Tolomeo controlaba su ira, consciente de que era un macedonio apresado.
—Eso tampoco significa gran cosa —repuso—. He visto Persépolis y Ecbatana. Grecia es pobre.
—Lo bastante rica, con sus aliados sakje, como para detener a Macedonia para siempre —rebatió Kineas, y volvió a sentarse.
El rostro alargado y meditabundo de Tolomeo mostró una penetrante mirada.
—Recurre a tu sofistería cuanto quieras —protestó—. El rey nunca te perdonará. Ni siquiera estamos autorizados a mencionar el nombre de Zoprionte. A los supervivientes de la batalla en el Polytimeros, los amenazó con diezmarlos: uno de cada diez, ejecutado. De hecho, ejecutó a media docena antes de ordenar que pararan. ¿Lo sabías? Y hemos jurado silencio eterno sobre la derrota.
Filocles asintió.
—Así preserva el mito de su invulnerabilidad —dijo. Y luego, estudiando el rostro del macedonio, agregó—: ¡Tú lo odias!
Aguijoneado en lo más vivo, Tolomeo dio un traspié al alejarse de Filocles. Antígono, que llegaba entre las sombras con un odre de vino del botín, lo agarró de los hombros para sostenerlo.
—¡Cuidado, muchacho! —advirtió Antígono en griego con su marcado acento.
Tolomeo miró alrededor y volvió a desmoronarse. Suspiró.
—Todos lo amamos y lo odiamos. Es mitad dios y mitad monstruo. —Levantó la cabeza—. Igual que tantos otros hombres, me gustaría volver a casa. Me gustaría dejar de jugar al interminable juego de la traición y la política y la búsqueda de poder y el dominio sobre el ejército. Me gustaría construir algo. Algo real.
Filocles enarcó una ceja, frunció el ceño y asintió.
—Pues déjalo.
Tolomeo negó con la cabeza.
—No puedo.
—¿Por qué no? —preguntó Filocles.
—Porque, si Tolomeo deja de jugar, alguien que esté por debajo lo tendrá que matar para ascender —respondió Kineas, y Diodoro mostró su acuerdo—. Nosotros nunca hemos jugado al juego macedonio; somos meros griegos. Pero sí que hemos visto cómo otros jugaban.
Kineas miró el semblante de Tolomeo y pensó en el sinfín de veces en que Filocles le había hecho a él preguntas como aquéllas con la misma insistencia. Resultaba interesante ver cómo se lo hacía a otro hombre, constatar el efecto, la confusión, la súbita duda acerca de uno mismo.
—Lo mejor sería que te unieras a nosotros —le aconsejó Diodoro—. Tenemos nubios y celtas, megaros y espartanos. Hay un judío babilonio en el segundo batallón, o al menos eso dice él. Y tenemos un par de persas. ¿Por qué no un macedonio?
Tolomeo se rió.
—Eres un… —Miró en torno a la fogata—. ¡Ja! —soltó, meneando la cabeza—. ¿De verdad dejaréis que me vaya?
Kineas asintió:
—Por supuesto.
Tolomeo se puso firmes.
—El honor me obliga a informar sobre todo lo que he visto y oído —advirtió.
Filocles habló de nuevo.
—Pero ¿lo harás? —preguntó.
De repente, Tolomeo pareció más joven y vulnerable que en todo el rato que llevaba junto al fuego.
—Es… Es mi deber —contestó.
Filocles se encogió de hombros.
—Pero, si se lo cuentas todo al rey, jamás volverás a casa. En primer lugar, porque los tiranos culpan al mensajero. ¿Me equivoco, Kineas?
—¿Me lo preguntas porque conozco a muchos tiranos o porque yo mismo lo he sido? —preguntó Kineas—. Da igual, la respuesta es que sí.
—Cosa que tú sabes de sobra, ¿no? —dijo Filocles a Tolomeo, poniéndose de pie—. Y porque, si le cuentas a Alejandro todo lo que sabes, lo obligarás a cambiar la estrategia de la campaña. Su amazona, ¡su premio!, está justo aquí. Igual que el hombre que derrotó a Zoprionte. —Filocles nunca había parecido tanto un filósofo, pese a la túnica manchada y las piernas sucias, como en ese momento, resplandeciente a la luz dorada de las llamas, inclinado hacia delante como la estatua de un orador—. Si se lo cuentas, dejará todo lo demás para combatir contra nosotros; en el mar de hierba. Jamás volverás a casa. —Los ojos de Filocles brillaban—. Y tú lo sabes.
Diodoro, todavía recostado, dijo:
—Tienes un dios a tu vera, Filocles.
Los demás callaron. Un sorbetón de Lita rompió la solemnidad del momento.
Tolomeo se marchó por la mañana con los demás prisioneros. Filocles cabalgó con él hacia el sur, acompañado por Ataelo, y regresó solo a mediodía, cuando la columna entera estaba tan alejada en el mar de hierba que los árboles del valle del Polytimeros se confundían en la calima. Sólo los montes que se alzaban al este estropeaban el cuenco perfecto de la tierra.
Al anochecer, la naturaleza desértica del suelo comenzó a pasar factura. Los exploradores habían encontrado abrevaderos, y sus campamentos dependían de éstos; pero ningún lugar ofrecía agua suficiente para abrevar a ochocientos caballos. Kineas tuvo que fragmentar a su contingente en cuatro grupos, basándose más en la resistencia de los caballos que en la de los hombres. Srayanka y los sakje estaban en otro manantial. Permaneció despierto escuchando a los caballos inquietos por la escasez de agua. No estaba acostumbrado a dormir solo y echaba de menos a sus hijos. Se despertó con la boca seca. Bebió agua de la fuente después de los caballos, y halló más limo que refresco.
A mediodía tenía la boca como de pergamino, la lengua había adquirido un volumen inaudito y su cantimplora de cerámica, de un tamaño perfecto para Grecia donde decenas de arroyos surcaban los llanos, estaba casi vacía. Había viajado por desiertos con anterioridad, en Persia y en Media y también en Occidente, así como en Hircania, de modo que conocía el truco de ponerse un guijarro debajo de la lengua y ponía cuidado en racionar el agua del odre. Se aseguró de que Antígono y los suboficiales vigilaran en todo momento a los griegos y los celtas, haciéndoles beber y atentos a cualquier síntoma de enfermedad.
Incluso con todos esos problemas para abastecerse de agua, volaban. Libres del suelo escabroso de las faldas de los Montes Sogdianos, las cuatro pequeñas columnas avanzaban a un ritmo que sólo cabía mantener si cada hombre contaba con un mínimo de dos caballos. Montaron el segundo campamento en el mar de hierba tras un trayecto de casi trescientos estadios; una marcha increíble para una jornada. Los prodromoi iban y venían de una columna a la otra, informando sobre el agua que les aguardaba más adelante y sobre la distancia que a cada una le faltaba hasta el siguiente campamento; sin embargo, los caballos no tardaron en oler el agua y poco después vieron un arroyo que descendía de las montañas, montañas que se habían desplazado desde el horizonte oriental hacia el sur y ya estaban más cerca. El agua del arroyo era fresca, así que los caballos relincharon al olería y a duras penas se dejaban controlar.
—Por preocupar —confesó Ataelo mientras observaban cómo los caballos se precipitaban al arroyo—. Por un día en Gran Estepa. —Señaló en silencio hacia el caos que habían armado las bestias—. La próxima vez, cuatro días. Y una noche sin agua.
Se encogió de hombros. Lo hizo con un ademán tan griego que bien podría haber estado en el ágora de Atenas.
—Sobreviviremos —dijo Kineas.
Ataelo le dedicó una mirada como dando a entender que el optimismo de los mandos no pondría remedio a una noche sin agua.
Gracias al arroyo, acamparon todos juntos. Kineas se acurrucó junto a Srayanka, que se le arrimó.
—Te he añorado —confesó ella—. Sé que te perderé, por eso me fastidia separarme de ti. Sigo siendo una niña tonta.
—No —repuso Kineas, oliendo el dulce aroma a hierba, humo de leña y caballo que emanaba de ella—. ¿Cómo lo han llevado los niños?
Srayanka movió las caderas, arrimándose más a él.
—Pues como bebés. Cuando se les seca la boca, lloran. Me preocupa más cuando no lo hacen. —Volvió la cabeza hacia él—: Casi todas las mujeres con hijos pequeños se han marchado, las demás son doncellas. Ojalá tuviera a quien preguntar…
—¿Preguntar qué?
—Lita no se mueve tanto como me gustaría —contestó Srayanka. Y le dio un beso—. Soy una madraza. No me hagas caso.
Kineas se quedó un rato callado.
Srayanka cambió de postura para mirarlo a la cara.
—¿En qué estás pensando? —inquirió.
Kineas la observó a la luz de las estrellas, y respondió:
—Pienso en la cantidad de cosas de las que hay que preocuparse. Bebés y agua, caballos y agua. Alejandro. La muerte.
Srayanka le puso una mano en la nuca.
—Se me ocurre una cosa que podemos hacer para dejar de preocuparnos —dijo, con la mano derecha juguetona—. ¡Pero no hagas ruido!
Kineas sofocó la risa besándola. Iba a decir algo ingenioso, pero de pronto fue incapaz de seguir pensando.
Un par de minutos después, algo golpeó el trasero de Kineas.
—¡Menos ruido! —exclamó Diodoro, y cuarenta hombres y mujeres rieron.
—Te he dicho que no hicieras ruido —susurró Srayanka, pero su risa no se prolongó demasiado.
—De modo que ese grupo mixto de griegos y escitas dejó que te marcharas sin más. —Hefestión empezaba a ver a Tolomeo como un competidor, y según su credo los competidores debían ser aniquilados.
Tolomeo se esforzaba por no ponerse nervioso ni perder los estribos. Con su imparcial mente de comandante, se preguntó si un hombre podía sentir miedo y cólera al mismo tiempo. El Poeta siempre decía que el uno incitaba a la otra.
Pero el Poeta nunca había estado en Sogdiana.
—Los griegos se aseguraron de que me marchara —explicó—. Había un mercenario espartano. Me condujo hasta el linde de sus líneas.
Alejandro, lejos de estar enojado, parecía complacido.
—O sea que los bárbaros sakje tienen aliados griegos —concluyó. Se frotó la incipiente barba del mentón—. Eso da aliciente al combate, ¿no crees?
Hefestión aún no lo había captado.
—Es posible, si das crédito a esta estúpida historia.
Alejandro miró a su más allegado camarada con cierto escepticismo. Enarcó una ceja.
—¿Los sogdianos toman prisioneros? —preguntó.
—No —contestó Hefestión—. Por supuesto que no.
—¿Los dahae? ¿Los sakje? ¿Los masagetas? —Alejandro era igual que su tutor cuando machacaba un argumento. Adoptaba un aire de suficiencia insufrible, pero como su víctima era Hefestión y no él, Tolomeo estaba más que dispuesto a presenciar el espectáculo.
—No —repitió Hefestión, hosco al comprender lo que estaban señalándole.
—Exacto. Si su historia fuese falsa, no estaría aquí. De modo que Cratero perdió ¿cuántos, setenta sogdianos? —Alejandro chasqueó los dedos y recibió una copa de vino. Otra le fue ofrecida a Tolomeo, mientras que Alejandro compartía la suya con Hefestión.
Tolomeo asintió.
—Más bien un centenar, señor.
Alejandro hizo girar el vino en su copa antes de levantar la vista.
—Cratero debe ser reemplazado —sentenció.
Tolomeo negó con la cabeza.
—¿Quién habría esperado toparse en este páramo con un comandante instruido? ¿O con un enemigo capaz de cambiar tres veces de dirección en unos pocos estadios?
La mirada firme y bicolor de Alejandro no se alteró.
«Tanto peor para Cratero», pensó Tolomeo.
—¿Tomarás el mando de la caballería sogdiana? —preguntó Alejandro.
—No —respondió Tolomeo sin pensarlo ni un instante—. Me gustaría volver a comandar a mis taxeis.
—Muy bien —dijo Alejandro. Su fastidio fue patente; le subieron los colores—. Vuelve a ensuciarte los pies, con mis cumplidos por tu informe. —Con un ademán, le indicó que podía retirarse. Tolomeo hizo una breve reverencia, un gesto intermedio entre la inclinación de cabeza macedonia y la reverencia persa, y se retiró.
Cuando Tolomeo se marchaba, Alejandro se volvió hacia Hefestión.
—Ese mercenario griego nos ha hecho daño en varias ocasiones. Me cuesta creer que sea espartano; no tienen cabeza para la caballería. Agesilaos era la excepción, no la regla.
Hefestión hizo un mohín.
—Jenofonte era espartano —repuso.
Alejandro rió.
—¿Qué hacías tú mientras yo me instruía con mi tutor? —preguntó—. Jenofonte era ateniense.
Hefestión apuró la copa de vino y se encogió de hombros.
—Muy bien —dijo—. Quiero el mando de los sogdianos.
Alejandro lo miró con afecto.
—Tú eres el comandante de mis Compañeros —replicó.
—Necesitas a un soldado de probada competencia al frente de los sogdianos, para poner fin a las derrotas que hemos sufrido en las pequeñas batallas libradas a lo largo del Oxus. —Dicho esto, Hefestión irguió la cabeza.
Alejandro se encogió de hombros y le dio la espalda.
—¡No! —exclamó.
—Quiero… —comenzó Hefestión.
—¡No! —repitió Alejandro en tono autoritario—. Tráeme a Eumenes, por favor.
Hefestión salió de la tienda pisando fuerte y al cabo de un rato entró Eumenes solo.
—¿Gran Rey? —saludó, después de hacer una reverencia.
—Necesito un capitán de caballería para cubrir el avance por el Jaxartes. ¿A quién debería designar?
Eumenes se encogió de hombros.
—¿No es el trabajo que Cratero tiene encomendado? —preguntó.
Los ojos de Alejandro taladraban los del cardio, pero Eumenes se mantuvo firme, sin dar el menor indicio de estar al corriente de lo sucedido. Al cabo de un momento, Alejandro meneó la cabeza.
—Cratero ha sido derrotado —confesó.
—Pues ya lo haré yo —dijo Eumenes. Su tono daba a entender que no deseaba hacerlo.
—¿Poner a un griego a dar caza a un griego? —preguntó Alejandro—. Justo lo que pensaba. Hay un mercenario griego conchabado con Espitamenes. Coge a los sogdianos, un escuadrón de caballería mercenaria y tanta infantería como consideres necesario y atrápalo. Según parece, tiene cuatrocientos caballos. Quizás el doble. Eumenes asintió.
—¿Dónde está ahora? —preguntó.
Alejandro tenía un bosquejo aproximado de Sogdiana sobre su mesa de campaña, aunque en él sólo figuraban ciudades, ríos y montañas. Y para colmo, las distancias eran meras conjeturas, incluso tras un año de lucha.
—Aquí arriba, donde el Polytimeros se une a los Montes Sogdianos. Estará en la margen norte del río, siguiéndonos de cerca.
Eumenes observó el mapa.
—Si está en el Polytimeros, lo atraparemos contra la vertiente norte del valle.
—¡Exacto! —dijo Alejandro. Echó un vistazo por la puerta de la tienda, sin duda para ver qué hacía Hefestión—. Si ha sido lo bastante listo como para vencer a Cratero, también lo será para evitar verse atrapado.