Tirano II. Tormenta de flechas (57 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—¿Y si no está en el Polytimeros? —preguntó Eumenes.

—Síguele el rastro. Pero, ante todo, mantenlo alejado de mí, y también a Espitamenes, mientras yo maniobro. Tengo que concentrar a treinta mil hombres en el Jaxartes, y si uno de esos bandidos se me pone en mi retaguardia… —Alejandro se encogió de hombros. Los macedonios andaban bajos de moral. Era poco probable que desertaran o combatieran mal, pero siempre cabía la posibilidad de un amotinamiento cuando pensaban que los habían tratado injustamente. Ambos lo sabían. Marcharían eternamente sin vino ni aceite, siempre y cuando estuvieran contentos.

—Así pues, ¿te vas al Jaxartes? —preguntó Eumenes. Había oído rumores, pero en los ejércitos siempre corrían rumores.

—Ya estoy en ello —contestó Alejandro—. He comenzado a enviar una parte de la tropa. Tengo que vencer a los masagetas, antes de que se unan con Espitamenes y se conviertan en un problema.

—Los masagetas no han dado un paso para atacarnos —observó Eumenes.

—Salvo enviar a sus hombres a hostigar nuestros puestos de avanzada y prestar jinetes a Espitamenes. —El tono de Alejandro era autoritario—. Cuando los venza, Espitamenes se doblegará.

Eumenes no había ascendido al poder junto al rey por su cobardía.

—No estoy de acuerdo, señor —objetó—. Espitamenes se doblegará de todos modos. No tenemos necesidad de combatir contra los masagetas. De hecho, un mensaje reconociendo que son amos del mar de hierba seguramente pondría fin a su campaña.

—¿También debería ofrecerme a pagarles un tributo? —preguntó Alejandro, en voz muy baja.

Eumenes asintió lentamente.

—Muy bien, señor —dijo—. Ya has tomado tu decisión.

—Así es. Ve y castiga a ese griego. Recluta a los supervivientes y reúnete conmigo. No iniciaré el combate contra Zarina hasta dentro de veinte días.

—Hefestión desea este mando —le reveló Eumenes, no porque tuviera afecto al camarada del rey, sino porque lo último que deseaba era dar caza a un griego astuto con aliados sakje en el mar de hierba.

—Amo a Hefestión con toda mi alma —admitió Alejandro—, pero le falta iniciativa para mandar con independencia. Y si me entero de que has repetido estas palabras…

Eumenes bajó los ojos para ocultar el brillo que sin duda los iluminaba. «¡Aja!
&mdash
;pensó—. Ahora sí que merece la pena seguir el juego.»

—Atraparé a ese griego —afirmó Eumenes—. Y tal vez también te traiga una amazona.

Alejandro suspiró.

—Me gustaba la que tenía —dijo—. Incluso preñada, tenía presencia. ¡Y qué ojos! —Alejandro rió—. Pero ¿por qué te cuento estas cosas, Eumenes?

«Porque no puedes decírselas a Hefestión», pensó Eumenes con satisfacción.

Alejandro lo detuvo en la puerta de la tienda.

—Llévate al salvaje. ¿Cómo se llama? ¿Urgargar?

—¿Te refieres a Upazan, señor?

—Ese. Conoce el terreno y está lleno de odio. Hagamos que lo ponga a nuestro servicio.

El rey se sentó y bebió un poco más de vino.

28

—Llevamos caballería detrás —dijo Diodoro en cuanto montó. Hacía cuatro días que habían abandonado el Polytimeros para cabalgar hacia el norte, con las colinas del Abii a su derecha y los Montes Sogdianos como una mancha borrosa en el sur. Diodoro iba tan sucio de polvo que su clámide, su rostro y su túnica eran todos del mismo color. Su sombrero de paja de ala ancha tenía los bordes raídos—. ¡Buf!, cabalgar con tantas trabas es como para desalentar cualquier idea de gloria.

—¿Cuántos son? —preguntó Kineas. Volvió la vista atrás, aunque lo único que se veía era la polvareda que levantaban. Estaban un día y una noche al norte del último arroyo y, pese a haber hecho acopio de toda el agua que podían cargar, la carrera a través de las llanuras secas ya había causado bajas equinas.

—¿Ochocientos? ¿Mil? Sin caballos de refresco, según Ataelo. —Diodoro usó el pañuelo con el que se cubría la cabeza para limpiarse la cara—. Estaban acortando distancias con nosotros, pero Ataelo los atacó por sorpresa mientras abrevaban a las bestias.

El último abrevadero quedaba casi a cien estadios detrás de ellos.

—Jamás nos alcanzarán —comentó Kineas. Diodoro sonrió.

—Eso mismo dijo Ataelo —corroboró, y tosió—. Y eso fue antes de que les birlara cincuenta caballos.

Filocles se apartó el pañuelo de la nariz para hablar:

—No los subestiméis. Cruzaron montañas y desiertos para venir hasta aquí. —Hizo ademán de asentir—. Si tenemos problemas de agua, no podremos volver atrás.

Kineas asintió.

—Justo lo que necesitaba, otro motivo de preocupación —dijo.

—Por algo eres el strategos —repuso Diodoro—. Yo antes comandaba dos escuadrones de caballería, pero ahora sólo soy jefe de patrulla. —Se rió—. A este paso, dentro de pocas semanas me veré como comencé: soldado raso de caballería.

Kineas se cubrió la cara con el pañuelo.

—¿Tan malo era? —preguntó.

—¡Qué va! —contestó Diodoro.

Aquella noche hubo agua, la suficiente para hacer enloquecer a los caballos, aunque no para saciarlos. Pese a las precauciones tomadas, surgieron problemas. La gente se mostraba adusta, las monturas se hacían daño a sí mismas y los principios de la disciplina griega entraron en conflicto con las ideas sakje sobre el cuidado de las caballerías.

Kineas trataba de imponer su autoridad sin perder la calma; pero, al no conseguirlo, propinó un puñetazo a un celta que estaba perdiendo la cabeza y luego gritó hasta enronquecer. Enojado consigo mismo y con su mando, se dirigió a la fogata de su rancho y se sentó con sus hijos en brazos mientras Srayanka pasaba revista a la guardia con Diodoro. La única poza arenosa del lecho del arroyo daba el agua justa para abrevar a un caballo cada pocos minutos, con lo cual todo el mundo se exponía a pasar la noche en vela.

Srayanka regresó cuando la luna ya se había ocultado. Suspiró y se dejó caer contra la espalda de Kineas, y juntos contemplaron las estrellas.

—¿Han dormido? —preguntó Srayanka.

—Sí —respondió Kineas. Había reservado el agua de su cantimplora para ellos durante todo el día y les dio cuanta quisieron antes de acostarlos. Habían dejado lo suficiente para que la cantimplora hiciera un atrayente ruido al agitarla. Se la pasó a su esposa, que bebió un sorbo, lo retuvo en la boca y se lo tragó.

—Toma tú el resto —dijo Srayanka.

A Kineas le supo a ambrosía.

Y entonces todos se quedaron dormidos.

Estaba de pie a los pies del árbol y tenía a Ajax y a Niceas frente a él.

—¿Preparado? —preguntó Niceas.

—No —contestó Kineas.

Niceas asintió.

—Pues prepárate —repuso. Más allá de sus espaldas, en el llano, había miles de cadáveres; unos putrefactos, otros desmembrados. Cerca de Ajax, se erguía un guerrero geta con una mano cortada y un limpio pinchazo en el vientre.

»¡Haz lo que tengas que hacer! —dijo en griego. Aquéllas habían sido sus últimas palabras, pero las había pronunciado con cierto apremio. Le hizo un tajo a un guerrero sakje con una hermosa armadura de escamas; Satrax, por supuesto. Pero el rey lo abatió de un solo mandoble.

Detrás de los getas había más hombres, mayormente persas. El hermanastro de Darío intentaba hacer retroceder a Graco.

—Éstos son todos los hombres que he matado —dijo Kineas. Empezó a tener miedo, incluso en el sueño. Los hombres que había matado eran muchos. ¿Y para qué? Mientras aguardaba a perder su propia vida, se encontraba valorándola más que nunca. Y cada uno de ellos la había valorado de igual modo.

Ahora intentaban abrirse paso entre otros fantasmas, presos todavía de la furia del combate.

Niceas lo agarró de la mano y lo empujó hacia el árbol. Sus manos eran huesudas.

—¡Vete! —le dijo—. ¡Trepa! —Parecía desesperado—. ¡No permitas que esto haya sido en balde! —gritó.

Y entonces Kineas se vio en el árbol, mirando hacia abajo al círculo de amigos muertos que repelían la creciente marea de cadáveres. Arrancó sus ojos de aquella visión y trepó más arriba, balanceándose de una rama a la siguiente a un ritmo que habría sido imposible en el mundo de la vigilia, pero sintiendo una fatiga absolutamente real. Tenía la boca seca. Había subido tanto que el propio árbol, pese a su inmensidad, se movía, de modo que la parte alta se balanceaba como el mástil de un barco; ¿o acaso el pensar en un mástil le imprimía el movimiento?

El ascenso devenía mucho más dificultoso a medida que se acercaba al final; la inmensidad del cielo del ocaso le llenaba la cabeza. Los rayos jugaban en cada rama y el tronco se movía debajo de él como un animal salvaje.

En medio de su camino, las ramas delgadas de arriba se entretejían como las de un olivo viejo, formando una barrera semejante a un canasto de mimbre encima de su cabeza, e hizo una pausa, tratando de abrir un hueco. Parecía que fueran las ramas las que lo empujaban a él, y las más finas le azotaban el rostro y las manos sacudidas por el viento.

Empujó, usando la fuerza del sueño contra las ramas, y mientras empujaba tuvo la impresión de que lo engullían; ya no sabía, como ocurre en los sueños, si estaba trepando o cayendo, atrapado en un túnel oscuro de ramas que tiraban de él y lo oprimían, y…

Al otro lado del río había un árbol; un sauce solitario alcanzado por un rayo en un pasado inconcebiblemente remoto, pues seguía siendo un árbol imponente incluso muerto, y sus primos crecían dispersos en la orilla opuesta.

Lo que quedaba de la caballería enemiga buscó refugio tras el árbol muerto. Un guerrero con una armadura magnífica y un yelmo de oro intentaba reagruparlos, señalando con su arco hacia el río. Unas cuantas flechas disparadas contra ellos se quedaron cortas, y Srayanka sonrió; una sonrisa cansada. El correspondió a la sonrisa y le hizo una seña, y Srayanka se llevó la trompeta a los labios. Sobre el remolino rojo de polvo vio el último retazo de cielo azul, y un águila volaba en círculos en lo alto.

—¡A la carga! —gritó.

Hizo el gesto…

Y estaban en el río, cuerpos apilados como peces, destripados, durante la crecida de primavera del Tanais. Su sangre teñía de rosa la espuma del río al atardecer. Avanzaron salpicando a través del río; las gotas atrapaban el sol como joyas y el agua fría era una bendición después de una dura jornada de batalla.

Los castigados taxeis, con lo que quedaba de ellos ya de regreso, se esforzaban por volver a formar con un solo oficial que tenía malherido el brazo de la espada y los instaba a reagruparse.

El hombre del yelmo de oro sacó su arco, pese a que sus camaradas lo abandonaban…

Kineas estaba en mitad del río, su corcel gris acero avanzaba con cuidado a causa de la grava y las rocas, y entonces sintió un golpe en la barriga. Cielo, frío, agua…

—¡Estás despertando a los niños! —susurró Srayanka. Parecía asustada. La escuchó arrullar a los niños y sintió… nada.

Tardó mucho tiempo en volver a dormirse.

Por la mañana, los caballos estaban débiles y mal dispuestos. Había poca agua en el campamento y aún les quedaban dos días de viaje para volver a abastecerse. Las columnas emprendieron la marcha con un mínimo griterío de órdenes, como si dos años de campaña no hubiesen sido más que prácticas para aquellos días en que cada minuto contaba. El suelo era todo hierba seca y grava endurecida, y avanzaban tan rápido como el estado de los caballos permitía. Srayanka tenía mala cara; perdía fluidos con la leche y estaba preocupada por los niños.

—¡Esto es de locos! —le dijo Kineas—. Cabalgo hacia mi muerte y tú me sigues a la tuya. Los niños… Tenemos que dar media vuelta.

Cada palabra pronunciada suponía un gran esfuerzo, y tenía la boca como la de un borracho tras una larga noche bebiendo.

—¿Media vuelta? —replicó Srayanka—. ¿Tan débil me crees? —Se volvió y saludó con la mano a las silenciosas figuras que marchaban penosamente a través del polvo—. Nuestros hijos son todo lo fuertes que necesitan ser. —Se dobló por la cintura un instante y acto seguido se enderezó—. Hay que encontrar agua.

Kineas se rascó la barba.

Cuatro tragos de agua después cruzaron una serrezuela y, tras encontrarse con Nihmu, que hacía las veces de guía, se dispusieron a girar hacia el este, alejándose del sol. Las montañas permanecían a mano derecha, y lo único que se veía a lo lejos era la reverberación de la calima.

Nihmu se aproximó a Srayanka y, sin mediar palabra, le dio un odre de vino lleno de agua.

La columna se había detenido para cambiar de caballo, era el único alivio que tenían, y todos los ojos se clavaron en el odre de vino como si resplandeciera con el fuego de un dios triste.

—Para los niños —dijo Nihmu. Su tono de voz era curioso, casi triunfante, o de regodeo.

Srayanka asintió y aceptó el odre. Luego hizo una seña a Samahe; desde la muerte de Irene, Samahe se había convertido en su hipereta.

—Que todo el mundo beba un sorbo —dijo—. Yo tomaré lo que quede.

Se lo dio a Samahe, que lo inclinó con el brazo y se lo pasó a Diodoro. Diodoro lo miró con asombro, y luego la miró a ella. Pero también él lo alzó brevemente antes de pasarle el odre a Antígono, que se lo pasó a Parshtaevalt, y así sucesivamente a lo largo de la columna. Kineas podía seguir el traslado del odre por el alboroto que armaban los caballos, casi como si un camello anduviera entre ellos.

Cuando cambió de caballo eligió a Talasa porque estaba descansada, con la cabeza en alto, y como con ganas de que la montara. Le costó tres intentos subir la pierna a sus lomos, de agotado que estaba. Oyó que el odre regresaba hacia la cabeza de la columna. Le ocupó la mente como algo soñado y las ansias de agua apartaron cualquier otro pensamiento. Imaginó que el agua aún estaría fría, vigorizante, procedente de algún arroyo de las montañas que Nihmu había explorado.

—Nadie beberá —dijo Nihmu a su lado. La niña estaba tan bronceada que rivalizaba en aspecto con León, y llevaba un sombrero de paja sobre un griñón de lino para protegerse la cara del sol—. El agua es para los niños, y tu pueblo lo sabe.

Kineas la miró anonadado. Dudó tener la disciplina necesaria para renunciar a su trago de agua.

El odre de agua ya había llegado a manos de Cario. Cario lo miró con evidente nostalgia, pero no se lo llevó a la boca, optando por pasárselo a Kineas. El odre estaba lleno hasta más de la mitad; algunos jinetes habían bebido un sorbo. Pero su disciplina era digna de encomio, toda una lección de humildad. Kineas bebió el agua justa para recuperar el movimiento de la lengua.

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