—Vaya, eso sí que es justo —replicó Darío con evidente sarcasmo.
—Una palabra más y espalarás nieve el resto del invierno —le advirtió Kineas.
Darío parecía tener ganas de decir algo más, mucho más. Cuando el persa se marchó, su silencio hizo que Kineas se sintiera como un matón, sobre todo cuando Darío lanzó tal mirada de súplica a Filocles, quien justo entraba entonces, que éste estrechó con un brazo los hombros del muchacho y salió a la calle nevada para hablar con él. Cuando Filocles volvió a entrar, negaba con la cabeza.
—¡Tú vas a palacio, strategos! —protestó Filocles.
—Soy el comandante, y el responsable de nuestras relaciones con la reina.
Kineas ofreció una copa de vino al espartano.
—¡Por Ares y Afrodita! ¿Y tú me llamas sofista? —preguntó Filocles sonriendo. Luego dejó de sonreír—. Escucha, he venido por un asunto serio. ¿Has visto a León y Eumenes? ¿Juntos?
Kineas hizo una mueca y negó con la cabeza.
—¿Acaso debería? ¿Qué pasa, son amantes?
—Estás más ciego que un murciélago. No, más bien lo contrario. Se enfrentan como dos campamentos armados en una llanura. —Filocles apuró su vino—. Tienes que mantenerlos separados.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Kineas.
Filocles entornó los ojos y frunció el ceño.
—Tal vez espíe para ti de vez en cuando, o para mi patria. Pero no me dedico a contar chismes sobre mis camaradas. —Dejó la copa boca abajo y se marchó pisando fuerte.
Una vez alertado, a Kineas ya no le pasó por alto la creciente competitividad entre Eumenes y León. Kineas no sabía cómo había comenzado ni a qué se debía, pero se les estaba yendo de las manos. El incidente que desencadenó el desaguisado fue una carrera de antorchas por la nieve en la que los jinetes competían para llevar fuego al altar de Deméter durante el festival del equinoccio de primavera, una tradición que Olbia y Atenas compartían. Los contrincantes daban una vuelta al circuito que rodeaba el campamento y terminaban galopando por la calle principal hasta el edificio que servía de templo para todos sus dioses. Eumenes perdió cuando su caballo, al doblar a toda velocidad la esquina de uno de los barracones, resbaló en el hielo, sacudió las piernas y terminó hiriendo a una docena de espectadores. Kineas vio el giro y también la dureza con que se habían picado Eumenes y León momentos antes de la caída.
Cuando Kineas hizo indagaciones, se topó con miradas de complicidad que le hicieron ver que la mayoría de sus mandos ya sabían que algo ocurría entre ambos muchachos, pero que no iban a informar acerca de ello. Cuando Kineas confrontó a los dos combatientes, se fulminaron con la mirada como dos gallos de pelea. Cuando los reconvino en privado, adoptaron una actitud de humillación y disculpa.
Fue una semana después, al ver a León conversando con la hija superviviente de Lot, Mosva, cuando Kineas comenzó a ver por dónde iban los tiros. Pues, mientras observaba a León, que había perdido todo su distinguido barniz de refinamiento en presencia de Mosva y exhibía un lenguaje corporal de cachorro de perro, removiéndose, encogiéndose y haciendo girar la cabeza, también vio a Eumenes espiando a la pareja con una expresión de lo más sombría.
¡Aja!, pensó Kineas. Pero eso no resolvió el asunto.
Fue más o menos por aquel entonces cuando Kineas subió a la ciudadela para hablar con Banugul sobre una cuestión de logística y se encontró con que no estaba en condiciones de recibirlo. El caballo ruano de Darío estaba en las cuadras de la ciudadela. Kineas cabalgó colina abajo con un humor de perros. Llamó a Diodoro.
—Quiero que des de baja al maldito persa. Me ha desobedecido por última vez. —Kineas estaba tan enfadado que derramó el vino.
Filocles entró a través de las múltiples mantas que hacían las veces de puerta.
—¿Problemas? —preguntó.
Kineas guardó silencio. Diodoro enarcó una ceja.
—El muchacho persa de Kineas se está volviendo demasiado popular en palacio —dijo Diodoro. Hizo una mueca.
—¡Que te zurzan! —replicó Kineas—. Le he dado una orden directa y me ha desobedecido. Acabo de ordenar que se le dé de baja.
—Reaccionas de forma exagerada —protestó Diodoro—. Es un jinete excelente y un luchador de primera. Tú mismo has dicho que es mejor espadachín que tú, y tú eres el mejor que conozco. Tengo previsto ascenderlo a filarco.
—¡Que lo despidas! —dijo Kineas con acritud.
—¡No seas idiota! —insistió Diodoro.
Filocles meneó la cabeza.
—Más valdrá que lo despidas —dijo al cabo de un momento.
Diodoro se mostró dolido.
—El strategos no está pensando con la cabeza —dijo.
Filocles arqueó una ceja.
—Y yo digo que será para bien.
—¡Muy bien! —exclamó Diodoro—. Obedeceré. Aunque creo que los dos sois idiotas.
Kineas no volvió a ver al persa, pero corría el rumor de que el muchacho se había puesto al servicio de la ciudadela de inmediato, en la guardia real.
Kineas se sintió como un idiota, aunque eso no lo llevó a disculparse. El invierno estaba pasando factura. Y, pese a todo su empeño, era incapaz de poner fin a sus propias visitas a la ciudadela. Kineas procuraba limitarlas a las de cariz profesional, pero era consciente de que ampliaba esos límites para dar cabida a sus caprichos. Mientras el invierno aullaba fuera de su megaron tuvo que admitir que, cual un borrachín sin sus copas de vino, cuatro días de nieve le habían negado su adicción y se empezaba a poner cascarrabias. Decidió castigarse por el despido de Darío evitando la ciudadela. Al quinto día de abstenerse de los encantos de Banugul, habló con brusquedad a Filocles y el espartano sonrió.
—Puedo buscarte una chica hircana guapa y limpia que reducirá esa hinchazón en un periquete —bromeó.
—Vigila esa lengua —le espetó Kineas.
—«La situación se hincha y genera tensión. Algo explotará pronto» —citó Filocles, riendo—. Encuentro que Aristófanes cubre casi todas las situaciones de la vida sexual.
—¡Que te zurzan, espartano! —gritó Kineas.
—Lo mismo cabría sugerirte, strategos.
Filocles esquivó un puñetazo y se escabulló por la puerta.
Dos días después, Leóstenes, el ateniense, los visitó de nuevo y Kineas consideró que tenía una excusa válida para subir a la colina. Era pasada la media tarde cuando fue admitido. Banugul estaba recostada en un diván, sola, disfrutando de un banquete en compañía de una docena de invitados en sus respectivos divanes. Ni rastro de Darío por ninguna parte.
—Querido Kineas —dijo Banugul—. Te habría invitado, pero temía tu rechazo. Por favor, únete a nosotros.
Iba vestida modestamente con un quitón jónico que le dejaba los hombros a la vista. La lana era fina y de un blanco inmaculado, y su piel se le podía comparar. Se incorporó para sentarse, dio unas palmadas y un par de esclavos salieron corriendo de la estancia.
—Siéntate conmigo, strategos —dijo, dando unas palmadas a su diván. Dirigió un lánguido ademán a sus invitados.
—¿Todos conocéis a Kineas de Atenas? —preguntó—. Sartobases fue un leal oficial de la familia de mi madre y me ha seguido hasta aquí. —El persa, a todas luces incómodo en un diván, se incorporó para sentarse e hizo una profunda reverencia—. Filipo sirve en la casa de mi hermana Barsine —dijo, indicando a un macedonio que apenas había superado la infancia. Parecía el único hombre de la sala que estaba cómodo en su diván.
—Te felicito por haber cruzado los puertos de montaña con este tiempo —declaró Kineas.
—Tenía buenos guías, señor —contestó el muchacho con cortés entusiasmo—. ¡Y me sobraban razones para alcanzar mi objetivo!
Kineas sonrió ante la sinceridad del joven.
—¡Bien hecho! —exclamó—. ¿Viniste desde Ecbatana? —preguntó con fingida indiferencia.
—¡Qué va! —repuso Filipo—. El rey está en Kandahar, igual que mi señora. Parmenio controla Ecbatana.
—¿Kandahar en Sogdiana? —preguntó Kineas.
—Tal vez podrías demostrar más interés por tu anfitriona y un poco menos por espiar a Alejandro —sugirió Banugul perezosamente. A Filipo le dijo—: Mi buen strategos va a llevar un pequeño ejército al este para declarar la guerra a tu amo.
Fue como si a Filipo le hubiese picado una avispa. Luego su rostro se relajó.
—Mi señora se complace restando importancia a mi juventud —replicó—. Ningún griego se atrevería a declarar la guerra a Alejandro.
Los esclavos regresaron con otro diván, que situaron al lado del de la reina. Kineas no se dio cuenta de lo cerca que habían estado hasta que se sentó solo en su propio diván y la distancia que los separaba se le antojó como un golfo de estrellas; pero el soldado analítico que moraba en su cabeza ya calculaba los estadios hasta Kandahar.
—¿El rey ha hecho las paces con Sogdiana, entonces? —inquirió Kineas, granjeándose una mirada iracunda de Banugul.
Filipo meneó la cabeza, dando a entender que era un hombre de mundo.
—Lo que queda del imperio persa sigue en rebelión. Espitamenes, un rebelde contra Darío y ahora contra mi señor, está aliado con los bárbaros escitas del mar de hierba. Mi señor no tardará en castigarlos.
A ninguno de los persas allí presentes complacía aquel discurso, y Sartobases, que tenía un rostro de rasgos pronunciados y podría haber interpretado al Viejo Néstor en una tragedia, hizo ademán de escupir.
—Escucha, chico —intervino—. Tu amo tal vez haya ganado Siria y Palestina y Egipto con su lanza, pero el país de los bactrios y los medos no está conquistado.
—¡Cállate, tío! —protestó Banugul—. Aquí todos somos amigos.
Kineas no pensaba lo mismo. Miró a Banugul, entendiéndola mejor. ¿Cuántos complots había en aquella sala de mosaicos?
—¿No me vas a preguntar sobre Leóstenes? —susurró Kineas a media voz.
—¿Por qué? ¿Ha vuelto a visitarte? —preguntó Banugul, como si no tuviera importancia—. Aguarda a que estemos solos.
Eran hombres cultivados y, por antojo de Banugul, hablaron sobre astrología, sobre signos de cosas que habían visto suceder, sobre sueños y presagios. Kineas admitió tener sueños que le enviaban los dioses, y Filipo escuchó con cara de inocente cuando el más joven de los persas relató un caso de intriga y asesinato basado en predicciones sacadas de las estrellas. Luego Banugul hizo que el cario actuara. Cantó en su propia lengua y después, con una reverencia a Kineas, cantó la «Elección de Aquiles», de la Ilíada, y Kineas le aplaudió. Entonces el cario cantó en persa una canción de amor prohibido. El persa de Kineas era lo bastante bueno para captar la naturaleza ilícita del amor, pero no los detalles. Estaba más interesado en observar cómo el viejo Sartobases miraba a Banugul con aire desaprobatorio.
La velada no se parecía en nada a un simposio; ninguna ceremonia con el vino que servían los esclavos, nada de concursos ni actuaciones de los invitados. Filipo no perdía de vista a la esclava de pelo moreno que le servía el vino, como un halcón ante un pedazo de carne, y comenzó a acariciarla a cada oportunidad hasta que la anfitriona hizo una seña y la muchacha fue reemplazada. En un aparte, preguntó a Kineas:
—¿Es cierto que los griegos se permiten ser complacidos en público cuando asisten a fiestas?
Kineas notó que se sonrojaba.
—Los jóvenes… ¡hum! Sí. Aunque no en las de cierto postín.
Banugul se rió, y su irritación se esfumó al verlo tan apurado.
—¡Te estás sonrojando! ¿Acaso tú lo has hecho? —Soltó una carcajada—. No me lo imagino.
Kineas se incorporó.
—No seas mojigato. Es toda una imagen. —Banugul meneó la cabeza. Los demás invitados discutían el derecho de Besos a ser Rey de Reyes—. Eres tan reservado…
—Era joven. Todo me resultaba fascinante. Y fácil. Y se trataba de un reto…
—¿Es eso lo que buscas, Kineas? —preguntó, acercándose más a él—. ¿Un reto? —Su rostro estaba a un palmo del suyo—. ¿Debo desafiarte a que goces con una de mis sirvientas? —preguntó, con ojos chispeantes.
—He perdido la práctica en esta clase de bromas —contestó Kineas. Se puso boca abajo por distintas razones.
—Ya lo veo —respondió Banugul, dedicándole una media sonrisa desafiante por encima del hombro mientras se volvía hacia otro invitado.
Se conducía como la anfitriona perfecta, recatada cual doncella persa, ingeniosa cual hetaira ateniense. Contentando a todo el mundo, pensó Kineas. Se dijo que debía presentar su informe y marcharse cuanto antes.
Pero no lo hizo.
Sus invitados se fueron marchando de uno en uno, y Kineas fue consciente de estar demorando su partida; pero ella le había pedido que se quedara y aún tenían pendiente el asunto de Leóstenes, o eso se decía a sí mismo.
Sartobases fue el último en marcharse, y enarcó una elegante ceja persa mirando a Kineas.
—Tenemos asuntos que tratar —dijo Banugul, señalándole.
Sartobases se encogió de hombros.
—Ya me lo imagino —le respondió en persa a Banugul.
—Habla persa —le reveló Banugul, señalando a Kineas.
Sartobases hizo una profunda reverencia y se sonrojó.
—Mis disculpas, señor.
Kineas negó con la cabeza.
—No hay de qué disculparse, señor. Estamos en el País de los Lobos.
Sartobases asintió, entrecerrando los ojos. Luego se fue y los dejó a solas, con la salvedad de la veintena de esclavos que recogían la cena.
—Ven a estirarte a mi lado —invitó sin darle importancia, dando unas palmadas en su diván.
—Prefiero no hacerlo —repuso Kineas, detestando el tono de mojigatería que traslucía su voz.
—¿Quién dice que te excitan los desafíos? Entonces dame tu informe y vuelve a tu cuartel. —Banugul se incorporó.
—Lo siento. Sólo quería decir que…
—No seas tan débil —interrumpió Banugul, sonriendo con desdén.
—Te encuentro… —comenzó Kineas, con el ánimo de excusar su rechazo.
—Conseguirás que me enoje, Kineas. Haz tu voluntad y sólo tu voluntad. Esa es la ley de los reyes y reinas. Si no es tu voluntad, pues que así sea; no es culpa mía lo que hayas decidido —dijo mezclando persa formal y griego en cada frase.
Herido en lo más vivo, Kineas se recostó en su diván.
—Creo que el vicio y la virtud pesan más que mi voluntad —declaró.
Banugul le sonrió.
—No —repuso—. Toda vuestra filosofía sólo es para encubrir la debilidad de quienes son incapaces de lograr las cosas que desean o dominarlas una vez que las logran. Tu virtud es mera abstinencia, y si evitas el vicio es tan sólo cobardía, miedo a las consecuencias.