Tirano II. Tormenta de flechas (40 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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La noche siguiente, el contingente entero estaba congregado en las riberas del Oxus. Cuando sus manadas de caballos se mezclaron, agua marrón fluyó por un lecho tres veces más ancho que el arroyo a principios de verano, que se dividía y volvía a reunir en veinte canales, creando miles de islas, unas cubiertas de hierba y otras de árboles. La fragancia de las madreselvas y las rosas silvestres embriagaba los sentidos, y el sonido de diez mil caballos pastando la abundante hierba de los prados ribereños ahogaba cualquier otro ruido. Por la noche, las fogatas de tamarisco olían a cedro del Líbano. Toda el agua sabía a barro.

Kineas se sirvió de su recién adquirida autoridad sobre los sakje para seleccionar a los mejores guerreros de todos los clanes y tribus que habían seguido a Srayanka. Los juntó en una compañía de doscientos hombres que puso al mando de Bain. Bain era un soldado magnífico, y eso le convertía en líder sakje. Kineas hubiese preferido que Parshtaevalt estuviera al mando de los hombres escogidos, pero lo habían votado jefe de los Manos Crueles y Kineas lo necesitaba en ese cargo.

Bain no se adaptó fácilmente a la instrucción, pero en cambio sí al mando; y Diodoro, que había trabajado tanto con adolescentes como con bárbaros, no tardó en hacer comprender al joven caballero que su autoridad dependía de su habilidad para mantener vivo el interés de sus jinetes por la instrucción griega.

—Nunca serán un regalo para la vista —dijo Andrónico. Se esforzaba en desempeñar las funciones de Niceas como hipereta del Estado Mayor. Cada vez que Kineas oía su acento galo, echaba en falta a Niceas, pero Andrónico reunía las condiciones para el puesto—. Aunque ya han aprendido la cuña y saben volver a formar obedeciendo a la trompeta, y con esas dos habilidades ganarán batallas.

Diodoro tenía planes más ambiciosos, según pudo comprobar Kineas la tarde siguiente. Dos escuadrones de olbianos formaron en línea con los sakje de Bain detrás de ellos. A una señal de la trompeta, los sakje comenzaron a disparar flechas por encima de los olbianos, que entraron a fondo a la carga apoyados por la lluvia de flechas que volaban sobre sus cabezas.

Diodoro cabalgó para reunirse con Kineas y se quitó el yelmo.

—¿Qué te parece? —preguntó—. Como los hippotoxotai de la época de nuestros padres.

Kineas se había fijado en que Barzes, un hircano que habían reclutado en Namastopolis, había perdido a su caballo, víctima de una flecha amiga. Se lo señaló a Diodoro.

—Si los sakje se encuentran con una sorpresa, si tropiezan con un obstáculo imprevisto o tu carga se queda corta, tendrás que comerte un montón de tus propias flechas.

—¡No seas muermo! —protestó Diodoro—. Esto revolucionará la guerra de la caballería.

Kineas se encogió de hombros.

—Eres el astuto Ulises —dijo, y sonrió—. Yo lo veo bien.

Diodoro sonrió.

—Si yo soy Ulises —dijo—, supongo que tú eres Agamenón.

Kineas hizo una mueca.

—¡Uff…! —exclamó.

Con los hombres de Lot que había seleccionado y su propia caballería, Kineas tenía casi ochocientos veteranos de la campaña del año anterior. Los instruyó, divirtiendo a los sakje y aburriendo a los sármatas, enseñándoles unas pocas órdenes de trompeta, la cuña y el romboide, así como a cargar y a volver a formar deprisa, hasta que los tuvo a todos al borde de la revuelta, y entonces les concedió dos días de fiesta y derrochó lo que quedaba de grano para alimentar a los caballos de combate.

Samahe llegó con la noticia de que los exploradores de Lot que habían ido hacia el oeste habían visto a Coeno. Todavía estaba lejos, más allá de las Montañas de Sal, pero había cruzado el desierto y ya tenía una escolta de sármatas. La noticia de su venida hizo más por los olbianos que cien discursos, porque traía vino y oro para su paga, además de novedades de la patria.

Samahe iba cubierta de polvo, y el olor a sudor de caballo la precedió al entrar en el carromato de Srayanka. Kineas le ofreció una copa de vino que saboreó con la delectación de una entendida.

—Verano en las llanuras —dijo Samahe—. Desierto apestoso. —Tiró el resto del vino—. No como en casa, donde hay hierba en verano. La hierba alta ha desaparecido.

—Ataelo volverá pronto —anunció Kineas, y Samahe sonrió.

—Apesto como un perro —reconoció—. ¡Baño de rosas para él!

Su alegría ante la inminente llegada de su pareja hizo que a Kineas se le partiera el corazón. Sonrió a la muchacha, pero su mente clamó: «¡Srayanka!»

Trabajaba para rescatarla, pero lo hacía con poca fe.

Kineas ofreció sacrificios a los dioses y rezó, y al octavo día se encontraba bajo el sol despiadado con un sombrero de paja tan ancho como sus espaldas, almohazando a su caballo con un cepillo sakje, una herramienta maravillosa tejida como una cuerda con pelo de cola de caballo y cerdas de un animal misterioso que al parecer vivía en el lejano norte. Había almohazado a cuatro caballos a lo largo de miles de estadios y el cepillo seguía tan tieso y nuevo como el día en que Urvara se lo regaló, horas antes de la gran batalla en el vado. Significaba mucho para él. Andaba pensando en ella y Srayanka, cuando oyó un griterío procedente del campamento principal. Vio a un jinete surgir del sol, con piqueros llamándolo a ambos lados, y corrió ribera arriba hacia su campamento sin soltar el cepillo.

Era Nihmu quien parecía surgida del sol. Estaba exhausta, con los ojos hundidos en las cuencas y oscuras ojeras que asemejaban magulladuras. Su delgadez era comparable a la de una rama de tamarisco, y cuando desmontó junto a Kineas bebió toda el agua que éste le pudo ofrecer. El agua pareció hacerla crecer un poco, y de pronto sonrió radiante como el sol que atraviesa un cielo encapotado.

—«¡Prepara tus caballos, Rey!», dice Ataelo, y Filocles dice que han encontrado una manera de rescatar a la señora.

Kineas sintió el corazón palpitar con tanta fuerza en el pecho que parecía que no hubiese latido durante días o incluso semanas hasta ese momento.

—¿Cómo? —preguntó, cogiéndole las manos.

Nihmu se apartó el pelo de los ojos. Las trenzas se le habían deshecho con la cabalgada y tenía un halo de cabellos de bronce alrededor de la cara. Sacudió la cabeza aburrida.

—No por decirlo a mí. Dioses, parezco Ataelo. —Sonrió—. Llevo muchos días sin pensar en griego, señor. Me dijeron que debes llevar a la gente tan deprisa como puedas a las hoces del Polytimeros. Es todo lo que sé. Y tengo que decirte que Iskander está en el campo, que Cratero está en el Polytimeros y que Espitamenes sigue sitiando Maracanda.

Repitió esto último con el sonsonete de lo que se ha aprendido de memoria.

—Ve a acostarte, niña —ordenó Kineas. Se volvió a Diodoro—. Que Eumenes vaya a llevarle las novedades a Lot. Dile que partiremos por la mañana.

Diodoro asintió.

—¿Dónde están exactamente las hoces del Polytimeros? —preguntó en voz baja.

Kineas se rascó la barba.

—Será mejor que también le pidas unos guías.

Luego se tumbó al raso envuelto en su clámide, bajo las estrellas, en lugar de hacerlo en el carromato de Srayanka, y aguardó a que el velo del sueño se posara sobre él.

Reía porque ningún derroche de color, ninguna cacofonía de sonidos irreales, ningún bestiario de monstruos imaginados lograba conmoverle como sus sueños le habían conmovido antaño. De hecho, estaba enfadado.

Kam Baqca se posó en una rama frente a la suya, la espalda acurrucada contra el tronco del árbol.

—Ya casi lo has conseguido —dijo.

Kineas estaba sentado con las piernas colgando. Encima de él, una pareja de águilas trazaba círculos cada vez más grandes en torno a su cabeza y chillaban. Kineas gritó:

—Vosotros, los dioses, me habéis convertido en una flecha y me disparáis con vuestro arco. Cualquier día de éstos daré en el blanco y me haré pedazos, y mis días habrán terminado. Para vosotros, la flecha habrá cumplido con su cometido. Para mí, sólo existen Srayanka y la vida. La madreselva es dulce. Las rosas silvestres huelen a amor y las mujeres sakje se frotan con pétalos y hierbas aromáticas acicalándose para el amor, y yo habré muerto sin volver a verla.

Kam Baqca levantó la cabeza de modo que Kineas pudo ver que casi toda la piel se le había escamado del rostro, dejándole el cráneo a la vista. Era una imagen horrible pero, a la vez, reconfortante. Otra parte de su mente se preguntaba por qué Ajax aparecía incorrupto mientras que Kam Baqca, que había muerto el mismo día, se había podrido.

—¿Acaso eres un niño, para que te me vengas a quejar de lo injusto que es todo? —preguntó Kam Baqca con pícaro desdén—. Yo ya estoy muerta, ningún amante me tomará en sus brazos. —Se miró los brazos; huesos y tendones blanquecinos—. ¡Qué bonita soy! Si me froto con pétalos de rosa, ¿borraré el hedor a podredumbre?

Kineas la fulminó con la mirada.

—Tú elegiste tu camino.

Kam Baqca sonrió con sus horribles mandíbulas.

—Y tú elegiste el tuyo, Rey. Arconte. Hiparco. Viniste al este. Ahora termina tu labor como un buen artesano. Ve y lucha contra el monstruo…

Kineas se despertó y se halló inmerso en el ruido de diez mil quijadas mascando hierba. Se tumbó de nuevo y la desesperación lo envolvió como una niebla matutina hasta atragantarlo y hacerlo llorar. Pero, cuando se durmió de nuevo…, dejó atrás a sus amigos muertos y saltó al árbol otra vez y trepó sin mucho interés. Vio la copa encima de él y se maravilló al comprobar lo alto que había llegado. Miró hacia abajo y vio una llanura a sus pies, extendiéndose hasta unas montañas que se alzaban como una muralla y se prolongaban sin fin, y supo lo que era el asombro. Y entonces alargó la mano para seguir trepando…

—Si eres incapaz de controlarte mejor —dijo Focionte—, no me molestaré en enseñarte nada más.

Kineas estaba en la arena de la pista de prácticas. Tenía el brazo entumecido y los ojos le escocían por culpa de las lágrimas.

—¡No es justo! —gimoteó.

La espada de madera de Focionte le golpeó una sien.

—Las bestias luchan con rabia —dijo—. Los griegos luchan con conciencia. Cualquier bárbaro puede tener más rabia que tú, niño.

—¡No soy un niño! —berreó Kineas. Quiso que sonara como un bramido, pero más bien profirió un chillido. Los demás jóvenes que aguardaban su turno se rieron con disimulo o guardaron un violento silencio.

El crimen de Kineas había sido declarar con total naturalidad que era el mejor pupilo de Focionte. Focionte había reaccionado desarmándolo repetidamente y venciéndolo con descorazonadora facilidad, no una sino diez veces seguidas. Usó un mismo movimiento muy simple una y otra vez, ejecutado con perezosa elegancia, y las respuestas de Kineas se fueron volviendo más y más torpes con cada encuentro, hasta que el muchacho rompió a llorar.

Focionte retrocedió unos pasos.

—Si eres un hombre, recoge esa espada y usa el cerebro.

Kineas caminó por la arena hasta su espada y la recuperó, ardiendo en deseos de vengarse. Pero pensó en Niceas y en Graco, y en la pelea en el callejón, y en el dolor y la sangre. Y en lo mucho que le debía a Focionte. Se irguió a pesar de sus diez nuevas magulladuras. Obligó a su cerebro a analizar el ataque de Focionte, una sutileza en la finta. Optó por una solución sencilla.

—Estoy listo —manifestó, adoptando la postura de combate, el escudo delante y la espada detrás. Se movió con cautela y Focionte bailó en torno a él, pero esta vez Kineas no le ofreció su espada. Se mantuvo detrás del escudo, encajó un golpe ligero en la cadera y un corte en la rodilla izquierda. Focionte dio un revés y Kineas tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para evitar la respuesta que le habían enseñado: un corte en la muñeca del adversario. En lugar de eso, se limitó a dar un paso atrás y bloquear con su escudo. Fue una maniobra sin brillo; el peso del escudo le dio un tirón en el brazo y, al cabo de unos minutos, Focionte amagó un golpe y le pegó en la cabeza, derribándolo. Focionte le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.

—¡Eres un hombre! —exclamó. Y sonrió de oreja a oreja—. Tal como sospechaba.

Kineas asintió. Le dolía la cabeza.

Focionte le sonrió.

—¿En qué consiste mi nueva finta, Kineas? —preguntó.

Kineas se rascó la cabeza.

—Ni idea, maestro. Comienza con un falso revés. Sólo he necesitado diez intentos para establecerlo.

Focionte asintió.

—¿Y cómo la vences? —preguntó.

Kineas negó con la cabeza.

—Ni idea, maestro.

Focionte sonrió, pareciendo mucho más joven.

—Tal vez seas el mejor de mis alumnos, fanfarrón. Ve a untarte de aceite y date un buen baño.

Graco meneó la cabeza.

—No lo entiendo, maestro —dijo.

Focionte se encogió de hombros.

—Ya lo entenderás —aseveró.

Kineas sonrió a Focionte.

—Yo sí —dijo.

Y entonces se vio en una rama del árbol, más alto que cualquier otro en el que hubiera estado jamás

Y entonces soñó que era un dios, Zeus personificado, y que empuñaba el rayo cuyo fuego blanco brillaba y se agitaba en su mano y que, no obstante, parecía compuesto de hombres y caballos…

Se despertó con el sabor del orgullo desmedido en la boca.

Al cabo de una hora, la columna entera avanzaba. Cabalgaban hacia el norte y el oeste siguiendo el curso del Oxus, con los hermanos de Mosva, Héctor y Artú, así como con Gwair Caballo Negro al frente de la columna. Tenían diez mil caballos, y el conjunto de sus fuerzas se prolongaba cuatro estadios desde Kineas, que iba en cabeza, hasta las últimas doncellas sármatas, envueltas en pañuelos, que cabalgaban en la nube de polvo de la cola, vigilando el ganado.

En dos ocasiones vieron distantes figuras a caballo. Kineas ordenó a los exploradores que no las persiguieran, pero dispuso a más sármatas a modo de cortina defensiva. No quería que todos los jefes tribales de mil estadios a la redonda conocieran la composición de su columna.

Ahora se hallaban en la frontera macedonia. El Polytimeros marcaba el linde del territorio de Alejandro.

Entrada la segunda mañana después del regreso de Nihmu, los exploradores informaron de que tenían delante las hoces del Polytimeros, y una hora más tarde, mientras comían gachas frías y los caballos pastaban, regresó Ataelo. Besó a Samahe, ambos se entrelazaron como dos árboles en una isla azotada por el viento en el Egeo, y luego Ataelo se apartó de ella y se volvió hacia Kineas. Sonrió.

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