó—. Tenéis poca disciplina, tan poca que ahora mismo las torres del norte de la ciudadela están vacías porque los hombres no quieren pasar tanto frío. No hay nadie vigilando la muralla norte.
—Nadie puede trepar por la muralla norte —precisó la reina, pero sus ojos se desviaron hacia el capitán de la guardia y éste miró hacia otro lado.
—Al igual que Leóstenes, Diodoro, mi segundo, es un amigo de infancia ateniense. Jamás podrías sobornarlo, señora. A diferencia de este perro tesalio que tienes para intimidar a tus guardias, mis hombres son soldados que acaban de lograr una victoria este verano. —Empezaba a convencerse a sí mismo y sus palabras fluían más deprisa—. Si me asesinas, todos vosotros moriréis.
Banugul le sostuvo la mirada con desenvoltura y sonrió. No fue una sonrisa seductora, pero sí de puro cálculo. No era joven. Tampoco mayor. Estaba en ese momento decisivo de la edad en que las arrugas de los ojos no estropeaban su apariencia, sino que le conferían dignidad.
—¿Cuál ha sido la oferta de Artabazo? —preguntó por segunda vez.
—Me he negado a escucharla —repitió Kineas. Abrió más los ojos una fracción de segundo y luego los entornó.
—¿Por qué? —quiso saber.
—No puede tentarme algo que no he oído —respondió Kineas—. ¿Conoces al famoso soldado Focionte?
—Conozco su nombre y su reputación. Su sentido del honor es proverbial.
Enarcó las cejas, expectante. Sonrió, y Kineas tuvo claro que no iba a morir. Pensó que la había calado.
—Solía decirnos que la mejor manera de evitar la tentación —Kineas notó que se liberaba de la tensión— es evitar la tentación.
Banugul asintió, con las cejas todavía enarcadas.
—A menudo busco la tentación —confesó—. Pero soy reina. —Miró las uvas que había en un cuenco cercano—. Cada una de estas uvas —dijo, cogiendo una—, ha sido despepitada en mis cocinas por los esclavos. Ese es el destino que te aguarda si descubro que has recibido a más mensajeros de Artabazo. ¿Te ha quedado claro?
Kineas no se dejó amedrentar.
—Si el ateniense Leóstenes viene a mi campamento, siempre lo recibiré, Despoina. Y acto seguido me presentaré aquí para que me interrogues.
—Eres un hombre extraño —observó Banugul. Lo estuvo mirando un rato mientras comía uvas—. ¿Yo soy una tentación?
—Sí —afirmó Kineas.
Banugul asintió con el semblante serio.
—Sin embargo, no me evitas.
Kineas se frotó el mentón y se comió una uva.
—Te concedo la razón.
Banugul se inclinó hacia delante, interesada.
—Los hombres no suelen aceptar la victoria de una mujer en las conversaciones. Me concedes la razón. ¿Pero? ¿Hay algún pero?
—Eres perspicaz, mi señora. Pero eres mi jefa y evitarte daría pie a malentendidos. Eres reina, y cualquier tentación que ofrezcas tendrá suficientes púas como para colgar a un salmón del Euxino.
Banugul levantó la barbilla y se permitió sonreír para indicar que su argumento tenía mérito.
—Me hice mujer en una corte persa. Mis dos tíos fueron envenenados. Mi madre, asesinada con una espada. Ahora mi padre quiere matarme. ¿Lo entiendes?
Kineas asintió, las manos se le iban calmando progresivamente.
—Mantienes desnudos a tus esclavos para ver si llevan armas.
La reina dobló las piernas bajo su regazo y se inclinó hacia él.
—Desarmo a mis enemigos sirviéndome de cualquier medio —repuso Banugul—. Tengo muy pocas armas. Si fuese un hombre, sería fuerte. Soy una mujer. ¿Qué quieres que haga?
Kineas meneó la cabeza.
—Yo soy un pez astuto. Veo el anzuelo y el cebo, e incluso la barca.
Banugul torció el gesto.
—¡Prudente respuesta!
Hizo una seña a alguien que estaba detrás de él, y un hombre con una lira se sentó en una banqueta y comenzó a cantar. Era todo un artista y su talento exigía silencio. Kineas volvió la cabeza y vio que el rapsoda iba vestido; no era esclavo.
—¿Persa? —preguntó a Banugul cuando terminó la primera pieza.
—Licio —contestó ella—. O cario.
Kineas se acarició el mentón.
—La letra es extraña, aunque la cadencia remite a Homero.
Banugul tenía el cuerpo de cara al rapsoda, pero volvió la cabeza hacia él, estirando el cuello y la espalda. Su sonrisa era hermosa como el amanecer en las montañas, e igual de fresca.
—¿Todos los atenienses están tan bien educados como tú? —preguntó.
—Sí —contestó él. Tapó su copa con la mano para que el esclavo encargado del vino no le sirviera más—. ¿Dónde aprendiste griego? —Y apartó la mirada hacia el rapsoda.
Teraponte lo estaba fulminando con la mirada. Su odio ponía el contrapunto emocional al magnetismo de Banugul, y Kineas se apoyó en él.
—El jefe de los eunucos de Darío era griego —explicó la reina—. Y mi hermana y yo fuimos prisioneras de Alejandro durante dos años. —Sonrió como si fueran conspiradores—. Mientras tú aún le servías.
Kineas se sintió idiota por haber pasado por alto el dato de que ambos habían compartido la campaña entera.
—¡Por supuesto! —exclamó—. ¿Os apresaron con las mujeres después de Issos?
Banugul rodó por el diván y Kineas fue consciente de su cuerpo pese a la distancia que mediaba entre ambos.
—Recuerdo cómo aclamaban tu nombre cuando ganaste el laurel —dijo Banugul—. Nosotras estábamos con la matrona, preguntándonos si vosotros, los bárbaros, nos violaríais. —Se las arregló para que el recuerdo de aquella experiencia pareciera intrascendente—. Pero estabais demasiado ocupados dándoos palmadas en la espalda para que nos prestarais atención. Pasaron días hasta que Alejandro se dignó ir a vernos.
Kineas había estado inconsciente varios días después de Issos, pero por alguna razón dudaba que Banugul hubiese oído aclamar su nombre. Torcía el gesto cuando intentaban adularlo.
—Me parece extraño que estuviéramos tanto tiempo en el mismo campamento —dudó.
—¡Hum! —exclamó ella, consciente de haber dado un paso en falso, e hizo una seña al rapsoda para que actuara—. No es tan extraño —repuso—, puesto que los dioses así lo dispusieron.
Sin frío por primera vez en días, Kineas cabalgó colina abajo hasta el ordenado campamento militar. En cada torre se acurrucaban dos centinelas, y había veinte hombres en el cuerpo de guardia anexo a la puerta. Pasó revista a todos, charlando con los centinelas, escuchando el aburrimiento de los sármatas y las quejas de los griegos, hasta que comprobó satisfecho que estaban alerta. Volvía a tener frío, frío a causa de un viento que parecía arrebatarle el calor corporal por la cabeza. Antes de envolverse en pieles y mantas para dormir, juró para sus adentros que abandonaría el helenismo y se haría con un gorro sakje. Permaneció un rato tendido, tiritando, intentando imaginar que tenía a Srayanka a su lado. Le costó trabajo verle el rostro, pues tendía a convertirse en otra cara más estrecha con el pelo rubio que le hacía estremecer.
—Tengo que marcharme de aquí —dijo en voz alta.
La transición de la inquieta vigilia al sueño fue tan repentina que… le pilló desprevenido la presencia del árbol y los dos aguiluchos chillando encima de él. Gritaban y se balanceaban sobre el interminable combate de los muertos, picoteando a enemigos muertos. Ajax y Graco y Nicomedes parecían más superados en número que nunca, pero nada iba a disuadirlo. Tenía que encontrar a Srayanka. Alargó una mano hasta la rama de arriba, se columpió para coger impulso, levantó una pierna, enganchó el pie y se encaramó. En un momento, estuvo rodeado de zarzas y helechos, plantas espinosas que le arañaban la piel y le pinchaban las manos, los antebrazos, los ojos.
Trepaba por un matorral, o gateaba a través de él, ciego. Tenía que alcanzar a Srayanka, y ella estaba en alguna parte al otro lado de las zarzas y las púas; así que se arrojó contra la masa espinosa y flexible sin conseguir abrir una brecha, tan sólo arañarse los brazos y dejar rastros de sangre en el tronco del árbol.
Se esforzaba por avanzar, enojado, frustrado…
Despertó con la clámide enredada en los pies, su pesada manta hircana remetida entre las piernas, la lana peluda raspándole la piel. Tenía frío.
Se levantó, moviéndose con cuidado en la oscuridad, y rehízo la cama, añadiendo otra manta de su petate. Luego se acostó abrigado con las mantas y aguardó a que lo venciera el sueño. En cada pensamiento que evocaba, en cualquier plan que le acudía a la mente, la imagen que veían sus ojos era la de Banugul volviendo la cabeza para sonreírle. Finalmente venció aquella sonrisa con un recuento de los carros de grano que el ejército precisaría en primavera y volvió a dormirse, abrigado y frustrado.