Kineas asimiló el ataque de Bain de un vistazo. Se bajó la mentonera del yelmo y se abrochó el barboquejo. Ahora los mandos del enemigo estaban separados de su caballería. Podían conseguirlo.
Los mandos y los hetairoi se habían percatado de que cientos de caballeros bien instruidos estaban emergiendo por su flanco. El general de la clámide púrpura gesticuló, se volvió y chilló.
Los hombres de Kineas estaban a menos de un estadio. Srayanka parecía herida; su postura y actitud le decían que algo iba muy mal. Alzó el brazo derecho empuñando una jabalina.
—¡Al trote! —ordenó.
Urvara sacó un kopis macedonio de la vaina de uno de los Compañeros Reales. Aprovechó el tirón para cortarle una mano y encabritó su caballo. Detrás de ella, un segundo jinete hetairoi desenvainó la espada a su vez, dispuesto a ejecutar a Srayanka. Irene, la trompetera de Srayanka, con las trenzas grises revueltas, se agarró al macedonio, envolviéndolo con ambos brazos para sujetarlo. Cayeron juntos al suelo y desaparecieron entre el polvo que se estaba levantando.
Srayanka, libre, hizo un corte a un tercer Compañero Real con su fusta, dio media vuelta a su caballo y cabalgó hacia los sauces de la isla. La confusión reinaba entre los mandos. Urvara golpeó a un segundo hombre, haciéndolo sangrar al atravesar las capas de cuero de su coselete.
El desdén de los macedonios por las mujeres les estaba saliendo muy caro.
—¡A la carga! —rugió Kineas. Su caballo voló como Pegaso sobre la grava y la arena.
La escolta del general era tan brava como diestra. Mantenían bien la formación pese a que Urvara, con sus excelentes dotes de amazona y sus frenéticos mandobles, estuviera sembrando el caos entre sus filas de retaguardia, y los cincuenta arremetieron en un contraataque. Pero la fila delantera sólo disponía de diez zancadas para cobrar impulso, mientras que los olbianos de Kineas contaban con toda la suave pendiente que ya quedaba a sus espaldas y con medio estadio al galope, e impactaron de lleno contra la escolta; sus caballos chocaron pecho contra pecho con los corceles macedonios como naves de guerra provistas de espolones, arrollándolos. Kineas no arrojó su jabalina, la usó para parar el xyston de un Compañero y recibió una dolorosa estocada de lanza en el mal protegido hombro izquierdo al acercarse, pero Talasa cumplió su cometido y sus dos primeros adversarios no se mantuvieron erguidos para enfrentarse a él. Kineas sólo tuvo que luchar cuerpo a cuerpo cuando la yegua perdió ímpetu al subir a la isla de los sauces por la cuesta de pizarra. Un Compañero Real que había perdido el casco se mantuvo firme a lomos de un poderoso caballo castrado y golpeó con fuerza con su largo xyston, blandiéndolo con ambas manos. Kineas lo esquivó, pasando el yelmo por debajo de la punta, y dejó seguir a Talasa. Con el encontronazo, ambos caballos se empinaron y corvetearon. Kineas agarró su propia lanza con las dos manos, la izquierda hacia la punta y la derecha hacia la base del asta, y acometió, desgarrando los brazos de su oponente, cortándole las riendas y clavándosela justo por encima del peto de bronce hasta atravesarle el cuello.
Y luego otro hombre, con una clámide roja. Kineas trató de derribarlo de la silla con la empuñadura de la lanza, pero el hombre le cortó el asta en dos de un potente mandoblazo. Kineas se agachó para esquivar el revés y Talasa retrocedió. Después aprovechó la pausa para sacar su machaira egipcia de la vaina, y en ese preciso instante se le aproximaron dos hombres cuyos caballos se perseguían dando vueltas como perros peleando. Clámide Roja no era un maestro espadachín pero sí tan fuerte como un buey, recio, duro, bien armado, e incluso cuando Kineas le acertó de pleno en el hombro se limitó a soltar un gruñido. Ahora llevaba una daga corta en la otra mano y arremetió agachándose para clavársela a Kineas en el esternón, pero el coselete de bronce desvió el golpe. Kineas arremetió de nuevo, haciendo una finta alta que convirtió en ataque usando la fuerza de la parada del adversario contra él y girando el puño al cortar, de modo que su espada egipcia se hundió bajo el brazo armado del macedonio; pero el coselete de Clámide Roja resistió. Talasa retrocedía, los ojos de Kineas estaban empapados en sudor, agachó la cabeza y se puso a golpear a diestro y siniestro. Clámide Roja recibió un corte en el brazo y reaccionó con violencia, y la parada de Kineas no fue lo bastante firme para impedir que el golpe le esquilara el penacho y tirara del yelmo, rompiendo el barboquejo y torciendo bruscamente la cabeza de Kineas hacia atrás. Perdió el mundo de vista y, una vez más, Talasa le salvó la vida. Kineas notó que su montura se empinaba y se daba impulso con los cuartos traseros. Mientras el caballo caía sobre las manos, se le aclaró la visión y dio un mandoble alto, y las dos hojas se engancharon, el duro filo de la espada egipcia mordió el hierro dulce del kopis macedonio y ambos jinetes se arrimaron. El corpulento adversario forcejeaba buscando los muslos de Kineas con su daga, y Kineas se arrancó la fusta del fajín con la izquierda y azotó el brazo extendido del otro arrancándole un gruñido de dolor, y entonces ambos caballos se tambalearon juntos y se enderezaron con un lío de coces que los separó. Kineas había dejado atrás a Clámide Roja, liberándose de la melé. Miró por encima del hombro y vio que Diodoro lo asaetaba repetidamente con una jabalina, manteniéndolo a distancia. Clámide Roja chillaba pidiendo auxilio en griego macedonio.
Kineas hizo girar a Talasa, valiéndose sólo de las rodillas, con la intención de rematar a Clámide Roja. Se enjugó los ojos con el brazo y por primera vez sintió el daño del hombro izquierdo, y de pronto se vio frente a Clámide Púrpura, que sólo tenía una espada corta y estaba enzarzado con Urvara. Esta lanzó una mirada entre exasperada y furiosa a Kineas, que fue derecho a por el flanco del general enemigo, tirándolo de un solo golpe al suelo, donde Cario lo remató con su lanza. Con las piernas bien sujetas a los lomos de Talasa, Kineas se encontró entre un puñado de desesperados macedonios con las clámides sucias de polvo, seguramente la escolta de Clámide Púrpura. Pegó a diestro y siniestro, encajó otro golpe en el hombro izquierdo que le cortó las correas de cuero de la coraza y azuzó a Talasa con las rodillas, lanzándose a través de los enemigos hacia un claro, ciego de dolor. Quiso recuperar las riendas en vano, y aun así Talasa hizo una pirueta digna de un acróbata equino, girando tan bruscamente que Kineas a punto estuvo de caerse de la silla. Los tres escoltas cruzaban aceros con Cario y Sitalkes. Kineas vio el penacho azul del yelmo de Diodoro al otro lado de la gigantesca silueta de Cario. Se agachó sobre el cuello de su yegua, aspiró una bocanada de aire y echó un vistazo a su hombro izquierdo, que no parecía herido pese al intenso dolor. Entonces hincó los talones en los ijares de Talasa y el caballo respondió con otra potente embestida, chocando de lleno contra el adversario de Sitalkes, a cuyo caballo derribó, haciéndolo caer de la silla. Sitalkes liquidó al jinete con brutal economía mientras Kineas se enfrentaba a su otro oponente, bloqueándole la espada con una parada alta, cortándole la mano de la brida con una finta circular por encima de la cabeza para luego matarlo de un tajo en el cuello.
Llevaba casi un minuto montando sólo con las rodillas, y Talasa reaccionaba magníficamente, pero entonces Kineas recuperó las riendas, mirando a izquierda y derecha, exhausto por la tensión mental y el esfuerzo físico. Respiraba agitadamente, y las rodillas amenazaban con dejar de sujetarlo a su montura. La muñeca derecha apenas le respondía.
Diodoro dio de lleno en el yelmo de Clámide Roja a la altura de la sien con todo el ímpetu de su jabalina de madera de corno, y éste se desplomó, muerto o inconsciente. Acto seguido, Diodoro comenzó a bramar a los olbianos para que se reagruparan. Eumenes se topó con los ojos de Kineas; había abatido a su hombre y también miraba alrededor. En el lecho del río, los corpulentos celtas habían hecho pedazos al resto de la escolta con sus caballos de combate y estaban barriendo con todo. Cario ya había desmontado y despojaba a los cadáveres de sus víctimas. Sitalkes sonrió satisfecho a Kineas, no por el derramamiento de sangre, sino por el placer de estar vivo.
El ruido ensordecedor de la melé se extinguió de repente, dejando sólo tras de sí la agonía de caballos y hombres.
Diodoro estaba en todas partes, reagrupando a sus hombres y vigilando la batalla. Kineas le dejó hacer. Cabalgaba al encuentro de Srayanka.
Hacia el norte, los jinetes de Bain perseguían cada vez más de cerca a los atribulados mercenarios y a la infantería macedonia montada, disparando flechas sin cesar. El combate entero se había convertido en una nube de polvo y una tremenda cacofonía. Los caballos morían relinchando en su agonía. Hacia el sur, algo había sucedido; Kineas no veía enfrentamientos, pero tampoco había rastro de la infantería mercenaria. Hacia el este, se alzaba la bruma de una batalla; alguien oponía resistencia a los sármatas en el lecho del río.
Todo eso podía aguardar mientras iba a saludarla. Srayanka había desmontado y se hallaba junto a uno de los antiguos altares.
—Srayanka —dijo Kineas.
Ella negó con la cabeza.
—Me siento como si fuera a morir —se quejó Srayanka, tan en su estilo que Kineas tuvo que sonreír a pesar de lo que le había dicho. Desmontó y permitió que Talasa pastara en medio de una batalla.
»¡Ve a luchar! —susurró Srayanka apretando los dientes. Y acto seguido profirió un lamento, algo entre un gruñido y un chillido.
—Tú… —dijo Kineas, y la abrazó.
—¡Bah! —murmuró ella con la cara hundida en su clámide—. Vas cubierto de sangre —observó, pero sonrió.
Detrás de él, Andrónico lo llamaba. Al volverse, vio que tanto éste como Ataelo venían del oeste a galope tendido.
—¡Mira! —gritó Eumenes. Señalaba hacia el oeste, más allá de Ataelo.
Kineas volvió a mirar.
Había una nube de polvo, una inmensa nube que se alzaba cual dios vengador sobre las llanuras. Era lo bastante grande para que fuera otro ejército, y ese ejército estaba cerca.
—¡Atenea nos ampare! —rezó Kineas, buscando su yelmo sin recordar que lo había perdido. Una flecha perdida cayó a pocos pasos. Filocles acudió corriendo, tirando de su caballo. Él también se puso a gritar a los olbianos que formaran de nuevo.
Antígono surgió de entre un puñado de celtas y comenzó a ordenarlos en columna.
—¡Romboide! —gritó Kineas a Diodoro.
Ataelo bajó al vado y los cascos de su caballo levantaron un rocío de cristal del agua terrosa. Su rostro era la máscara del pánico. El tiempo se detuvo. Kineas soltó a Srayanka y ésta se desplomó junto al altar.
Urvara le agarró una mano y rompió el hechizo.
—¡Está karsanth! —La mujer sakje dio media vuelta a su caballo y señaló a Srayanka—: ¡Karsanth! ¿Entiendes?
Kineas no lo entendía, y Ataelo estaba allí de nuevo. El tiempo volvía a correr.
—¡Gran columna: diez y diez, cien veces; más! ¡Por venir aquí! —gesticulaba como un poseso.
Kineas suspiró profundamente; la fragancia de la madreselva y el olor a cobre de la sangre se mezclaron como una droga en su nariz.
—¿Karsanth? ¿Envenenada? ¿Por quién? —preguntó a Ataelo—. ¿Los macedonios?
Ataelo negó con la cabeza.
—Grande y rápida —dijo—. Por aguardar demasiado —murmuró con amargo reproche para sus adentros.
—¿Qué es karsanth? —les preguntó Kineas a Ataelo y a Eumenes.
Intercambiaron una mirada mientras Urvara negaba con la cabeza.
—¡Karsanth! ¡Karsanth! ¿Tan estúpido eres?
Estaba tan frustrada consigo misma como con él.
Los sakje de Bain habían salido del lecho del río, subiendo al ribazo de grava y arena, y cabalgaban rodeando lo que quedaba de los doscientos macedonios y jinetes mercenarios, que se venían abajo. Mientras Kineas observaba, Bain agitó su arco, y el trompetero dio un toque largo y complejo, casi como un pean, y los sakje giraron hacia el centro como un solo hombre y cayeron sobre los macedonios ocultos en la nube de polvo. Sólo que a los macedonios no se les consideraba la mejor caballería del mundo porque sí, y ni siquiera habían perdido la voluntad de combatir bajo una lluvia de flechas a las que no podían responder. En los pocos segundos que Kineas observó, vio perecer a Bain atravesado por una lanza.
—¡Dar a luz! —gritó Eumenes—. ¡Está dando a luz! ¡Está de parto!
El joven dio media vuelta a su caballo y la miró. Estaba acurrucada junto al altar, incapaz de moverse, el rostro transido de dolor.
Kineas contempló la nube de polvo, luego a su amada y, antes incluso de saber lo que iba a decir, alzó el brazo. Se volvió hacia Diodoro.
—Llévate a los olbianos; derecho por la orilla hasta los Compañeros —ordenó—. Aplastadlos. Recoged a los heridos; necesitamos una retirada despejada. Tenéis que abrir el camino. ¿Lo entiendes?
Diodoro golpeó con fuerza la mano de la espada contra su peto a modo de saludo. Su expresión era decidida.
—Lo entiendo perfectamente, strategos.
—¡Adelante! —Kineas se volvió hacia Andrónico—: En cuanto acabéis con los macedonios —dijo—, toca retirada. Hazlo sonar una y otra vez. ¿Entendido?
El corpulento galo asintió.
Finalmente, Kineas cabalgó hasta Srayanka, que apoyaba la frente en el altar, aguantando las convulsiones de su cuerpo. Urvara trotó hasta ellos, y la mirada que lanzó a Kineas le suplicaba que hiciera algo.
Kineas se agachó cuando Srayanka comenzaba a reponerse de sus contracciones. Sus ojos se encontraron, y luego sus manos, y Kineas hizo ademán de subirla a su silla.
—¡No me confundas con un pelele! —protestó Srayanka—. ¡Pienso montar! ¡Soy doña Srayanka de los Manos Crueles, no una seguidora griega cualquiera!
—Tenemos que irnos —dijo Kineas, armado de paciencia. Detrás de él, su emboscada se deshacía y los hombres perecían.
Srayanka se mordió el labio y entornó los ojos.
—Pues que así sea —acató Srayanka. Con amargo sentido práctico, agregó—: Aupadme a mi caballo.
Kineas y Urvara se las arreglaron para hacerlo. Srayanka no era liviana, pero ellos tenían fuerza y, a sus espaldas, la batalla cobró vida de repente.
A doscientos pasos de distancia, el romboide olbiano irrumpió en la refriega entre los sakje y los Compañeros. Los macedonios eran bravos y diestros, pero carecían del peso y el número necesarios para detener a los olbianos. El choque de los olbianos resonó como si cien cocineros locos se pusieran a aporrear calderos de bronce, y el estrépito se extendió por todo el campo de batalla.