Kineas asintió.
—La mujer del palacio, la hechicera, es muy peligrosa para ti; hoy y mañana y también pasado mañana. Ponte en guardia.
Los extraños ojos de Nihmu lo miraron de hito en hito. Kineas aprobó de nuevo.
—Precisamente en eso pensaba cuando has llegado. —En ocasiones, al tratar con Nihmu, era posible olvidar que se trataba de una niña. Otras veces resultaba dolorosamente obvio—. Este invierno no te he dedicado tanto tiempo como debería.
Nihmu estuvo de acuerdo.
—Vas mucho al palacio —advirtió—. Todos los sakje me temen. Tengo ganas de hablar contigo. Y mi padre lo ordena. —Miró en torno a ella—. Me gusta tu Nicanor. Es divertido y hace buenos pasteles.
—Estoy convencido de que Nicanor no hace los pasteles él mismo. —Kineas no podía imaginar al pomposo y más bien aburrido Nicanor entreteniendo a un chiquillo. Nihmu hizo una mueca.
—Estás en la inopia, strategos —replicó la niña riendo.
Detrás de ella, en la pista de instrucción, Licurgo ordenó romper filas a los hombres que entrenaba y éstos se dispersaron y formaron corrillos que alborotaron un poco. Otro grupo, compuesto mayormente por olbianos, se dirigía a los burdeles del ágora, y a voz en grito saludaron a un tercer grupo que regresaba de allí. El nivel de ruido aumentó.
De pronto, todas las voces de la pista de instrucción tomaron la forma de una sola voz.
—Tu ceguera matará con la misma efectividad que tu espada —dijo con el tono de un dios.
Kineas dio un paso atrás. Nihmu tenía los ojos como platos y el rostro crispado; no era el rostro de una niña, sino el de una sacerdotisa. Y entonces agarró la brida de su caballo y echó a correr, llorando.
Cuando hubo puesto sus ideas en orden, Kineas mandó llamar a Ataelo, que acudió cabalgando con la mirada puesta en el cielo.
—Mañana sol otra vez —vaticinó—. Para secar la tierra.
Kineas asintió.
—Necesito que tú y los prodromoi realicéis un inventario de forraje —dijo.
Ataelo se encogió de hombros.
—¿Qué?
Kineas comenzó otra vez.
—Necesito que tú y los exploradores salgáis cada día y me deis un informe sobre las granjas que estén a menos de un día de distancia; el número de carros, la cantidad de forraje que tienen en sus establos y graneros.
Ataelo sonrió.
—Para contar carros y para explorar el camino al este. ¿Algo más para los exploradores?
Kineas abrió las palmas de las manos.
Ataelo, por su parte, se agachó desde lo alto de su caballo.
—Temerix para contar graneros y carros. Ataelo para explorar el este.
Ataelo nunca descuidaba los detalles y nunca temía discutir con su jefe, cosa que era de agradecer, incluso cuando las noticias eran malas.
—Tienes razón —observó Kineas.
Ataelo asintió:
—Sí. Si el sol está para brillar, los escoltas cabalgan mañana. Regreso cuando la luna está llena. —Se encogió de hombros—. Excepto por muerte. Siempre excepto.
Kineas señaló a la multitud de aspirantes a guerreros que había junto a la puerta.
—¿Alguien que valga la pena reclutar para los prodromoi?
Ataelo no volvió la cabeza.
—No —dijo.
Tras haber descartado a cientos de jinetes hircanos con una sola palabra, Ataelo sonrió.
—¿Algo más, strategos? —preguntó. A Ataelo le encantaba aquella palabra; la usaba con demasiada frecuencia.
—¿Te llevas a la chica, la hija de Lot? ¿Mosva?
—¿Para cabalgar al este? No. Se queda con su padre. Último hijo. No para explorar.
Kineas se rascó la barba y apartó la mano de golpe.
—Preferiría que fuera —confesó.
—¡Aja! —exclamó el escita. Asintió y sonrió de oreja a oreja—: Bien. Yo por hablar con Lot.
—Ve con los dioses, Ataelo.
—Voy con caballos. Para volver con los dioses. —Ataelo sonrió. Luego dio la vuelta a su caballo y se alejó al trote.
Kineas se disponía a poner fin a un castigo.
Se deslizó entre dos capas de clámides y mantas para entrar en el barracón que Eumenes compartía con Andrónico y otros seis caballeros. El hogar estaba frío, también la habitación, y las paredes encaladas sólo servían para acrecentar la sensación de frialdad. No había mesa ni sillas ni divanes, sólo una hilera de catres hechos por carpinteros locales con montones de mantas y pieles. En la otra punta del barracón, uno de los jinetes, un celta llamado Hama, fornicaba a oscuras con una lugareña, moviéndose lenta y rítmicamente bajo una tienda de mantas. Se decían cosas al oído, gemían y reían juntos. Eumenes, amargado, estaba sentado en su cama e intentaba fingir que no estaba allí.
—Demos un paseo —propuso Kineas.
Eumenes cogió su clámide del umbral y salió con Kineas al día soleado.
Kineas trepó a la muralla por la pendiente de nieve que habían acumulado las ventiscas. La tropa era castigada con turnos para espalar la nieve en la parte exterior de la muralla, donde se mantenía una zona despejada en todo momento. En el interior del recinto, a veces la nieve acumulada aumentaba la altura del fuerte.
—Tú y León estáis compitiendo por Mosva, la hija de Lot —dijo cuando estuvieron a resguardo del viento. Eumenes asintió.
—La he mandado al este con los prodromoi —le informó Kineas—. Sugiero que te apliques en tu trabajo como un soldado profesional. Compra los favores de una chica si sientes necesidad. Ese arranque de ira en el consejo tenía mala intención y no es bueno para la disciplina. Y tú lo comenzaste. Espero que me entiendas.
Eumenes se sonrojó a pesar del frío.
—No es justo. Llamó traidor a mi padre —protestó.
Kineas apoyó las manos en los hombros del muchacho.
—Lo que quieres decir es que no es justo que tu padre fuese un traidor. Lo fue. Y León fue un esclavo. Ambos sois oficiales importantes en esta compañía, y necesitamos que os comportéis como adultos y no como niños descerebrados.
—¡No es justo! —farfulló Eumenes. Estaba llorando.
Kineas abrazó al muchacho; había sufrido mucho durante el último año y ahora lloraba por la pérdida de una chica y de cierto prestigio. Obviamente, su abrazo reconfortó al joven, y Kineas pensó en Mosva llorando en sus brazos después de la refriega en las tierras altas de poniente y en lo mal que se le daba reconfortar a nadie.
Lo hacía lo mejor que podía.
Sin proponérselo adrede, Kineas no subió a la colina de la ciudadela ese día ni el siguiente. Los veinte jinetes de Ataelo salieron al trote por el barro una mañana despejada y desaparecieron en los montes orientales antes de que el sol hubiese ascendido un palmo sobre el horizonte. Los mercenarios, nuevos y viejos, hacían instrucción en la plaza de armas bajo la atenta mirada de Licurgo, con Diodoro observando y León tomando notas. Eumenes estuvo a cargo de la caballería todo el día, acondicionando a los caballos, llevándolos de aquí para allá, cabalgando por periodos breves, y el muchacho fue despiadado con el entrenamiento que se impuso a sí mismo y a todos los jinetes a su mando. Los hombres de Temerix salieron en grupos de dos y de tres, desarmados, y emprendieron la interminable tarea de localizar forraje. Kineas vigilaba el Caspio por si avistaba alguna nave procedente del norte y las montañas del este a la espera de un jinete de Ataelo.
Transcurrió un día más sin que Kineas subiera a la colina.
A última hora de la tarde del tercer día, Filocles se reunió con él en el porche del megaron. Ya era primavera, el aire se había atemperado, tres días de sol habían provocado avalanchas en las laderas y, probablemente, abierto los desfiladeros del sur. Los azafranes de primavera brotaban entre la inmundicia y las cortezas de árbol que se habían acumulado junto a los cimientos del megaron, y Kineas se maravilló ante su colorido como sólo puede hacerlo un hombre que ha sobrevivido a un largo invierno. Extramuros se fijó en un hombre a caballo que pasó de largo ante sus centinelas, derecho hacia lo alto de la colina de la ciudadela.
—Hay mucha belleza en el mundo —suspiró Filocles.
Kineas sonrió. Apoyó una mano en el hombro de Filocles; le encantaban esos momentos en que el filósofo que había en su amigo salía a relucir y decía cosas como aquélla.
—En efecto —dijo Kineas. Y, con más seriedad, agregó—: Y mucha cobardía.
Filocles se sentó en el escalón del megaron. Estiró las piernas delante de él y bebió un sorbo de vino antes de ofrecérselo a Kineas.
—¿La reina? —preguntó Filocles, en voz cuidadosamente neutra.
—La deseo. Reúno un montón de argumentos contra ella; todos excelentes, debería añadir. Srayanka. Los hombres. Los suyos… ¡Bah! Me faltan palabras para expresarlo. Y, sin embargo, vuelvo a ella como una mariposa nocturna a una lámpara de aceite. Y luego me resisto. —Se encogió de hombros—. Es como una competición.
Filocles arqueó una ceja.
—A ti te encantan los desafíos —le recordó.
—Es más que eso —dijo Kineas.
Filocles se apoyó sobre un codo.
—¿Crees que podría tomar un sorbo del vino que he traído para los dos? Gracias. ¿En serio? ¿Más que un desafío? El campamento está lleno de putas; podrías tener a la que quisieras sin que ello diera pie a un incidente diplomático. Podrías follarte a diez y nadie le diría ni pío a Srayanka. Es más, no creo que sea asunto de Srayanka. Pero en vez de una saludable penetración con una puta para aliviar tus humores masculinos, te metes de cabeza en un juego con la reina. Se trata de un juego de dominio y sumisión. El sexo no es más que una ficha en el tablero. Deja de dramatizar. Dentro de pocas semanas nos marcharemos; fóllatela y olvídala o no te la folies y olvídala. Ninguno de los dos se someterá nunca al otro.
Kineas rió un tanto atribulado.
—Cuando has salido con el vino, me estaba diciendo lo agradable que resultas cuando te pones en plan filosófico. —Cogió la copa y la apuró—. Ella dice que nuestra filosofía es cobardía y que cada hombre debería obrar según su propia voluntad.
Filocles asintió.
—Esa es la filosofía de un déspota; o de una mujer que intenta seducir.
—Pero se equivoca —dijo Kineas, inseguro de si eso era una pregunta o una respuesta.
Filocles miró la copa de vino vacía y frunció el ceño.
—Te has bebido todo mi vino. —Parecía dolido—. El buen vino que sabe a bayas.
Kineas sacudió la cabeza.
—Y ahora voy a subir a esa colina a ver a la reina.
Filocles lo aceptó.
—Creo que se ajusta mucho al modo en que los dioses conducen a los hombres a la acción el hecho de que este invierno insistiera en prevenirte contra ella y que ahora use mi lengua como acicate para que subas a la colina. —Extendió el brazo con la copa—. Puesto que vas a entrar a cambiarte, ¿te importaría traerme otra copa de vino? Buen chico. —Aguardó a que Kineas estuviera en el umbral—. Ella no se equivoca. Tampoco está en lo cierto. Esto no va sobre ella ni sobre ti.
Kineas se detuvo un momento y asintió. Cuando regresó con una túnica de lana buena, clámide y una jarra de bronce llena de vino, Nicanor y Diodoro se habían sumado a Filocles. Nicanor sirvió vino y tomó una copa para él.
—De modo que no hay quien te pare, ¿eh? —dijo Diodoro—. Safo dice que tengas cuidado.
Kineas torció el gesto.
—Lo tendré —repuso. Y se bebió de un tirón una segunda copa de vino, haciendo que sus amigos se miraran entre sí.
Licurgo enarcó una ceja. Estaba apoyado contra una columna, contemplando el ágora.
—Se ve mucho movimiento de mensajeros —comentó.
Sitalkes le trajo el caballo, uno de los sementales reales que montaba para que Talasa descansara. Más allá de la puerta, el resto de su escolta le aguardaba. El atardecer era sereno, cálido y curiosamente silencioso, salvo por los mensajeros. Kineas escuchó un momento y diagnosticó el problema; hacía una temperatura propia de la primavera, pero aún no había insectos.
En el oeste, el sol se deslizaba hacia las frías aguas del Caspio.
Kineas montó en su corcel, se acomodó y se volvió hacia Licurgo y Diodoro.
—Doblad la guardia y poned el cuartel en estado de alerta —ordenó—. Me dan miedo las sombras.
Detestaba comportarse así; con una sola frase había condenado a cuarenta hombres a pasar la noche en vela.
Diodoro negó con la cabeza.
—No vayas; yo también lo noto. Todos los mendigos se han largado de la puerta. Quédate aquí.
Licurgo asintió manifestando su acuerdo.
—Algo ha cambiado. No me gusta.
Kineas se encogió de hombros.
—¿Después de dos días armándome de valor? ¡Al Hades con eso!
Filocles se acercó a Diodoro.
—Ambos dais palos de ciego. Vas a darle buenas noticias. —Meneó la cabeza—. Aunque yo también estoy preocupado —confesó Filocles—. Mi hombre en el palacio lleva tres días sin darme novedades.
Kineas asintió, pero la decisión ya estaba tomada.
—¡Deberías llevarte una espada! —gritó Diodoro mientras Kineas daba la vuelta a su montura.
Kineas negó con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
En la puerta de la ciudadela había más vigilancia que de costumbre. Ocho hombres de servicio y los ocho con armadura completa. Pareció sorprenderles la aparición de Kineas y mandaron avisar al capitán de la guardia en lugar de dejarlo pasar.
Kineas primero se malhumoró y luego se preocupó. Detrás oía a Sitalkes hablar a media voz con sus hombres, todos ellos fornidos celtas.
—No os separéis de vuestras armas —ordenó Kineas—. Algo va mal.
El capitán de la guardia salió con un casco de hierro bien lustroso y con almófar y cota de escamas. Iba armado para la guerra.
—La última persona que esperaba ver —dijo a modo de saludo.
—Esperáis un ataque —respondió Kineas cansinamente. El capitán se encogió de hombros.
—No me corresponde a mí decirlo. La reina te recibirá, si entras conmigo. Tus hombres deben aguardar en el patio, desarmados.
Kineas negó con la cabeza.
—No. He estado en la ciudadela decenas de veces y nunca han desarmado a mis hombres.
El capitán se encogió de hombros.
—Entonces que aguarden fuera y aguanten el viento —dijo.
Kineas se volvió hacia Sitalkes.
—Lo siento —se disculpó—. Pasaréis frío. Me encargaré de esto en cuanto hable con ella.
—No te preocupes por nosotros —repuso Sitalkes—. Llévate a Cario, por lo menos.