—Griegos y persas bajo un buen oficial —contestó Kineas. El costado le dolía al reír o respirar hondo. Tenía algunas costillas fracturadas.
—¿Te refieres a este oficial? —preguntó Lot, tirando de las riendas de un caballo. Lo montaba un hombre en actitud desafiante. Tenía el pelo rubio y un semblante de duras facciones. Kineas no lo conocía.
—¿Rescate? —preguntó Kineas a Lot, torciendo el gesto de dolor.
Lot se encogió de hombros.
—Ha sido valiente. Lo derribé al final y pensé que podría quedármelo.
En el vado sonaban las trompetas de Diodoro y Srayanka.
—¿De dónde eres, hiparco? —preguntó Filocles.
El hombre fue mirando las lanzas griegas una tras otra sin salir de su asombro.
—De Anfipolis —respondió—. ¡Sois todos griegos!
Lot escupió.
—¡Cómeme el escroto! —profirió en sakje.
—Escucha, oficial de Anfipolis —dijo Kineas. Percibía la presencia de la diosa a su lado—. Escucha, amigo. Márchate. Eres libre. Tu rescate es éste: ve en persona al Partenón y dedica un sacrificio a Atenea.
El oficial griego se irguió.
—Así lo haré —obedeció sin ánimo. La euforia por haber escapado a la muerte daba paso a la conciencia de su derrota.
—Sólo me quedaré tu caballo —dijo Lot, tirando de las riendas—. Todo tuyo, señor.
—¡Estupendo! —exclamó Kineas. Montó agradecido a lomos del corcel tesalio, aunque necesitó ayuda y se le resintió el costado. Señaló hacia el lejano risco donde aguardaban los caballos de refresco y tocó a Filocles en el hombro—. Vamos a buscar al resto.
Los olbianos, los celtas y los sármatas se marcharon, y dejaron a un soldado griego de caballería solo y sin montura en medio del polvo.
Cuando llegaron al vado, Eumenes se había ido, pero alcanzaron a oír a sus hombres formar en el terreno llano de encima del Jaxartes, a no menos de tres estadios de allí.
—No volverá —vaticinó Diodoro.
Kineas observó a los macedonios haciendo visera con la mano, respirando pesadamente.
—Atenea, por un momento pensé que estaba acabado. —Seguía alerta—. Creo que llevas razón. Se va a otra parte.
Kineas se volvió hacia el vado.
—¿Le hemos hecho mucho daño?
Filocles negó con la cabeza.
—Treinta o cuarenta hombres. Una picadura de abeja.
Kineas asintió.
—Que los prisioneros se marchen —ordenó—. A pie. Hoy no nos darán guerra si tienen que caminar. —Se desplomó—. Tengo que lavarme en el río y necesito que alguien, Filocles, me envuelva las costillas para poder montar.
—Podríamos largarnos sin más —sugirió Diodoro.
Srayanka asintió.
—Los hemos repelido —observó—. Nadie puede decir que no hemos cumplido con nuestra parte.
Kineas se apeó del caballo y Sitalkes ayudó a Filocles a quitarle la armadura. Procuraron hacerlo con cuidado, pero Kineas sintió que perdía la vista y en dos ocasiones gritó de dolor. Libre por fin de la coraza de escamas, se repuso y entró en el agua. El frío le sentó bien, igual que la sensación de desprenderse de la arenilla. Se echó agua al torso haciendo muecas, porque cada movimiento del brazo izquierdo le enviaba una punzada de dolor que le bajaba del pecho a la entrepierna.
Srayanka le tendió un trozo de lino a modo de toalla.
—Todas mis doncellas están celosas —dijo.
Kineas procuró sonreír. Se sentía mejor, pero eran tantas las capas de dolor y fatiga que no estaba seguro de poder desempeñar sus funciones. Había sufrido mucho en el polvo mientras su caballo moría debajo de él.
Filocles cogió otro trozo de lino que le dio León y se puso a enrollar el torso de Kineas con toda la fuerza de sus brazos. Kineas apenas podía respirar; sin embargo, el dolor del costado disminuyó.
—Creo que hemos cumplido con nuestra parte —insistió Diodoro. Obviamente, no le gustaba lo que estaba viendo.
—¿Y cuál era nuestra parte? —preguntó Kineas—. Cumplimos con nuestra parte cuando detuvimos a Alejandro en el Oxus; cuando te rescatamos a ti, señora. Cuando detuvimos a Zoprionte.
Filocles le estaba envolviendo el pecho, dando vueltas y más vueltas a la parte alta del tórax. A Kineas le costaba respirar, y Srayanka se dio cuenta.
—Estás herido. Cojamos a los niños y a los demás heridos y emprendamos la marcha hacia poniente —propuso—. Aún burlaremos esta profecía.
Kineas inspiró tanto aire como pudo y estuvo encantado al constatar que ya no sentía la punzada de dolor, al tiempo que su visión volvía a ser normal y le permitía ver a lo lejos.
—Ahora mismo, Zarina está ganando o perdiendo esta batalla —dijo—. ¡Escuchadme! Su plan era alinearse en la ribera. Alejandro tiene su artillería de sitio. ¡Adivinad qué ocurrirá! Las falanges tendrán espacio de sobra para afianzarse en la orilla. Cuando Alejandro ordene a su caballería vadear el río, ¿resistirán los dahae y los masagetas?
Diodoro se encogió de hombros.
—¿Y qué? —repuso—. Huirán hasta ponerse a salvo. Alejandro proclamará su victoria. Nada habrá cambiado. ¿No es eso lo que hemos aprendido en las llanuras?
Filocles montó en su caballo de combate, el mismo caballo que Satrax le había regalado en la nieve hacía más de un año.
—Ahora Kineas quiere enseñarnos otra lección, amigo —dijo.
Kineas cogió a sus hijos de brazos de Nihmu y los besó.
—¿Los protegerás? —preguntó.
—Hasta que sean ellos quienes me protejan a mí —contestó Nihmu—. Adiós, baqca.
Kineas se volvió hacia su caballo. Filocles le dio una mano y Srayanka lo empujó, y entre los dos montaron a Kineas a lomos de Talasa.
—Abrevad a los caballos —ordenó Kineas—. A todos.
Srayanka asintió, lo mismo que Lot.
Kineas permaneció callado un buen rato y, poco a poco, sus amigos, su Estado Mayor, los caciques y todo lo demás se fueron sumiendo en el silencio.
Estaba a punto de hablar, cuando divisó el águila.
Señaló hacia el sur. El águila ascendía lentamente desde el otro lado del río, a todas luces cargada con algo, probablemente un conejo. Las entrañas de la presa colgaban entre las alas del águila, desequilibrando su vuelo. El ave giró hacia ellos, batiendo despacio las alas.
Entre los griegos y los sármatas cesaron las conversaciones, y todos observaron el vuelo lento y errático del ave; cuando ésta se acercó, Kineas vio que había estado comiendo del cuerpo del conejo, cuya sangre manchaba su pelaje blanco. El águila volvió a ascender empujada por una corriente de aire cálido al llegar sobre el meandro del Jaxartes donde se habían reunido los oficiales mientras Kineas se curaba las heridas. Entonces el águila soltó un estentóreo chillido, viró sobre la punta de un ala y soltó el cuerpo del conejo, que cayó en picado al suelo, asustando a Talasa y rebotando hasta la altura de la cabeza de un hombre antes de quedar desplomado casi a los pies de Kineas. El águila volvió a chillar y giró para alejarse, dejando a Kineas impresionado con la feroz y loca inteligencia de sus ojos dorados. Liberada del peso del conejo, voló como el mismísimo viento, subió a los cielos y desapareció.
Las punzadas de dolor que sentía al montar habían desaparecido con el águila. Enderezó la espalda y levantó la voz.
—Escuchad —dijo—. ¿Abandonaríais a un hermano en una pelea? Aquí no se trata de ganar. Ganar consiste en lo que Diodoro acaba de decir. Aquí lo que está en juego es la virtud.
—¿Y morirás por la virtud? —preguntó Diodoro, con los ojos fijos en el cielo.
—¿Acaso no lo harías tú? —repuso Kineas—. Tú no me abandonaste en el ágora aquel día, Diodoro. Y podrías haber huido.
Diodoro se protegió los ojos con la mano.
Kineas inspiró una dolorosa bocanada de aire.
—Esto es lo que hacemos, amigos. Hagámoslo bien.
Srayanka le dio un beso. Luego él se levantó, sujetándose a su yegua con las piernas e irguiendo la espalda.
—¡Sakje! —gritó—. ¿Seguiréis al rey a la batalla?
—¡Baqca-Rey! —rugieron; fue un rugido interminable como el de los leones al caer la noche.
Srayanka lloraba. Muchos de ellos lloraban, pero el polvo secaba sus lágrimas al cabalgar.
Cabalgaron cinco estadios o más, viendo sólo indicios de contienda: un jinete en fuga, un caballo errante con las vísceras colgando y relinchando de dolor. El tiempo había transcurrido como los ríos en la estepa y ya era por la tarde, y a pesar de los caballos de refresco, se sentían cansados.
Entonces oyeron la batalla antes de verla, una cacofonía de ruidos de caballos y metal que llenaba el aire. Remolinos de polvo flotaban sobre la serrezuela que tenían delante como expelidos por la batalla, o como si los espíritus de los muertos huyeran del lugar.
Kineas detuvo su caballo a los pies de un risco. Hizo una seña a Ataelo.
—Ve y sé mis ojos —le dijo. Ataelo sonrió con tristeza.
—¡Por ti! —gritó, y él y su esposa galoparon en diagonal hasta lo alto del risco.
Kineas se volvió hacia sus oficiales.
—Desmontad. Que los soldados beban —ordenó—. Cuando crucemos estas colinas, tendremos a los sakje a la derecha, a los sármatas en el centro y a los olbianos a la izquierda, donde es menos probable que se enreden con los dahae y los masagetas. —Los miró a todos—. A no ser que Ataelo me informe de algo desconcertante, una vez que crucemos iremos derechos a la vorágine.
Diodoro se sentaba muy tieso en su caballo, como si estuviera desfilando en Atenas.
—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó. Kineas enarcó una ceja.
—Mi intención es abrirme paso hasta Alejandro —respondió—. Pero, si eso falla, recordad lo que dijo Zarina. Sois guerreros. Haced lo que queráis. —Se permitió esbozar una sonrisa—. ¡Guerreros obedientes en formaciones ordenadas!
El comentario le valió una sonrisa de Diodoro.
Estaba considerando la posibilidad de dar un discurso de despedida, la clásica plegaria de batalla, cuando vio que Ataelo y Samahe bajaban a toda prisa del risco. Su manera de montar anunciaba un desastre, y Kineas descartó la idea de una despedida formal.
—¡Montad! —ordenó.
Aguardó hasta que todos los jinetes hubieron montado.
—¡Al paso! —gritó. Hizo señas con los brazos para indicar que los sármatas y los sakje debían formar puntas de flecha a su derecha según lo previsto. Srayanka le tendió la mano, una mano dura con el dorso de terciopelo, y se dieron un fuerte apretón como los soldados.
—¡Adiós! —dijo Srayanka—. ¡Aguárdame al otro lado del río!
—¡Larga vida, reina mía! —gritó Kineas en sakje, y se separaron. La columna de Srayanka comenzó a formar a la derecha mientras que la suya emprendía el ascenso por los riscos. Ataelo se situó a su lado.
—El estandarte de Zarina ha caído —dijo—. Los dahae abandonan el campo.
—¡Ares nos asista! —exclamó Diodoro.
Y Kineas pensó: «Esto no es lo que vi.»
Incluso Talasa subió penosamente la última cuesta; sin embargo, antes de que el sol descendiera la anchura de otro dedo, Kineas coronó la colina y el campo de batalla entero se abrió ante él: una hondonada de guerra que cubría ocho estadios o más de una serrezuela a la otra. Y lo que vio le impresionó.
En el sector más próximo a él, los guerreros escitas de la ladera de la colina se batían en retirada, disparando flechas ante las sólidas líneas de la caballería enemiga, una mezcla de macedonios, griegos y sármatas. Los escitas estaban diseminados y cedían terreno deprisa sin siquiera intentar reagruparse.
Abajo, en medio de la hondonada, los piqueros de la falange habían establecido una línea a través del vado y avanzado un buen trecho. Los cuerpos de los caballos muertos, visibles aun desde aquella distancia, señalaban la futilidad de la resistencia sakje. Pero sólo había una falange; la segunda se divisaba, con las picas erectas, al otro lado del río detrás de las máquinas de sitio.
Sólo a lo lejos, en el límite de la visión sobre el flanco derecho sakje, parecía que el ejército macedonio estuviera recibiendo la peor parte. Allí, y sólo allí, el movimiento como de hormigas del adversario era de retroceso. Años de observar batallas y tomar parte en ellas habían dotado a Kineas de la facultad de captar al instante el significado de cientos de señales; los ruidos, los movimientos, incluso el tipo de reflejo de la luz podían decirle en qué dirección avanzaba un hombre. El flanco izquierdo macedonio estaba perdiendo. El resto de su ejército estaba a punto de alzarse con la victoria.
Por encima de todo ello, la niebla de Ares ascendía del suelo arenoso para oscurecerlo todo salvo los espectrales movimientos y los destellos más fuertes del metal bruñido. Los sakje todavía emitían destellos dorados, de modo que incluso a través de la bruma de la batalla Kineas podía estimar sus posiciones.
No veía por ninguna parte a la reina Zarina, que tendría que haber estado en el centro. En cambio, justo en medio del centro enemigo, justo detrás del combate, Kineas alcanzó a ver una clámide púrpura rodeada de asesores. Ante sus ojos, Alejandro encabezaba una cuña de Compañeros contra los nobles masagetas que tenía delante.
Y detrás de las líneas macedonias se encontraba el río. Árboles muertos llenaban el vado y, al otro lado del río, un enorme árbol muerto se alzaba imponente sobre el campo agreste; entonces Kineas sintió todo el peso de su sino. Se estremeció y le dolió el costado, algo líquido parecía moverse dentro de su piel, y se balanceó en la silla. Comenzó a hacer girar a su caballo; pensaba en cómo podría, después de tanta pose, abandonar el campo, huir con honor. O sin él.
«¡No quiero morir!», pensó. El aire que respiraba le ardía en la garganta, y el corazón parecía bombear la última sangre que le quedaba, haciéndole sentir frío.
El sol del ocaso era rojo como la sangre de un hombre agonizante y brilló reflejado en sus hombres cuando éstos coronaron la colina, haciendo imposible retirarse, y le recordaron quién era él. Eran fuertes, invictos, tres nítidos triángulos que oscurecieron la ladera causando una inmediata conmoción en el centro macedonio, y entre los sakje que había en las faldas de la colina cundió el pánico porque los tomaron por macedonios. Contempló a sus hombres, los celtas y los antiguos hoplitas de Olbia, vestidos con restos de corazas griegas, con arreos sakje y alguna que otra armadura sármata, muchos con pantalones bárbaros, algunos luciendo gorras sakje en lugar de sus yelmos.
Justo a su lado, Hama sonrió.