—Será mejor que te marches, señor —sugirió Sitalkes.
—Sí —dijo Darío. Seguía sangrando, pese al vendaje improvisado, y su palidez había alcanzado límites insospechados. Hablaba como un sonámbulo.
Kineas quería marcharse, pero su propio sentido de la humanidad no se lo permitía.
—No —repuso.
Esperaron una desbandada de guardias. En dos ocasiones, éstos se asomaron a la esquina más alejada del pasillo, el bronce destellando a la oscilante luz de las antorchas. La más cercana se estaba incendiando y pasó la brea a la madera sólida, que ardía más rápido pero daba menos claridad. El humo de la madera de pino se mezcló con el hedor de la inmundicia y empezó a inundar el pasillo.
Una flecha silbó en la oscuridad. Pasó rozando el peto de caballero de Sitalkes y rasgó la mano de la brida de otro hombre, para luego acabar incrustada en una mesa patas arriba.
Todos se pusieron cuerpo a tierra, tanto para mantener la cabeza alejada del humo como para evitar las flechas.
—¡Preparaos! —ordenó Kineas.
—¡Escuchad! —gritó Darío, y se desplomó. Le fallaron las dos piernas a la vez, y de repente cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra una mesa con un golpe seco.
—¡Mierda! —exclamó Sitalkes. El y uno de los celtas agarraron al persa por debajo de los brazos y lo arrastraron fuera de la línea de fuego y de vuelta a la relativa seguridad que ofrecía la puerta.
—Yo también lo oigo —dijo otro hombre—. ¡Luchan!
Ahora Kineas lo escuchaba con claridad. Alguien luchaba en algún lugar. «¡Por Ares! ¿Qué diablos está pasando?» Se puso en pie y se asomó a la poterna. Había movimiento en la ladera que había justo debajo, una hilera de siluetas subía la empinada cuesta. Las observó durante un buen rato —uno de los más largos de su vida—, y luego algo en la capa y en los singulares movimientos del hombre que lideraba el grupo le resultó familiar.
—¡Diodoro! —llamó.
Por momentos, en la poterna se apiñaban hombres acorazados, soldados de infantería. Andrónico se hizo cargo de todos los celtas. Y Diodoro abrazó a Kineas.
—¡Pensábamos que estabas muerto! —dijo.
—Aún no. —Un estruendo sacudió las vigas—. ¿Qué diablos…?
—Antes de recibir tu mensaje, Filocles y Niceas dijeron que algo iba mal. Se dirigen a la entrada principal.
—¡Por Ares y Afrodita! ¡Los masacrarán! —Kineas miró alrededor con los ojos desorbitados, incluso cuando Nicanor avanzó, casi sin aliento tras haber subido la cara más empinada de la colina, el yelmo y el peto de Kineas estaban firmemente sujetos contra la barriga.
—Bien —dijo Diodoro. Miró arriba y abajo en el pasillo inundado de humo—. Andrónico, coge a tus hombres y baja por ese pasillo. Eumenes, tú coge a los tuyos y venid conmigo. ¡Matadlos a todos!
Kineas se metió el peto por la cabeza.
—Diodoro… —dijo.
Diodoro pasó delante.
—¿Estás listo, strategos? Hagamos nuestro trabajo. ¡Bien, sígueme!
Kineas se negó a amedrentarse. Con el escudo robado aún al brazo, embistió por detrás de Darío. Apartaron de su camino los obstáculos improvisados con un prolongado empujón.
—No cometas ninguna locura, Kineas —advirtió Diodoro.
—¡Sé cómo llegar a la puerta! —protestó Kineas. Una flecha surgió de la oscuridad.
—¡Mierda! —exclamó Diodoro—. ¡A la carga! —gritó, y echó a correr por el pasillo.
Kineas se esforzó para no rezagarse y una marea de hombres a las órdenes de Eumenes se agolpó tras él. En la esquina, Eumenes apartó a su strategos de en medio y siguió adelante. Codo con codo con Diodoro, despejó el pasillo, matando a un arquero e hiriendo a otro antes de que el grueso de ellos se batiera en retirada, chillando de pánico.
Los helenos entraron en tropel detrás de ellos. Más hombres llegaron a través de la poterna y siguieron a ciegas a sus jefes respectivos, adentrándose en el humo y la oscuridad. León pasó por delante de Kineas sin reconocerlo y corrió pasillo abajo hasta Diodoro y Eumenes, quienes estaban a unos diez pasos y subían por un tramo de escalera que nadie defendía. Kineas a duras penas lograba que las piernas lo tuvieran en pie. Lo adelantaron otros dos hombres. Se acercaban a los ruidos de la pelea.
—Estamos encima de la puerta —dijo Diodoro, al parecer a Eumenes.
A lo lejos, «¡Apolo, Apolo!», y los chillidos de hombres heridos. Aquél era el rugido de Filocles. Kineas sintió que los dioses le devolvían las fuerzas a las piernas, subió a la carrera el resto de la escalera, y vio el frío resplandor del peto chapado en plata de Eumenes al fondo de otro corredor y las piernas negras de León que brillaban a la luz de las teas. Kineas corrió; sus pies descalzos resonaron en la piedra.
Los estúpidos arqueros bárbaros huían en pos de sus amigos, conduciendo a Diodoro hacia la puerta. Kineas lo comprendió, mientras saltaba por encima de un arquero muerto en la penumbra. Había más humo que antes; algo estaba ardiendo.
—¡Atenea! —bramó Diodoro; costaba creer que un hombre tan flaco pudiera soltar semejante grito de guerra.
—¡Apolo! —se oyó más cerca.
Kineas estaba justo detrás de Eumenes, de otro jinete, Amintas, uno de los caballeros de Herón, y de León. Eumenes y León iban codo con codo, parecían dioses bajo el parpadeo de las teas. Diodoro arremetió con el hombro contra una puerta que cedió. Cuando León y Eumenes añadieron su peso, la puerta se abrió de repente y los tres tropezaron. Un arquero disparó. Fuera o no por pánico, la flecha pasó por encima de la cabeza agachada de León y se le clavó en un pie a Amintas. Kineas saltó sobre el hombre herido y derribó al arquero de un tajo. Daba gusto empuñar la propia espada. Alzó el escudo y paró una flecha, y luego otra, y siguió avanzando.
Una punta de lanza lo adelantó: Eumenes, que le cubría. Rugió su grito de guerra, que sonó quebrado y agudo: «¡Atenea!»; entonces notó resistencia contra su escudo, y Eumenes lo empujaba por detrás y él asestaba mandobles bajos. La resistencia cedió y notó una ráfaga de aire frío.
Había estrellas en el cielo. Estaba en la entrada a una torre, en lo alto de la muralla y cerca de la puerta principal.
De alguna manera, Filocles había abierto la puerta. Estaba en medio del patio, matando, con cuerpos esparcidos en torno a él y el grueso de la guarnición tratando de desalojarlos a él y a los hombres que lo acompañaban.
—¡Apolo! —bramó.
Y Kineas contestó:
—¡Atenea!
Y los soldados de la guarnición levantaron la vista y vieron su sino detrás de ellos, encima de la muralla.
Con unánime desesperación, se vinieron abajo, y los helenos les dieron caza por los pasillos y mataron a cuantos encontraron. La ciudadela fue tomada por asalto, y en el asalto cayeron demasiados olbianos para esperar un comportamiento humano de los asaltantes. Eran animales, y como animales rugían por las salas y los pasillos, destruyendo, violando, matando.
Kineas no intentó detenerlos. Tampoco habría podido, de haberlo deseado; la ley de la guerra era estricta y la ciudadela había sido asaltada. Ya no le quedaban fuerzas para resistir. Bajó de la muralla sediento de venganza y la guarnición despejó el patio en un momento; había olbianos muertos por doquier, algunos quemados con arena caliente y otros atravesados por un sinfín de lanzas, y entre las piernas separadas de Filocles yacía el cuerpo de Niceas.
Kineas se abalanzó sobre el cuerpo de su amigo de infancia. A Niceas lo habían abrasado con arena, tenía un tajo en la cabeza sin casco y una lanza en el costado, pero aún respiraba.
—¡Está vivo! —proclamó Kineas.
Niceas negó gentilmente con la cabeza.
—Te ahorras el coste de un burdel —dijo, y tosió sangre.
—¡No! —gritó Kineas—. No… ¡Niceas!
—Graco me espera —sentenció Niceas. Sonrió como un hombre que ve su hogar al final de un largo viaje y murió.
Y Kineas permaneció abrazado a él un buen rato, hasta que la piel de su amigo comenzó a enfriarse.
—Matemos a todos los cabrones de este castillo —sugirió Filocles. No parecía él. Pero a Kineas le pareció un buen plan.
Amanecida. Humo de los galpones incendiados y de rescoldos de hogueras. Olbianos con el rostro negro de hollín, arracimados contra el viento, los cuerpos vencidos por el cansancio y la culpa. Más que saciados. Ningún hombre puede sobrevivir a una toma por asalto y llegar a olvidar lo que hizo cuando era una bestia.
Una alfombra de cuerpos desde el patio hasta el salón del trono.
Los suelos estaban fríos.
León había salvado a muchos de los esclavos de la ciudadela. El, Nicanor y Eumenes los habían metido en los aposentos de la reina y habían vigilado la puerta. Con las primeras luces del alba, Eumenes llevó a Banugul ante Kineas, que estaba sentado en su trono. La hoja de su espada egipcia estaba limpia, porque la había limpiado a conciencia con la capa de Sartobases. Justo al lado de Sartobases yacía el cadáver de Teraponte, que había muerto a manos de Filocles en la última refriega contra la guardia.
Kineas, Eumenes y Banugul eran los únicos supervivientes de la sala. Las escenas de orgía y disipación en las murallas resultaban tristes y patéticas.
—La he encontrado entre los esclavos —informó Eumenes.
Kineas asintió.
—Me han dicho que… que Niceas ha muerto —balbuceó.
—Niceas ha muerto —confirmó Kineas, y se le saltaron las lágrimas; lo mismo que a Eumenes.
Entonces Kineas se levantó del trono y caminó hacia ellos.
—Vine a ofrecerte la vida —dijo—, puta idiota.
Estaba tan furioso que podría matarla, pero la muerte no bastaba. Banugul le sostuvo la mirada con firmeza.
—No tenía elección —repuso—. Mátame si es lo que tienes que hacer. Arroja mi cuerpo a tus lobos para que me violen si eso te satisface. —La voz le temblaba de terror; no obstante, pese al terror, mantenía un impresionante dominio de sí misma—. Hice lo que tenía que hacer y fracasé. No iré al infierno por mentirosa.
Kineas le dio un puñetazo tan fuerte que le echó la cabeza hacia atrás, le hizo perder el equilibrio y caer desplomada.
—¿Cómo cabe excusar esto? —bramó Kineas. Banugul había caído sobre los cuerpos de varios de sus cortesanos, ensuciándose de sangre y cosas peores. Escupió sangre y se irguió, apoyándose en un brazo.
—Alejandro ha asesinado a Parmenio —dijo con un labio roto y la mandíbula magullada.
Kineas tropezó y fue a sentarse en el trono como si Ares le hubiese cortado los tendones de las piernas.
—¡Dioses! —exclamó.
—Mi presunto padre se abalanzará sobre mí antes de un mes con cinco mil hombres, ansioso por borrarme de la faz de la tierra antes de que le ataque Alejandro. —Mantuvo bien alta la cabeza magullada—. No soy una esclava y no agacho la cabeza. Alejandro es mi señor, y lucharé.
Kineas no quería mirarla. El impulso de matar aún no lo había abandonado. Cada vez que pensaba en el cadáver de Niceas en el patio le venían ganas de enviar más almas al Hades. Pero otra parte de él pedía a gritos la redención; aquella parte que había recorrido los pasillos exterminando arqueros que se habrían rendido y quizás unido a ellos si su espada les hubiese dejado vivir. No obstante, otra parte de él lo acusaba de comportarse mal, y buscaba vengarse de la reina por haberle puesto de manifiesto su debilidad.
—Perdona que te haya golpeado —se disculpó.
Banugul no respondió. Sus ojos recorrieron el salón, mirando a los muertos.
—Ve con él, pues —ordenó Kineas—. Coge a tus esclavos y vete.
—Tenías razón —comentó Banugul con la voz desprovista de emoción.
—¿Razón? —preguntó Kineas. ¿Qué esperaba oír?
—Mi guarnición no valía una mierda —dijo con frialdad—. Ojalá te hubieras unido a mí.
Kineas negó con la cabeza.
—Lárgate, antes de que cambie de opinión —le advirtió. En cuestión de una hora, se había marchado. Y él era el amo de una ciudadela sembrada de cadáveres.
Después de dos semanas de preparativos, los juegos funerarios de Niceas duraron tres días. Los esclavos, los libertos y los campesinos limpiaron la ciudadela y Kineas declaró que todos los impuestos y tributos se condonaban a cambio de un diezmo del forraje de primavera y carros. Tampoco ofreció otra alternativa; sus soldados recaudaron el diezmo con las armas desenvainadas. Fue un asunto desagradable, como todo lo relativo a Hircania tras la escalada de violencia.
Eumenes y León parecieron reconciliarse con el papel compartido de héroes, aunque su reconciliación sólo duró hasta que lucharon por el premio de los juegos fúnebres el tercer día, con Mosva observándolos. El combate se fue enrareciendo, y las viejas heridas se abrieron con una sola palabra cuando León dijo algo mientras sujetaba la cabeza de su rival en una llave; a partir de ahí lucharon como energúmenos.
León venció.
Ataelo había regresado con el resto de los prodromoi el tercer día de los juegos, a tiempo para unirse a los viejos compañeros y lanzar con ellos antorchas a la pira de Niceas. Lloró con ellos y arrojó su mejor daga chapada en oro a las rugientes llamas.
Filocles apenas había dicho palabra desde el asalto. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado en silencio, borracho. Sólo Kineas, Diodoro y Safo sabían que había intentado matarse con su propia espada. Safo lo había sorprendido con las manos en la masa, y entre los tres lograron impedir que la hoja le hiciera daño tras un arduo forcejeo del que Safo salió con un corte y ensangrentada, hasta que Filocles gritó:
—¡Lo único que sé hacer es herir y matar! ¡Soltadme! —Y rompió a llorar. Eso sucedió pocos días después de la toma de la ciudadela. Filocles no era el único hombre desesperado.
En los juegos, guardaba silencio, siempre solo, y cuando los hombres iban a abrazarle, se daba la vuelta. Kineas no consiguió hacerlo reaccionar. Fue Ataelo quien venció su grosería. Se plantó delante del espartano con los brazos en jarras, llorando y despotricando sin tapujos a la manera de los sakje. Cuando captó la atención del silencioso Filocles, le preguntó:
—¿Niceas por matar enemigos?
El rostro de Filocles estaba surcado de lágrimas a la luz de las llamas.
—Sí —respondió.
—¿Cuántos en la última pelea? —preguntó Ataelo. Parecía que no viera o no le importara que Filocles estuviera sufriendo.
Filocles se estremeció.
—Dos —dijo. Ataelo asintió.
—Dos está bien —repuso—. ¿Y tú? —Miró al espartano con curiosidad—. ¿Por venganza? ¿Tú matabas?