Tirano II. Tormenta de flechas (38 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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En un abrir y cerrar de ojos, todos los olbianos se pusieron de pie. León era muy apreciado. Eumenes, poco amigo de los nubios, corrió a su lado y lo ayudó a levantarse. Upazan se rió.

—Así es como juegan los hombres —dijo—. ¿Demasiado brusco para vosotros, los occidentales?

Lot meneó la cabeza y exigió que el joven se disculpara, cosa que se negó a hacer. Se plantó delante de ellos impertérrito y se rió otra vez.

—¿Tantas madres necesita el chico negro? —preguntó—. ¡Si quiere resarcirse, podemos luchar! Lo mataré y entonces el trofeo será mío. Tendría que haber sido mío. Sois un atajo de idiotas.

Obedeciendo una orden directa de Kineas, León dio media vuelta y se marchó. Upazan se rió de los griegos y Kineas lo dejó reír.

Avanzado el día, Kineas conoció a la reina de Lot, Monae, quien había mantenido unidas a las tribus mientras él combatía en Occidente, campaña ya legendaria entre los sármatas. Se fijó en que miraba a Upazan con un desagrado rayano en el odio.

—La hermana de Lot lo era todo para él y murió al dar a luz. Lot nunca ha puesto riendas a ese caballo. —Señaló a Upazan con el mentón—. Causa más problemas que todos los demás chicos y chicas juntos; y muchos de ellos lo adoran, o al menos le temen. Entre los jóvenes, ambas cosas suelen ser la misma.

Kineas era muy mayor para que un muchacho enfadado le arruinara el placer de haber llegado hasta allí, y sus ansias por ver a Srayanka, demasiado grandes para que le importaran gran cosa las pasiones del futuro dirigente. Aceptó las disculpas de Lot en nombre del malhumorado y agresivo Upazan.

Más tarde, en torno a la hoguera del consejo, sentado en hermosas alfombras sármatas de lana variopinta bajo la bóveda celeste, Kineas escuchó a Lot hablar sobre la política de las tribus. Monae estaba con ellos, así como Diodoro, Filocles, Ataelo… y Upazan. No cabía evitar su presencia: al fin y al cabo, era el heredero de Lot.

—Farmenax, el rey supremo de todos los sármatas, ha hecho las paces por su cuenta con Alejandro; ha ido a reunirse con él —dijo Lot.

Kineas se quedó perplejo.

—Entonces vuestra guerra ha terminado —dijo.

Lot miró a Monae, que sonrió como un lobo.

—Nadie lo ha seguido. Ser rey de los sármatas no es muy distinto de ser rey de los sakje, Kineas. Posee el título, pero ha tomado una decisión muy impopular y pocos de nosotros tenemos ganas de seguirlo. Ahora bien, si este Alejandro consigue grandes victorias, y si Espitamenes, el persa, y la reina Zarina de los masagetas son derrotados… ¡Hum! En ese caso, tal vez nos veas unirnos al rey Farmenax.

—Deberíamos salir al encuentro de Alejandro ahora mismo —sugirió Upazan—. Es más fuerte. Conquistará.

—¿Espitamenes? —preguntó Kineas, haciendo caso omiso de la intervención del muchacho—. Oí hablar de él en Hircania. ¿Me refrescas la memoria?

—Uno de los señores de Bactria. Le ha dado a Alejandro el antiguo usurpador, Besos. Se lo entregó; por maldad, según se dice. Besos es un buen hombre y un mal general —dijo Monae, meneando la cabeza apenada—. Ha sido un año muy movido, esposo mío.

Upazan se inclinó hacia delante.

—Esto no es una charla de mujeres, Monae. He hablado y espero ser contestado. Deberíamos ir a por Alejandro.

Kineas miró al chico sin decir nada. Lot levantó una mano.

—Upazan, el tiempo que fuiste rehén de los medos te volvió muy grosero. Las mujeres pueden participar en cualquier consejo.

—¡Bah! Las mujeres calientan camas y traen bebés al mundo. Somos idiotas dejándoles hacer más. Cuando yo sea rey, se acabará lo de las doncellas lanceras.

Lo dijo con el malicioso regocijo que sienten los adolescentes al manifestar una opinión a sabiendas de que ofenderá a sus mayores. Costaba saber si realmente creía en lo que decía.

—¿Besos era el sátrapa? ¿Besos? —preguntó Kineas.

—¿Sátrapa? Se hacía llamar Rey de Reyes. —Monae negó con la cabeza—. Tendrá un mal final, con la nariz cortada. Este Alejandro ha sido rápido como una serpiente en aprender las costumbres de los medos.

—Tengo la impresión de haber salido del fuego para caer en las brasas —dijo Kineas.

—Ningún aspecto de la vida bárbara es sencillo —confesó Lot. Se rió, pero lo hizo con el rostro crispado y desvió la mirada hacia Upazan.

—¿Quién es la reina Zarina? —preguntó Kineas.

—Una lancera que se erigió en reina —respondió Monae. Se llevó una mano a la garganta y tosió, y luego rió con desenfado; el mundo era un lugar divertido para ella, y enseñó todos los dientes—. Adora la guerra. No ama a Espitamenes, pero desea vencer a Alejandro. Ha llamado a asamblea a todos los escitas, desde el Euxino hasta las grandes montañas. Sakje, dahae, sármatas, masagetas, kandos y todos los demás. Jamás se ha convocado una reunión semejante desde los tiempos de las grandes guerras contra los persas. —Sonrió—. Quienes por cierto, también fueron una de nuestras tribus. Me refiero a los persas. Las madres de clan lo recuerdan. —Meneó la cabeza—. Zarina se ve a sí misma como reina de todo el pueblo. ¿La aceptaremos? ¿La obedeceremos? —Se rió—. Pero todos asistiremos, incluso tu Srayanka. Aunque sólo sea por ver cuántas cabezas de caballo es capaz de reunir el pueblo y mostrar a este Alejandro lo que es el poder.

Kineas tomó aire y lo soltó lentamente. Lot echó un vistazo alrededor y luego se inclinó hacia delante.

—¿Qué intención tienes, señor? —inquirió.

—¿Por qué le llamas señor? —preguntó Upazan—. Es un extranjero, no nuestro señor.

—Tú nunca lo has visto dirigir una batalla, sobrino —repuso Lot, razonablemente.

—¡Tonterías! —Upazan tenía opiniones sobre todos los asuntos y no vacilaba en manifestarlas. Se levantó para marcharse de la hoguera, y al levantarse se las arregló para tirar arena a Kineas con el pie.

Kineas siguió ignorando al muchacho. Cuando Upazan se hubo ido, él se inclinó hacia delante.

—Primero quiero reunirme con Srayanka —manifestó—. Tengo entendido que está en Chatracharta, en el Oxus.

Lot y su esposa intercambiaron una mirada.

—Ahí es donde esperamos encontrar a los sakje —dijo Lot, cauteloso.

Kineas asintió.

—Si no me equivoco, podemos avanzar hacia el norte siguiendo el Oxus hasta el Polytimeros y luego… Bueno, luego no tengo muy claro cómo es el terreno. —Se encogió de hombros—. Pero acudiremos a la reunión en el Jaxartes.

Lot se inclinó hacia delante y bosquejó la ola y los dos ríos en la tierra.

—Todo el valle del Oxus está controlado por Iskander —dijo—. Y tiene fuertes a lo largo del Polytimeros y del Jaxartes. Esa es su frontera. Tendrás que cabalgar en torno a él para acudir a la reunión. Así lo dicen en las llanuras: quédate al norte de las hoces del Polytimeros y mantente a buena distancia de los montes sogdianos.

Kineas meneó la cabeza.

—Srayanka lo entenderá mejor que yo —dijo.

Una vez más, se fijó en que sus anfitriones intercambiaban una mirada, pero faltaba tan poco para encontrar a Srayanka que no le preocupaba la campaña.

Aquella noche, bien alimentado, un tanto ebrio de vino persa, con la cabeza llena de chismes sobre Oriente, Kineas se tumbó sobre su vieja clámide y enseguida cayó dormido.

Estaba a oscuras en el campo de Issos, una marea de espectrales persas venía hacia él desde el río, y revivió los últimos momentos en Arbela: su caballo se adentraba entre los nobles medos; despojado del yelmo, luchaba por pura costumbre, porque sólo le quedaban instantes de vida en el vado del río Dios, y su cuerpo se revolvía inquieto mientras dormía. Y de pronto se encontró a los pies del árbol. Ajax le aguardaba allí con Nicomedes, y Niceas abrazaba a Graco, y los dos parecían hombres que hubiesen estado celebrando un gran festival y ahora se ayudaran mutuamente a regresar a casa. Los cuatro le miraban de hito en hito mientras se aproximaba.

—Ya falta poco —dijo Ajax—. ¿Estás preparado para unirte a nosotros?

Niceas gruñó.

—¡Mejor que encuentres a esa potranca tuya y la montes unas cuantas veces, porque aquí no hay nada de eso!

Los demás se rieron sombríamente.

—¿Sabes lo que hemos estado intentando decirte? —preguntó Ajax.

—Creo que sí —contestó Kineas. Era la primera vez que recordaba ser capaz de conversar con los muertos. Verlos, hablar con ellos, lo llenaba de una dicha absurda.

—Acaba lo que has comenzado —dijo Graco. Estaba serio, digno; tal como era él—. Podemos retenerlos hasta que trepes a lo más alto.

Nicomedes asintió.

—Hay que detener a Alejandro. Tú lo detendrás.

Y se puso a trepar. Encima de él, una pareja de águilas chillaba…

Kineas despertó notando la áspera corteza en los brazos y los muslos y la tremenda fatiga de sus miembros.

La tercera noche en la caldera, Kineas estaba sentado bajo un tosco refugio, con un tosco trozo de pergamino en el que había dibujado un mapa aproximado del terreno desde la caldera hasta el lejano Jaxartes. Filocles estaba tumbado a su lado y Diodoro sentado en el suelo junto a Safo, que ocupaba una banqueta. Eumenes y Andrónico se apoyaban en sus respectivas espaldas, ambos remendando bridas. León andaba por ahí interrogando a los mercaderes… o persiguiendo a Mosva.

Todos miraron el mapa e hicieron planes: un viaje rápido a través del suelo seco hasta el borde del mar donde estaban acampados los sakje de Srayanka, una gran reunión, y luego la toma de complicadas decisiones.

—Si la paga no nos alcanza pronto, y aunque lo haga, tengo que preguntarme cómo mantendremos unidos a los chicos —dijo Kineas.

Eumenes, callado hasta entonces, se incorporó a la discusión.

—Los hombres protestan porque están muy lejos de casa. Y muchos se quejan de que no cumplimos con el calendario de festivales y de que los dioses no estarán complacidos.

Diodoro asintió.

—Hay muchas quejas, Eumenes, pero yo lo veo como síntoma de que los muchachos se están recobrando de la marcha hasta aquí y del asalto a la ciudadela. No concedas mucha importancia a unas pocas quejas. —Pero a Kineas le dijo—: No veo qué vamos a conseguir aquí. Los masagetas, los sármatas, los dahae… tienen más jinetes que dioses. Podrían anegar a Alejandro en una marea de carne de caballo. ¿Qué podemos hacer nosotros con nuestros cuatrocientos?

—Tenemos una disciplina de la que ellos carecen, y ya nos hemos enfrentado a Macedonia antes —repuso Kineas—. Pero tomo nota. —Miró hacia el borde de la caldera y al azul oscuro del cielo—. El mundo es mayor de lo que nunca imaginé.

Diodoro parecía estar de acuerdo.

—Me gustaría ir en busca de mis tutores y traerlos aquí —declaró.

Kineas prosiguió como si su amigo no hubiese hablado.

—Pero Alejandro sigue siendo el monstruo. Por grande que sea el mundo, parece capaz de cruzarlo de un salto. Iré adonde él vaya.

Diodoro meneó la cabeza.

—Pues entonces supongo que te seguiremos —dijo. Miró un momento hacia el sol—. ¿Y luego qué ocurre? Es decir, primero combatimos con Alejandro. ¿Y luego qué?

Kineas se rió.

—Cuando derrotemos a Alejandro, intentaré convencer a Srayanka de regresar juntos a casa. —Se encogió de hombros—. Si sigo vivo.

Filocles meneó la cabeza.

—Siempre la misma canción. Lo que te estamos diciendo, strategos, es que si quieres que tus hombres te sigan hasta el fin del mundo para enfrentarse al mejor ejército que ha visto la Tierra desde que los aqueos de largas cabelleras navegaron hasta la ventosa Ilion, sería conveniente que tuvieras planeado qué hacer después de la victoria.

—O derrota —dijo Diodoro alegremente.

A la mañana siguiente, los hiperetas de cada escuadrón hicieron formar en columna a los hombres. Rezongaron y gruñeron y maldijeron su suerte mientras montaban, pero así lo hicieron. Kineas se fijó en que León abrazaba a Mosva, y vio que el semblante de Eumenes se oscurecía casi hasta volverse púrpura, igual que el de Upazan, aunque se guardó de intervenir. León hizo una seña al jefe sármata; tan sólo un gesto con dos dedos. Upazan reaccionó de inmediato, corriendo hacia León, pero éste ya había montado. Sonriente, echó la zancadilla al sármata con la espada y azuzó a su caballo. Un feo murmullo se extendió entre los sármatas más jóvenes.

Kineas pensó en intervenir. Pero no lo hizo.

Antes de que el sol se hubiese elevado un palmo en el éter, los exploradores sármatas que les habían prestado alcanzaron el borde de la caldera y el gran lago de las estepas resplandeció como un zafiro en el horizonte. Desapareció al descender la ladera de la caldera, pero al día siguiente volvieron a divisarlo. Avanzaban a buen ritmo por la estepa, los exploradores encontraban agua y dormían al raso custodiados por un montón de centinelas.

Kineas no los dejaba aflojar.

Cuando llegó la fiesta de las Esciroforias, ya abrevaban los caballos en las aguas del Oxus, y a la otra orilla del río veían caballos y hombres que lavaban camisas. Los olbianos y los sakje se reunieron como amigos y hermanos de armas que se hubiesen perdido de vista mucho tiempo atrás, de modo que la disciplina se fue al garete en cuanto entraron en el campamento sakje. Kineas cabalgó derecho hacia el círculo de carromatos del medio. El corazón le latía con fuerza en el pecho y tenía la boca seca. «¿Por qué no ha salido a recibirme? ¡Seguro que sus exploradores me han visto hace más de un día!»

Desmontó, con Ataelo a su lado. Parshtaevalt aguardaba para recibirlo, y su porte traslucía cansancio.

Kineas abrazó al lugarteniente de Srayanka, que suspiró aliviado.

—¿Dónde está? —preguntó Kineas sin más ceremonia. Parshtaevalt estrechó más el abrazo.

—Secuestrada —susurró—. Es prisionera de Alejandro. Y hemos sido traicionados.

19

La ausencia de Srayanka fue como un nubarrón de tormenta que amenazó con engullir a Kineas y llevárselo consigo. Sólo pensaba en el vacío que había dejado y, durante la primera noche en el campamento asagatje, en dos ocasiones lloró sin causa aparente.

Pese a su desespero, se dio cuenta de que Parshtaevalt lo necesitaba. Al líder guerrero, le venía grande ejercer de lugarteniente de Srayanka y anduvo rondando a Kineas y, entre titubeos, le habló dos veces de convocar al consejo de jefes, hasta que Kineas asintió para librarse de él.

La traición de Espitamenes no era la única novedad que le aguardaba en el campamento de los asagatje. Cuando Parshtaevalt convocó el consejo de los jefes de clan y todos se hubieron sentado en torno a la fogata que había delante del carromato de Srayanka, Kineas vio a un desconocido vestido de seda. Hizo una seña a Parshtaevalt.

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